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– ¿Y qué significa eso?

– Tenemos que arreglar las cosas. No pueden seguir así.

– ¿Así cómo?

– Hay miembros de la junta que piden un cambio -dijo Mike-. Se nos acaba el tiempo.

– De acuerdo -asentí. Me levanté-. Que se salgan con la suya. Deja que cualquiera de esos pavos de peluche dirija el asunto. Pon a Ben en mi lugar.

– ¿Por qué nombras a Ben? -preguntó él, con una expresión de curiosidad.

Sentí una corriente eléctrica que me surcaba el estómago, como si él lo supiera.

– Él es el puto problema aquí. ¿Qué ha hecho para ayudar? Se supone que debería estar en la obra, no corriendo por los despachos. Te dije que lo despidieras. Te negaste. Ahora estoy jodido.

– Es fácil -dijo él. Extendió las manos, con las palmas bocabajo como si fuera a levitar. Después les dio la vuelta-. Tenemos que hacerlo mejor. Eso es todo. Imagina que estás ante un entrenador. ¿Qué hacías cuando te gritaba? ¿Te largabas?

– No estoy tirando la toalla, Mike. Sólo quiero que sepan cómo van las cosas. Que se lo quede si es lo que prefiere. Así veremos qué consiguen ellos.

Mike apoyó las manos en la mesa y fijó la vista en el vaso.

– Thane… No me ocultas nada, ¿verdad? Mira, no sería la primera vez. Pero si es así, es algo que tenemos que resolver de una vez por todas. Es algo que quiero resolver.

Le miré hasta que apartó sus pálidos ojos verdes. Era un buen hombre.

– No, Mike.

Eso le hizo feliz. Me dio una palmada en la espalda; intercambiamos varias famosas citas inspiradoras de Vince Lombardi y luego regresó a Nueva York. Mi despacho se hallaba entre la sala de juntas y el despacho de Morris. Al pasar, advertí que la mesa de mi secretaria estaba vacía. Me detuve y miré hacia dentro. Darlene estaba usando mi ordenador.

– ¿Qué haces?

Ella se sobresaltó y se llevó una mano al pecho.

– Hemos tenido problemas sincronizando la agenda de tu BlackBerry con el ordenador. Me has asustado.

Crucé la sala y arranqué el enchufe de la pared. El ordenador se apagó. Darlene frunció el ceño y retrocedió.

– No quiero que nadie toque mi ordenador -dije.

La miré hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas y salió corriendo del despacho.

Cerré de un portazo y fui a ver a Morris. Su despacho era una estancia de madera, de techos muy altos; la sala contigua al cuartel general de James. Observé aquel oscuro extremo del pasillo. Una alfombra oriental en el suelo. Fotos enmarcadas. Una cafetera desconectada.

Una sombra parpadeó.

Tragué saliva y miré hacia otro lado. Pregunté por Jim a su secretaria. Me dijo que tenía una visita. Llamé una vez y entré. Uno de, los agentes de leasing se puso de pie y le sostuvo la puerta. Jim Morris parpadeó al verme.

Lo miré fijamente.

– ¿Qué querías que dijera? -preguntó él, parpadeando de nuevo.

– ¿Qué decía siempre James? Cadena de mando.

– Dijo que sólo intentaba ayudar.

– ¿Crees que ayudó?

Alcé la voz.

Bajó la mirada y negó con la cabeza.

Suspiré y dije:

– ¿Has recibido los extras de Con Trac?

– Ahora iba a hablarte de ello. Es…

– Págalos.

Jim se rascó la nariz y se subió las gafas. Cogió la factura del montón de papeles que había en el borde de la mesa y me la mostró.

– Ya sé a cuánto asciende. Estamos metidos en un proyecto de dos billones de dólares. Se lo asignamos a Con Trac que, por cierto, era la empresa que James en persona me dijo que quería. Ahora no me queda más remedio que seguir adelante. Confío en su criterio, Jim, y estoy seguro de que tú también.

– Dentro de tres meses tenemos que proporcionar al banco un estado de cuentas. Ya lo sabes -dijo él.

Frunció el ceño.

– ¿Te crees que me he pasado todo el tiempo cazando? Los japoneses están listos para dar un paso en cuanto alguien parpadee.

– Bueno -dijo Jim, enarcando las cejas-, me alegro de que hayas pensado en ello.

– Págalo -le ordené.

Salí del despacho, pensando en el dinero, lo que me llevó a pensar en Johnny G, de manera que no prestaba mucha atención a lo que sucedía a mi alrededor cuando me metí en el Hummer para dirigirme al refugio. No me percaté de la presencia del coche del FBI hasta que se detuvo delante de mí impidiéndome el paso.

Querían hablar de Ben.

50

Bucky se despertó y oyó ruido de coches en lugar de trinos de pájaros. Se le tensó la cara, y luego el estómago. Posó la mirada en Judy. Ella estaba de espaldas, y él salió de la cama evitando la esquina del viejo colchón donde las sábanas se habían salido durante la noche. Crujió el suelo de la pequeña habitación de alquiler; él notó la áspera madera en contacto con las plantas de los pies. Al otro lado de las cortinas amarillas, cortada en diagonal por la larga rotura del cristal, estaba Main Street.

Bucky se lavó en el diminuto lavabo, luego bajó por la escalera trasera y salió del viejo edificio de ladrillo. Se sopló las manos para calentarlas, cruzó el aparcamiento y se subió al Suburban azul. Sacó el teléfono móvil, llamó a Ben y volvió a oír el buzón de voz.

– Ben -dijo después de oír la señal-, soy Buck. No tengo ni idea de lo que te ha pasado pero llámame.

Bucky colgó y llamó a las oficinas de King Corp: preguntó por Ben, pero en su extensión volvió a salirle el buzón. No paró de darle vueltas durante el resto del trayecto, y cuando llegó al refugio ya le hervía la sangre. Tecleó el código en la puerta de acceso para entregas. No funcionó.

Golpeó con el puño la cerradura de metal y luego tomó la carretera del pantano: pasó ante las ruinas de lo que había sido su casa y luego giró hacia la larga y serpenteante carretera que los novatos debían usar para llegar al refugio. Después de cruzar el puente, bajó hacia la entrada de servicio y entró por la cocina. Robin, la encargada de pastelería, palideció al verlo.

– ¿Bucky? -dijo ella.

– ¿Dónde está Adam?

Robin vaciló: sus ojos se posaron en las manos de Bucky.

– Creo que está en la bodega.

– ¿Y Thane? -preguntó Bucky.

– No lo sé. Sé que celebra algo aquí esta noche. Vienen unos políticos. Tú… Me alegro de verte, Bucky.

– Yo también -dijo Bucky.

Dio media vuelta y descendió por la escalera de piedra que llevaba a la fresca bodega.

Adam estaba inclinado sobre un estante intentando conectar un grifo a uno de los barriles. El vino tinto se derramó, mojándolo y manchando su ropa. Bucky cogió un tapón de un estante superior y arrancó el mazo de madera de manos de Adam. Sacó el grifo de un golpe, le colocó el tapón de corcho y con otro golpe contundente cerró el agujero. Adam le miraba boquiabierto; sus ojos, tras las gafas redondas, expresaban asombro. Su semblante pasó del rosa al rojo intenso, más rojo aún que las manchas de vino que salpicaban el blanco delantal que llevaba sobre la camisa de franela y los tejanos.

– Estoy buscando a Ben -dijo Bucky.

– Thane no te ha visto, ¿verdad? -preguntó Adam.

Se secó las manos en el delantal que cubría su prominente barriga.

– ¿Dónde está Ben?

Adam abrió la boca y el esfuerzo se le marcó en los pliegues del cuello, pero el único sonido que salió de su garganta fue un gemido medio ahogado.

– Deberías haberle dado a él con la grúa -dijo Bucky, señalando a Adam con el dedo índice.

– Se habría cargado mi casa -protestó Adam-. Tuve que hacerlo, Buck. De todos modos, lo habría llevado a cabo.