Una voz me sobresaltó; mi gesto de sorpresa provocó un alarido de miedo en Jessica.
– Thane. Aquí Marty. ¿Thane?
Había olvidado que llevaba la radio en el bolsillo. La saqué, con manos temblorosas, y me la acerqué a la cara.
– Dime, Marty -dije, haciendo esfuerzos por tragarme la bilis.
– ¿Vienes hacia aquí? Creo que estos individuos están listos para cenar.
– Pues que empiecen. Estoy persiguiendo una buena presa.
– ¿Quieres que envíe a Adam?
– No -dije, con los ojos puestos en Jessica-. No lo hagas. Ya lo tengo. Quiero hacerlo solo. No envíes a nadie. Empezad a cenar y diles que llegaré enseguida.
– Adam podría…
– ¡Marty! ¡No hace falta!
Se produjo un silencio de medio minuto. La voz de Marty se oyó de nuevo.
– Vale. Lo siento.
Miré la hora. Eran casi las seis y media. Ya había oscurecido: las únicas luces procedían de las linternas y del tenue resplandor de la luna creciente que había surgido de repente en el cielo, al este. Desde el sendero enfoqué la maleza con la linterna. Había varias madrigueras, aberturas entre las ramas. Empecé por la que tenía más cerca y observé con atención el barro: examiné las huellas dejadas por los ciervos.
Yo no era tan buen rastreador como Bucky, ni siquiera como Adam, pero sabía que Ben no podía haberse escondido sin dejar algún rastro en el lodo. Una interrupción de las puntiagudas huellas de los ciervos. Bajé por la colina hasta la otra senda y allí lo vi enseguida. La huella de un zapato. Me agaché, linterna en mano, y vi las marcas producidas por sus rodillas; encontré una marca parcial de su mano. Entonces vi algo que me hizo dar un respingo. Cual sirope de fresa bañando un pastel de chocolate, una mancha de sangre roja resaltaba sobre el barro.
– Mira.
Volví la mirada hacia Jessica y acerqué la luz al suelo.
Estaba herido.
46
La sangre era de un color oscuro e intenso. Una herida en el pecho. Dirigí la luz de la linterna hacia la maleza circundante. Débiles sombras oscilaron, se hundieron, crecieron, para luego fundirse en la noche. Nada.
– No te muevas -susurré.
Preveía alguna protesta, pero ella se limitó a cerrar la boca y asentir.
Con el rifle en la mano derecha y la linterna en la izquierda, me metí en el laberinto de ramas y espinos. Encontré otra mancha de sangre. Y otra. El haz de luz procedente de la linterna de Jessica sobrevolaba el lugar. Mi corazón latía desbocado y el aire entraba en mis pulmones a ráfagas. Me detuve junto a cada charco para inspeccionarlo con detenimiento, diseccionar la oscuridad, en busca de la forma de un hombre agachado, o tumbado, esperando; o tal vez ya muerto.
Estaba en medio de la maleza, bajo el pequeño toldo formado por las ramas de un manzano cuando vi algo que aceleró mi respiración. Un hoyo en el barro, del tamaño de un hombre. Sangre por todas partes. Un charco de un intenso color carmesí que, en su zona más honda, me permitía hundir los dedos en él. Sentí su calor. Dirigí la luz en todas direcciones; giré, pisoteé las ramas que me rodeaban.
Mi aliento salía en forma de bocanadas blancas. Tenía la boca seca. Estaba aquí. En algún lugar. Quizás a menos de tres metros, oculto en la penumbra. Me estremecí y volví a girarme; en esta ocasión me paré al enfocar la sombra retorcida y horizontal de un viejo tronco podrido. Un riachuelo lo atravesaba y oí el rumor del agua.
Levanté el arma, apoyando el brazo contra el tronco del manzano y, muy despacio, enfoqué con la linterna cuanto me rodeaba, a la espera de que Ben surgiera de las sombras como una codorniz.
Cinco largos minutos después, me arrodillé y avancé hacia el tronco podrido. Justo cuando rozaba la superficie húmeda con los nudillos, oí a mi espalda un ruido en la maleza. Me volví de un salto y vi su silueta, tambaleante. Se había puesto en pie y avanzaba colina abajo. Había regresado sobre sus pasos y esperado a que yo pasara. Era una buena oportunidad para éclass="underline" yo estaba aprisionado entre los arbustos, sin posibilidad de disparar.
Seguí agachado y desanduve lo andado. La presencia de Ben resultaba evidente: el ruido de su lucha contra el bosque llenaba la noche, y empezó a aullar y gemir como un demente. Se acercaba al pantano. Yo tenía que hacer algo. Me incorporé y descendí tras él.
Las ramas me hirieron en la cara y en las manos y, en algún punto del camino, perdí la linterna. Agarré el rifle con más fuerza y seguí adelante. Si me ganaba en la senda del pantano, podía llegar antes que yo a la carretera. Recordé aquel coche que había pasado un rato antes.
Pero incluso con este buen comienzo, Ben, desangrándose, no podía competir conmigo. Bajé la cabeza y embestí los arbustos. Escuché los pasos de Ben.
Estaba demasiado lejos. Nunca le atraparía.
Fue entonces cuando oí un golpe seco, como el de un bate de béisbol, y un grito. Jessica también gritó. Oí que alguien caía al pantano y avancé con más ímpetu.
Llegué cinco segundos más tarde. Jessica estaba allí, de rodillas sobre el barro, aferrada a la linterna, enfocando con ella la oscilante silueta de Ben. Alcé el rifle, respiré hondo, dejé que el punto rojo se posara en el centro de aquella sombra y disparé. Cayó, pero intentó incorporarse antes de llegar al borde del sendero y sumergirse en el pantano. Corrí.
Cuando le alcancé tenía los miembros inmóviles. Sólo se le movía el pecho. Su pelo, y su ropa, estaban llenos de lodo y de sangre. Tenía los ojos en blanco y muy abiertos, llenos de terror. Algo empezó a brillar bajo la luz de la luna. Lágrimas.
– Le tengo -dijo Jessica, respirando con dificultad.
Me mostró la linterna: el borde presentaba restos de cabellos rubios y sangre.
Me acerqué. La cara de Ben estaba ensangrentada. Sus manos se agarraban la parte derecha de las costillas. Entre los dedos manaban ríos de sangre, que reptaban hacia las aguas del pantano.
– Dios… -dijo él.
Su voz ronca tenía un deje de histeria.
Se le escapó un sollozo. Un gemido estrangulado.
– Eres mi amigo…
Sus palabras apenas se entendían.
Estaba a menos de un metro de él y tenía el rifle apuntándole al centro del pecho. El rifle empezó a temblar; se me nubló la vista y me estremecí: mis sollozos se unieron a los suyos.
No sé cuánto tiempo estuve así antes de percatarme de que ella estaba a mi lado. Su mano me cogió el brazo.
– Hazlo -dijo ella, clavando los dedos hasta tocar el hueso.
Negué con la cabeza y me encomendé a Dios.
Apreté el gatillo.
47
Exhalo el aire de mis pulmones.
Me mira. Se ha llevado los dedos a la barba. La acaricia.
– ¿Qué pasa? -digo por fin.
Él niega con la cabeza, como quien quiere librarse de una pesadilla.
– ¿Lo hiciste? Apretar el gatillo. ¿O fue ella?
– ¿Tiene alguna importancia?
– No -dice él-. Supongo que no.
– Deje que le haga una pregunta: ¿un amigo intentaría ligar con tu mujer? ¿Desenterraría mierda para contársela a la poli?
– No soy quién para juzgar.
– ¿No? Pues su cara dice otra cosa.
– Sigue. Te sentará bien sacarlo todo.
Suspiro.
– ¿Qué más da? ¿Fue ella, yo? ¿Los dos? Lo que sé es que Jessica tenía un plan. Yo la seguí hasta allí y supongo que no pude parar.
– ¿Ni siquiera ante la idea de matar a tu mejor amigo?