Bajé y, elevando la voz por encima del ruido del motor, grité:
– ¿Me entiendes ahora? ¿Te enteras, joder?
Adam se humedeció los labios y asintió. Esperó hasta que estuve muy lejos para subir; luego hizo girar la máquina y comenzó a aplastar el suelo con la pala. Una vez empezó, trabajó con la habilidad de un artesano, atacando los lugares clave para que todo se viniera abajo.
Cristales machacados. Crujidos de madera. Hormigón aplastado. Empezaba a anochecer, pero mientras me alejaba en su furgoneta vi que su rostro enrojecido brillaba en el espejo retrovisor, como si fuera un faro.
Los invitados empezaban a llegar. Las bebidas se servían en la gran barra de caoba a las puertas de la sala de banquetes. La gente formaba grupos, u ocupaba los sillones de roble y piel oscura. Cuando Jessica y yo entramos cogidos del brazo en el cómodo e inmenso espacio, en el aire reinaba un rumor festivo: todos se acercaban a saludarnos y a felicitarnos, luciendo sus mejores sonrisas.
Cogí una copa de champán de una de las bandejas y me la bebí enseguida, para tener tiempo de coger otra después, antes de que la camarera se alejara. Cada vez que me daba la vuelta, veía a una chica provista de una bandeja, y pocas de ellas se fueron sin llevarse mi copa vacía y dejarme otra llena. Las burbujas me levantaban el ánimo; me parecía que aquella fiesta era la primera reunión desde la muerte de James que no estaba teñida de duelo.
La sala estaba repleta de gente; el ruido empezó a sonarme como si fueran las olas del océano. Mis dientes perdieron sensibilidad, y mientras discutía con Howard Reese sobre el Banco Mundial, tuve una remota sensación de que mis palabras no salían como debían. A partir de ese momento opté por callarme, y advertí que Marty se había encaramado a una silla y golpeaba un vaso con una cucharilla. Tuvieron que transcurrir cinco buenos minutos antes de que se hiciera el silencio suficiente para que pudiera anunciar que la cena estaba servida y que podían pasar al comedor.
Me encaminé a la mesa, vi a Jessica y la cogí de la mano.
James siempre se había sentado en la gran mesa ovalada que ocupaba la posición central, con Eva, Scott, Emily y los invitados más importantes que no eran miembros de la empresa. Al otro lado de las amplias ventanas se extendía un espacioso porche que llegaba hasta el agua. Jessica y yo ocupamos nuestros respectivos asientos, los que antaño habían correspondido a James y Eva: en el centro de la mesa, de espaldas a las ventanas.
Me senté sobre las manos y apreté los labios. Percibí que la sala se inclinaba un poco en una dirección, y luego en otra. Bajé los párpados, hasta que Jessica me propinó un codazo en las costillas. Todo el mundo me miraba. Había llegado el momento del brindis.
– Creía que decías que las tradiciones no importaban -le dije al oído-. ¿Ahora te da por ahí? ¡Mierda!
Ella forzó una sonrisa; su mirada recorrió la sala. Me levanté, dejando el brazo apoyado en la mesa. Vi un centenar de caras, diseminadas en un mar de mesas redondas, alumbradas por candelabros de tres brazos que hacían resaltar los centros de rosas amarillas. Alcé la copa y noté que todos centraban su atención en mí. Abrí la boca. Me detuve. Cerré los ojos.
Más allá de la luz de los candelabros, en la zona abierta del bar de donde salían las escaleras en dirección a los dormitorios, las luces se habían amortiguado. Mis ojos captaron el movimiento de alguien que descendía por la escalera: bajaba con un paso casi mecánico, con la mano apoyada en la barandilla de hierro.
Cuando llegó al descansillo, sentí un nudo en el estómago. No distinguía los rasgos de su rostro, pero de su pálido brillo deduje que tenía un porte regio y una mata de pelo blanco.
Noté los dedos de Jessica en el brazo.
Vi la nariz. Los pómulos altos y la mandíbula fuerte. Unos ojos bajo níveas cejas, mirando al suelo. Me volví hacia Jessica y le señalé con un gesto aquella figura silenciosa. El vaso se me escapó de las manos, y se cayó, lejos…
Me alejé de la mesa y me derrumbé sobre la silla. Oí gritos fugaces y un coro de susurros.
– Todo va bien -dijo ella, levantando la mano hacia los invitados y apartándose un mechón de pelo detrás de la oreja-. Por favor, comed.
Colocó mi brazo sobre su hombro. Apenas podía sostenerme. Me dejé arrastrar, con la mirada perdida, mientras ella me sacaba de la habitación.
37
– ¿Todavía lo ves? -pregunta él.
– Para eso me daban las pastillas, ¿no?
– Diría que son para la depresión. ¿Ha habido otras visiones de las que no nos has dicho nada? Dijiste que viste a tu mujer. En la celda.
– La veo si cierro los ojos -digo, cerrándolos por un momento para demostrárselo-. Pero se refiere a lo de James, ¿no? ¿A fantasmas?
– ¿Crees que se trataba de eso?
– Creo que eso me volvió loco, ¿no?
– ¿Lo estabas? -pregunta.
Mis labios se curvan al oírlo.
– Vosotros decís que lo estoy. Pero al fin y al cabo, ¿qué son las etiquetas? Pura ficción. Con dinero suficiente puedes crear la ficción que quieras. «Mi mujer diseñó el ala del museo.» «Soy un magnífico jugador de polo.» «Ella es una genial coleccionista de arte.» Chorradas así. Todo el mundo se lo traga.
– ¿Te creaste una ficción? -pregunta.
Entrelazo los dedos detrás de la nunca y me hundo en la silla, levantando las patas delanteras.
– La pareja feliz. Horatio Alger. Controlando…
Dejo que la silla caiga hacia delante con un ruido contundente y me apoyo en la mesa
– Veía muertos, joder. Johnny G me pisaba los talones. El FBI tenía a Bucky sujeto con una correa, siguiéndome el rastro como si yo fuera un animal sangrando.
– Una descripción interesante.
– ¿Cuál? -pregunto.
– Animal sangrando.
– ¿Por qué? ¿Se refiere a que tenía las manos manchadas de sangre?
– ¿De verdad estaba con el FBI?
– Todos iban a por mí. Por eso Ben tenía que desaparecer.
Revuelve sus papeles, los estudia con el ceño fruncido y luego levanta la vista y dice:
– ¿Todos? ¿Juntos? Esto es nuevo.
– Para mí no.
38
Ben encaró el paseo, dobló por la curva y vio el Suburban azul de Bucky aparcado frente a los escombros de la vivienda. La casa de troncos parecía una escultura de palillos aplastada. Astillas de madera sobresalían de la masa retorcida de tuberías, cables y láminas de metal.
Distinguió una cabeza entre el desastre. Ojos oscuros y un bigote espeso y caído, bajo la visera de una gorra de camuflaje. Ben apagó los faros y se apeó del coche.
– ¡Bucky! -gritó.
Bucky desapareció un momento y luego salió de los escombros armado con una escopeta y una cabeza de gacela. Sostenía la cabeza disecada por uno de sus cuernos. El otro estaba roto, pero aun así Bucky abrió la ventanilla trasera del Suburban y la arrojó dentro.
– ¿Queréis que me largue? -preguntó Bucky, mirándolo fijamente. Aunque la escopeta que llevaba en la mano no apuntaba hacia Ben, el cañón estaba orientado más o menos en dirección a él-. Muchas de estas cosas son mías.