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– Es duro estar en la cima -dijo ella-. La gente intenta derrocarte, intenta quitarte lo que te pertenece. Hay que luchar. Tenemos que cuidarnos el uno al otro.

Ella acercó sus labios a los míos y me dio un profundo beso. Mientras lo hacía, me clavó las uñas en la espalda hasta arañarme la piel. Ni me enteré. Cuando nos separamos, me quedé jadeando hasta dormirme. No sé si tardé dos minutos o veinte, pero poco después ella me despertó. La luz resplandecía bajo el pálido brillo de la luna. Las sábanas arrugadas y las almohadas, húmedas de sudor, habían ido a parar a un extremo del colchón. Ella tenía la cabeza sobre mi pecho; notaba en él el roce de su nariz.

– Estaba pensando -dijo ella, en un murmullo casi inaudible- en lo que dije. En lo de cuidarnos. Deberíamos coger una cantidad de dinero y apartarla.

– De acuerdo -asentí, medio dormido-. Vale.

– El dinero entra a espuertas en ese proyecto. Los bancos no tienen ni la menor idea de adónde va a parar. Podríamos montar una empresa fuera de aquí.

– ¿Fuera de aquí? -pregunté, totalmente despierto.

– ¿Qué podría pasar si tuviéramos cien millones de dólares en una cuenta? -propuso ella-. Ya no tendríamos que preocuparnos de nada.

– Eso es verdad -concedí.

– No tiene por qué ser tan difícil -dijo ella.

Se apoyó sobre el codo, con los ojos muy abiertos.

– No. Sólo se trata de cogerlo.

– Exactamente.

Ella se me agarró del brazo.

– Vamos.

– La gente lo hace a todas horas.

Su voz era un susurro acuciante.

– Y acaba en la cárcel.

– Creo que sólo tienes que esconderlo. En un banco suizo, por ejemplo. Eso te permite devolverlo si te hace falta.

– Lo averiguaré -dije.

Cerré los ojos y me tumbé en la cama, respirando por la nariz. Las marcas de la espalda empezaban a escocer.

41

– ¿Cómo está tu hijo? -preguntó Johnny G.

Tenía en la mano una bolsa llena de pistachos. Iba echándose los frutos secos en la boca, uno a uno; extraía el fruto y escupía la cáscara.

Estaban en una carretera desierta del pantano detrás de los Meadowlands y caminaban por la gran extensión de tierra entre farolas. El agente de policía de Nueva York tenía las manos hundidas en los bolsillos del abrigo de cuero.

– Bien -respondió el poli tras un momento de silencio-. Gracias.

– Increíble, ¿no crees? -dijo Johnny G-. Le he protegido desde aquí hasta la penitenciaría del estado.

Johnny escupió una cáscara y negó con la cabeza. Aspiró una bocanada de aire maloliente.

– Saldrá en abril -dijo el policía en voz baja.

– ¿Y qué voy a hacer entonces? -se rió Johnny, alborotando el cabello canoso del policía-. ¿Quién me tendrá al tanto de todo?

El semblante hermético del policía se concentró en las lejanas luces de la ciudad.

– Tú no, ¿eh? -dijo Johnny-. Bueno, lo has hecho muy bien mientras ha durado. ¿Quién sabe? ¿Quizá se salte la libertad condicional?

Johnny le dio una palmada en la espalda. El respingo del policía le hizo sonreír.

– Sí, mi tío siempre me lo decía. Me decía: «Johnny, puedes meterte con la mujer de un pavo, pero nunca con sus hijos». Eso decía y yo sabía que tenía razón, aunque siempre creí que se refería a cuando los hijos montan en triciclo y cosas así, no a cuando se dedican a pelear con drogatas. Pero supongo que el consejo funciona para hijos de todas las edades. Todo hombre quiere a sus hijos, ¿no? Haría cualquier cosa por ellos.

El poli no dijo nada. Se limitó a seguir andando, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada gélida.

– No quiero más muertos -dijo el policía.

Elevó la vista hacia un 767 que surcaba el cielo ahogando el susurro de los juncos.

– Tiene su gracia, ¿no crees? -preguntó Johnny-. Un poli como tú con un hijo malo al que mucha gente querría ver muerto. ¿Sabes dónde está el mío? Es dentista en Sacramento. ¿Qué te parece? Conoció a una chica de allí mientras estudiaba. Él cura los dientes de la gente mientras el tuyo vende crack a los niños. La vida es graciosa. Así que, cuando me dices que no quieres más muertos -prosiguió Johnny, escupiendo un pistacho entero-, sé que tienes algo bueno que contarme. Me esperan para jugar una partida de póquer, de manera que dispara.

– Sospechan de Thane Coder -dijo el poli, mirándolo a la cara.

– Me dijiste que Coder trabajaba para vosotros. -Johnny sonrió-. Lo llamaste un testigo importante.

– Sólo te cuento lo que he oído -dijo el poli con un suspiro.

– Sigue.

– ¿Conoces a ese otro tipo? ¿Ben Evans? Según él, podría haber algún registro que probara que Coder entró en el refugio o bien introdujo a alguien en él la noche en que mataron a James King. Existe un escáner de retina para acceder al interior.

– Un buen amigo, ¿eh? -dijo Johnny, y acto seguido se tragó otro fruto seco.

– ¿Cuál de los dos?

– Tienes razón. -Johnny escupía las cáscaras y masticaba despacio-. Se merecen el uno al otro, ¿no crees? ¿Como tú y tu hijo?

– ¿A qué viene esto ahora? -preguntó el poli con un suspiro-. ¿Por qué?

Johnny le lanzó una mirada turbia.

– Si no te gusta, ve a buscar protección para esa mierda de hijo que tienes a la otra parte. Tienes suerte de que no tenga a tu mujer sirviendo a la cuadrilla de la obra.

El policía sacó la mano del bolsillo, la metió en la parte interior del abrigo y de allí extrajo una pistola 357 que apuntó a la cara de Johnny. Un gran jet retumbó en el cielo. El arma tembló.

Johnny sonrió, y cuando el ruido del avión se hubo desvanecido por fin, dijo:

– Hay dos clases de polis que apuntan con armas. Los que disparan y los que nunca lo hacen. Tú perdiste tu oportunidad hace mucho tiempo.

La sonrisa de Johnny se mantuvo cuando apartó al policía y volvió al coche que le esperaba con una sola idea en la cabeza. Ben Evans.

42

– Jessica tenía razón -digo-. Cuando estás en la cima, todo el mundo te amenaza. Es matar o morir. Ya está.

El psiquiatra se limita a mirarme y parpadea un par de veces. Su rostro se mantiene impenetrable.

– ¿Cómo iba a matarte? -pregunta él.

– En este Estado sigue vigente la pena de muerte. Sabe que no me quedó más remedio que hacer lo de James, así que estaba al descubierto. No hace falta disparar o apuñalar a alguien para matarlo. Da iguaclass="underline" Ben Evans intentaba acabar conmigo.

Sabía que no era buena señal que Mike Allen quisiera verme en Nueva York. Eso pensaba cuando cruzamos la pequeña terminal de Teterboro y vi dos limusinas esperando a la salida del aeropuerto. Jessica, que había dejado al niño con Amy para poder acompañarme, se montó en la segunda limusina.

– ¿No vienes? -pregunté.

– Tienes trabajo. No te importa que vaya de compras, ¿no?

– ¿Qué quieres comprar? -pregunté.

Observé su rostro, para descubrir si llevaba más maquillaje del normal.

– ¿Quién sabe? -dijo ella-. Zapatos. Un vestido, tal vez. Algo de Victoria's Secret.

Le sonreí y le di un beso, despidiéndola con la mano. Pero cuando ambos coches llegaron al Turnpike de Jersey, el suyo se dirigió hacia el norte mientras que el mío tomó dirección sur. La llamé al móvil al instante para preguntarle qué hacía. ¿No me había dicho que iba a Manhattan?