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James rajó la garganta del ciervo y esparció las tripas en el suelo. Rebanó un trozo del hígado y se lo tendió a Bart.

– Es tu primer ciervo. Tienes que comerte el hígado.

– Dos billones de dólares a cien por encima de la tasa del Libor -dije, y apoyé la mano en el huesudo hombro del banquero.

El Libor era el tipo de interés fijado por los bancos de Londres entre ellos mismos. Cien puntos por encima era meramente un uno por ciento.

Bart posó la mirada en la carne roja y luego en James. Emitió un sonido parecido a una carcajada.

– No puedo hacerlo.

James se encogió de hombros y, tras sacudir la carne, dijo:

– Entonces te quedas fuera. Pero esto sí puedes hacerlo.

– ¿Es lo que se hace? -preguntó Bart, parpadeando-. ¿De verdad?

– Todo el mundo lo hace.

Bart cogió el pedazo de carne y le dio un mordisco, sin poder evitar un estremecimiento.

– Tienes que comértelo todo -le dije, con una palmada en la espalda-. Vamos.

Bart se lo metió en la boca y se lo tragó; casi se atraganta, pero consiguió mantenerlo dentro. James y yo nos reímos.

– Venga -dijo James-, no has conseguido el trato, pero sí el premio. Te quedará fantástico encima de la chimenea.

James agarró al ciervo por una de las patas traseras. Yo lo cogí por la otra y comenzamos a arrastrarlo hasta la cima del barranco, aplastando la maleza con las botas. Bart se quedó mirándonos.

– Podemos llegar a un acuerdo -dijo Bart, mientras corría para alcanzarnos y se apoyaba en los troncos bajos para ayudarse a avanzar.

– No, estás fuera -contestó James, mirando hacia atrás.

Habíamos llegado a la cima y nos costaba respirar. James contempló el campo bajo la luz anaranjada procedente del este e inspiró con fuerza.

– ¿Sabes lo que más me gusta? -preguntó James después de golpear el cadáver con la bota-. Los chicos de Bucky lo limpiarán, lo descuartizarán como hacen en la carnicería y dentro de un par de semanas lo tendremos en la mesa servido con un buen Meritage.

– ¿Por qué estoy fuera? -preguntó Bart.

James volvió a mirar hacia el cielo, y luego a Bart.

– Porque te he dado la oportunidad y no la has querido. El Banco de Suiza lo aceptará encantado.

James estrechó la mano de Bart.

– Felicidades -le dijo-. Bucky te lo enviará. Si quieres que te lo disequen, díselo. Conoce a un gran taxidermista.

– James -dijo Bart, elevando la voz-. No puedo conseguirte cien por encima del Libor. Nadie puede. Quizá podría llegar a dos cincuenta.

James siguió andando.

– Será el mayor centro comercial del mundo -dije-. A treinta minutos de Nueva York, y es nuestro.

– Os estáis pasando, chicos -repuso Bart, con una voz tan diáfana como una campana, dirigiéndose a la espalda de James-. Eso también lo sabe todo el mundo. Esto lleva tres años en proyecto; habéis apostado todos vuestros activos, incluso este coto. Debéis dinero a otros bancos. Si se os cancela el préstamo, KingXorp se hunde. En vuestra posición, no podéis exigir cien sobre el Libor.

– Lo descubriremos cuando vuelva a la casa de campo -dije.

– James, tú no haces tratos así -le gritó Bart.

– Cuando capitalice el trato -dije en voz baja, pero perfectamente audible en el tranquilo amanecer-, el resto de nuestros proyectos madurará como la fruta. Si te quedas fuera, ya sabes lo que hará. Se pasará los próximos seis meses refinanciando todos los proyectos que posee tu banco y tus bonos parecerán el cheque de un lava-vajillas.

– Cien es una locura, James -vociferó Bart-. Sería el hazmerreír de todos.

James ya había cruzado el campo y se internaba en el bosque.

De repente, Bart echó a correr tras él. Yo le seguí, aguantándome la risa. Sus pisadas aplastaron la maleza hasta que alcanzó a James en la arboleda.

Al llegar a su altura, le dijo:

– Dios, ¿qué van a decir de mí?

– Que les has dado con un canto en los dientes a todos -contestó James, sonriente, e inició el ascenso de la colina con una mano alzada-. Ahora espera junto al ciervo a que llegue Bucky y nos reunamos contigo. Vamos, Thane.

– Pero no llamarás al Banco de Suiza, ¿verdad?

– Tenemos un trato, ¿no es así?

Bart asintió.

James cruzó el bosque a un paso que me obligaba a jadear y a dar grandes zancadas hasta que llegamos al puente. Al otro lado del agua, por encima de la niebla, el refugio dormitaba como si fuera un gigante.

– Mira eso -dijo James. Apoyó una mano en mi hombro y lo apretó-. La familia. Al final es lo único que cuenta.

4

– ¿Qué hay de tu familia? -pregunta el psiquiatra con una voz demasiado suave para un hombre de su talla.

– Unos paletos. Mi padre era de los que resolvía las cosas a base de correazos, hasta que murió mi hermano mayor. Conducía borracho con unos amigos. A partir de entonces, el pelo de mi viejo encaneció. Apenas hablaba.

»Mi madre también se abandonó. Se pasaba las horas sentada en una vieja mecedora con los ojos fijos en la tele o en una novela romántica. Comíamos alimentos enlatados, o nada.

– Siempre es difícil para cualquiera de nosotros pensar en nuestros padres como personas -dice él.

– Recuerdo cuando obtuve una beca en Siracusa para jugar al fútbol -continúo-. La escuela me entregó una cantidad de dinero en efectivo y le compré a mi madre una de esas sillas reclinables que te masajean. Llevaba años pidiéndole una a mi padre. Ni siquiera se sentó nunca en ella. La usaba para apilar los libros.

– Has hablado de una beca -dice él en tono quedo-. En el lugar de donde yo procedo eso es algo importante.

Aprieto los labios, asiento con la cabeza y digo:

– Jugaba en la línea media de un equipo de segunda de la liga All America; los Giants me reclutaron en la sexta vuelta. El sueño americano. A los cuatro días en el campo me rompí el hombro. Eso fue todo. Se acabó.

– ¿Y cómo te sentiste?

– Como un perdedor.

– Llegaste más lejos que mucha gente.

– Sí, pero fue después de conocer a Jessica. Para ella el negocio inmobiliario era como una partida de damas. Te enseñaba a mover una ficha y ahí estabas, enfrentándote a un triple salto. No eran tácticas maquiavélicas, sino pequeñas maniobras que alteraban el equilibrio.

»Todo el mundo la adoraba. Banqueros. Propietarios. Tenía un estilo amistoso: miraba a la gente a los ojos, escuchaba sus historias; se reía de sus chistes, y se reía de verdad… Se divertía, caía bien a todo el mundo y, por extensión, también yo. Siempre que teníamos que cerrar un trato importante, si conseguía reunir al tipo en cuestión y a su esposa con Jessica y conmigo, ya estaba en el bote.

»Se mantenía constantemente pendiente de todo: la política de la oficina, los tratos, y juntos trazábamos estrategias de acción. Y era agradable. No parecía diseñar un plan de ataque. No me agobiaba. Éramos compañeros, y siempre me hizo sentir como si yo fuera el líder, como si yo encontrara el camino que me llevaba a la cumbre y ella sólo estuviera allí para llevar la botella de agua.

– Una esposa puede ser una gran ayuda -dice él.

– Creo que quería que me fueran bien las cosas debido a su pasado -le explico-. Su padre murió y los dejó endeudados hasta las cejas; perdieron su casa y tuvieron que instalarse en un bungalow de alquiler en una granja de productos lácteos. Junto al establo. Ella, su madre y su hermano mayor trabajaban para un hombre que sólo quería tirársela y les pagaba una mierda. Se alimentaban a base de sándwiches con ketchup y llevaban tres capas de ropa para no pasar frío en invierno.