Me esperaba en el H2, agachada en el asiento trasero para que nadie la viera irse conmigo.
El coto es una zona grande en forma rectangular llena de árboles y de riachuelos que surcan el terreno de norte a sur. En el cuadrante sudoeste, sobre una de las largas y estrechas colinas, estaba el refugio oeste. Al final de la zona oeste y al sur de la colina había un profundo pantano. Alrededor de la orilla avanzaba un sendero lodoso frecuentado por ciervos.
Cuando llegamos al refugio, Jessica señaló en dirección a la arboleda y dijo:
– Escóndete ahí. Cuando entre, te acercas y esperas a uno de los lados.
Se trataba del punto de mira de James, construido en las ramas de un viejo abedul que crecía frente al viejo refugio. Una caseta de madera, de dos metros por uno y medio, pintada de verde militar y construida a tres metros y medio del suelo, en el árbol. Resultaba invisible desde la carretera, pero en la caseta disfrutaría de una vista perfecta del sendero que llevaba al refugio.
Entramos, y Jessica insistió en que encendiera un fuego.
– Como si lleváramos un rato aquí, esperando -dijo ella.
La intimidad que se respiraba me excitó, y me pregunté si lo hacía a propósito.
Supe que sí cuando dijo:
– Olvídate de lo que intentó hacerme en Sandy Beach. Esto es por nosotros. Por nuestra familia. Si no lo logras, estamos muertos. Peor que muertos -añadió.
Asentí, intentando deshacer el nudo que se me había formado en la garganta. Discutimos sobre si debía o no dispararle de cerca; al final ella cedió y admitió que sería mejor que lo hiciera a una cierta distancia. No quería verle la cara. No era capaz.
– Entonces quédate en la puta caseta, pero no falles. Vete -dijo ella. Me besó con pasión antes de empujarme hacia la puerta-. Y mantente agachado.
La caseta del árbol no estaba ni a treinta metros del sendero: era un disparo fácil para cualquiera. Se suponía que debía esperar hasta que saliera. Ella hablaría con él, y se aseguraría de que había traído el USB. Si lo llevaba encima, ella encendería la luz del porche cuando Ben saliera.
Entonces debía disparar.
El sol ya adquiría tonalidades rojizas e iniciaba su descenso entre la negra telaraña de árboles que bordeaban la montaña de enfrente.
Mientras caminaba por el sendero, el único ruido del bosque eran las crujientes pisadas de mis botas.
Subí por la escalerilla y me agaché sobre el mullido asiento; jadeaba, pero estaba tranquilo. Esperé, consciente de que tendrían que transcurrir al menos veinte minutos antes de que el bosque reviviera con el sonido de los castores y ardillas en busca de comida, de que un salto lejano indicara que la primera liebre salía de su madriguera secreta para bajar al pantano.
Empecé a desentrañar lo que pasaba de la misma forma en que uno desenreda un sedal de pesca, partiendo de un pequeño nudo sólo para descubrir que era una pequeña porción de un problema mucho mayor. No sentí ni el menor asomo de esa tranquilidad que entraña sentarse a solas en el bosque. Ninguna conexión con el mundo natural. Flotaba en él, pero como parte de algo retorcido y oscuro.
Cuando oí el ruido de un coche que hacía saltar la grava el corazón pareció querer salírseme del pecho y bombeó adrenalina como un radiador con una fuga. Me costaba respirar y me temblaban las sienes. Me agaché y permanecí inmóvil, esforzándome por sofocar los jadeos.
Al ver el Lexus blanco que pasó junto a la caseta, el estómago me dio un vuelco. Ben se apeó del coche, con las manos en los bolsillos de un abrigo de pana y se metió en el interior del pequeño refugio. Apretaba la mandíbula y bajo su mata de pelo rubio se apreciaba una mirada de enojo. Volví al asiento y apoyé el rifle en la baranda de la caseta; busqué el punto del láser y lo clavé en la puerta principal.
No aparté la vista ni un segundo y pasé lo que me pareció una eternidad deseando que la luz del porche siguiera apagada para siempre. Pero cuando se abrió la puerta, la luz entró en acción.
Le apunté con el punto rojo, justo en el centro de su cuerpo. Ya estaba a medio camino del coche cuando Jessica salió al porche y gritó: «Hazlo, maldita sea, hazlo de una vez».
Cerré los ojos y apreté el gatillo.
45
Sentí una opresión en el pecho y noté que me faltaba el aire. Abrí los ojos lo bastante rápido para ver la pálida forma de la cara de Ben mirándome antes de que echara a correr por la carretera y se internara en el bosque.
– ¡Atrápalo! -gritó Jessica.
Estuve a punto de caerme de la caseta y perdí tanto la noción del tiempo que tardé en bajar la escalerilla. Corrí pendiente arriba, hacia el lugar de la carretera por donde se había esfumado él. En el lado opuesto, al fondo de la colina, oí los pasos de Ben que aplastaban la maleza. Quizá le había dado. Quizá no. Ruido de ramas rotas. Distinguí una sombra en movimiento y descendí a toda velocidad por el sendero, con el rifle apoyado en el hombro, buscando desesperadamente un blanco limpio.
Su silueta se dejó ver en un pequeño claro, sin árboles, a unos cien metros de distancia. Volví a disparar. La explosión fue seguida de inmediato por el intenso y súbito sonido de una bala procedente de un arma de corto calibre. Ben se tambaleó, pero enseguida volvió a incorporarse y siguió corriendo. Le disparé con frenesí, sin dejar de correr. Cuando llegó al fondo de la colina, se echó al suelo y se ocultó entre las ramas y arbustos del sendero. Se trataba de sendas usadas por los ciervos, caminos lodosos en los que sólo podías avanzar a gatas.
Llegué al lugar donde creía haberle visto desaparecer y me detuve. Apoyé las manos en las rodillas e intenté ralentizar la respiración para poder oír. Cuando terminaron los jadeos, ya no había nada. Ni grillos. Ni ranas. Los bichos pequeños se resguardaban del inminente invierno, o bien estaban muertos. A unos dos metros, árboles y maleza se fundían en la penumbra. Casi había anochecido.
Miré hacia la carretera y vi a Jessica vigilándome. Rodeé la zona de ramas: primero descendí hacia el pantano, hasta tomar la senda que bordeaba el agua, y luego subí hacia el otro lado de la montaña, donde se distinguían las siluetas oscuras de mi coche y el Lexus descapotable de Ben. Jessica corrió hacia mí, con los brazos cruzados sobre el pecho para protegerse del viento nocturno. Le salí al encuentro en el borde del camino, deteniéndome cada cuatro pasos para escuchar los ruidos de la maleza. Nada.
– ¿Dónde está Ben? -preguntó Jessica, sin aliento-. Maldita sea, ¿a qué estabas esperando?
– No lo sé -murmuré-. Estoy bastante seguro de haberle dado.
Llevaba unos guantes en los bolsillos del abrigo. Me los puse para abrir la portezuela del coche de Ben. Las luces estaban encendidas y una alarma débil sonó hasta que quité las llaves del contacto. Cerré la puerta y miré a mi alrededor. Al otro lado de la colina, entre las densas copas de los árboles, vi unos faros que bajaban por la carretera del pantano. Oí el rumor del motor. Me tragué el pánico y me quedé paralizado, conteniendo la respiración, escuchando cómo se acercaba y contemplando con los ojos muy abiertos la expresión dolida del semblante de Jessica.
Pasó de largo.
– Tienes que encontrarlo -dijo ella.
– Necesito una linterna.
– ¿Sabes cómo hacerlo?
– Sólo hay que seguir el rastro de la sangre.
Me siguió de vuelta al refugio. En su interior hallé una linterna de metal; Jessica cogió otra y regresó al sendero, situándose a medio camino de la colina. Yo no tenía claro dónde se había metido Ben, pero estaba seguro de que no andaba muy lejos. La senda descendía desde la carretera hasta el pantano y estaba llena de maleza alta.