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Ella no me hizo caso: cerró la cremallera del neceser y volvió a dejarlo en su sitio. Hice ademán de abrir el armario, pero ella me apartó la mano de una palmada.

– ¿No puedo tomar algo para el dolor de cabeza sin que me vigiles?

Abrí el armario con fuerza y saqué el neceser. Ella intentó arrebatármelo, entre insultos. Yo me di la vuelta y ella me golpeó con los puños, pero conseguí sacar los botes de pastillas vacíos y uno donde quedaban sólo unas cuantas píldoras. Lo tiré.

Ella quiso agarrarlo, pero se le escapó y cayó al suelo. Lo recogió a toda prisa y lo apretó contra su pecho. Me miró, desafiante.

– Ve a romper los papeles -dijo ella.

– Dolor de cabeza, ¿eh? ¡Dios!

– A algunos hombres no les hace falta que sus mujeres les den permiso para mear -me espetó Jessica.

– Ya. Estás hecha polvo.

Ella me apartó de un empujón y volvió a la cama; se puso de espaldas a mí y se tapó hasta la cabeza con las sábanas. Permanecí un minuto observándola, tembloroso: sentía ganas de sacarla tirándole de los pelos pero sabía que no sería capaz. Me faltaba el aire, y en lugar de seguir encerrado opté por vestirme y subirme al coche.

Solía tardar media hora en llegar a la oficina, pero esa noche realicé el trayecto en menos tiempo. Aparqué junto al edificio y bajé del coche, atento a cualquier ruido que no fuera mi propia respiración. Para acceder al interior debía pasar un escáner visual, parecido al que había en el refugio. Entré en el ascensor. Cuando se abrieron las puertas de la tercera planta, salí y miré a mi alrededor. La escalera principal estaba iluminada, pero la mayoría de los pasillos seguían a oscuras.

El despacho de James quedaba a mi derecha y no pude evitar dirigir la mirada hacia él, como cuando ves un terrible accidente en la autopista. El corazón parecía a punto de salírseme del pecho. Quería correr, pero me obligué a caminar despacio. Al entrar en el despacho de James no me sentí mejor. Aunque eran las tres de la madrugada, persistía la sensación de que alguien me vigilaba. Apagué las luces y fui hacia la ventana. Observé la calle.

Una sombra se movió a la luz de una farola. ¿Era una persona, o sólo la rama de un árbol? Acerqué la cara al cristal, esforzándome por ver. Quienquiera que fuera, estaba fuera de mi campo visual. No era el primer cristal al que acercaba mi rostro en los últimos días. Parecía haberse convertido en un hábito.

– Imbécil -dije en voz alta.

Encendí la luz y me dispuse a registrar los archivadores, en busca de las facturas del Garden State. Tardé quince minutos, pero lo encontré: firmado por Jim, autorizado por mí. Saqué la carpeta y cerré el archivador. Sin esa prueba, Jim podía haber pagado aquellos extras por su cuenta. O bajo las órdenes de Ben.

Un ruido ronco quebró la quietud y tuve que obligarme a permanecer allí y borrar los rastros de mi presencia. Uno de los archivadores había quedado entreabierto y lo cerré con cuidado. Luego retrocedí y apagué la luz. La radio me hacía compañía y la emoción de haberme apropiado del único documento que podía probar que yo había cogido el dinero me hizo salir sin pensar en nada más. De modo que no me percaté de que unos faros me seguían hasta llegar a la autopista, a medio camino de casa.

Al doblar por la siguiente curva, me hice a un lado y apagué el motor. Era una furgoneta, que pasó de largo; permanecí sentado, con el corazón a cien por hora y las manos apretadas. Cuando desapareció por la autopista, arranqué de nuevo y me incorporé al carril. La luz de la luna y lo bien que conocía el camino me permitieron seguir sin necesidad de encender los faros. Se movía rápido. A la caza.

Pude seguir detrás, siguiendo los pilotos traseros, hasta que llegamos al pueblo. Bajaba la colina que da al centro de la ciudad cuando vi un coche de policía apostado en un callejón lateral. Frené en seco. El semáforo cambió y la furgoneta negra giró a la derecha. El poli se puso en marcha y yo seguí tras él, las manos aferradas al volante, y la carpeta a mi lado, tan importante como si fuera un cadáver. El poli giró a la derecha. Encendí los faros y le imité. Se detuvo en el centro de la ciudad, y yo seguí adelante, sin dejar de buscar rastros de la furgoneta en el espejo retrovisor.

Al llegar a casa, estaba al borde de la histeria, empapado en sudor. Abrí una cerveza y arrojé la carpeta a la chimenea; le prendí fuego y me senté a ver cómo ardía. Me bebí la cerveza, preguntándome por qué no me sentía tan bien como debía: no dejaba de recordar la furgoneta de la autopista.

Necesitaba dormir. Fui a ver cómo estaba Tommy. Dormía boca abajo, con la cabeza girada, y un reguero de saliva goteándole de la boca. Le acaricié la cara y noté que se me saltaban las lágrimas. Salí de su cuarto y fui al lavabo. El neceser estaba debajo del lavamanos. Jessica había vuelto a guardar el frasco de pastillas. Cogí una y le di la vuelta entre los dedos: una píldora blanca. Sueño.

Sin embargo no la tomé. El cansancio que sentía en el cuerpo debía de asegurarme una noche de sueño. Entré en el dormitorio. Jessica estaba profundamente dormida. Hacía calor, así que abrí la ventana y dejé que entrara un poco de aire antes de acostarme a su lado.

Entonces olí el humo.

57

Me puse en tensión. La furgoneta, las sombras, la sensación de ser vigilado… todo eso inundó mi mente, nubló mis pensamientos. De un salto llegué hasta la ventana. El olor había desaparecido, pero enseguida noté otra ráfaga: humo de cigarrillo. El viento venía del oeste.

Salí de la estancia y entré en el dormitorio vacío situado en la esquina delantera de la casa, manteniéndome pegado a las cortinas. No vi nada. Volví al dormitorio, me puse una camisa y unos tejanos, y bajé a buscar las botas y la chaqueta. Salí por el garaje y de camino agarré una pala. Me deslicé entre los árboles, intentando no ser visto, y subí hasta la parte alta del terreno siguiendo el rastro del humo.

Al llegar a la verja, me encaramé al muro de ladrillos y salté al otro lado. Si alguien me vigilaba, era probable que estuviera detrás de la valla. Avancé con cautela: iba de árbol en árbol, observando con atención la zona que tenía ante los ojos. Al alcanzar la esquina de la valla, asomé la cabeza y le vi a la luz de la luna.

Una silueta maciza, en mitad de la valla, apoyada en ella de espaldas a mí y con la cara vuelta hacia la casa. Distinguí el brillo anaranjado del cigarrillo. El nudo de mi garganta y el latido acelerado de mi corazón se convirtieron en una rabia instantánea. Al mismo tiempo estaba horrorizado, como cuando te quitas los pantalones y ves una mancha de sangre en tus nalgas.

En ese momento creí que lo sabían todo. Que mi encuentro con las brujas del FBI era una simple estratagema. Jugaban conmigo. Sabían lo de Ben, igual que sabían que había entrado en King Corp para destruir los archivos. Todo lo que había hecho quedaba al descubierto aquí y ahora. Caminé hacia él con la pala pegada a la pierna.

Estaba a tres metros de distancia cuando se giró; se le cayó el cigarrillo. En la otra mano llevaba un arma.

– ¿Russel? ¿Qué coño…?

El arma estaba apoyada en su cintura, y sus dedos intentaban quitarle el seguro. Sin pensarlo dos veces, levanté la pala y le golpeé en la sien con todas mis fuerzas. El golpe lo derribó y el arma chocó contra la valla de acero. El corte de la cabeza le llegaba hasta el rabillo del ojo, llenándolo de sangre oscura. El pecho le latía, aquejado de espasmos rápidos, y sus brazos y piernas temblaron… durante unos instantes. Emitió un último suspiro, se estremeció, y luego se le deshinchó el pecho y el aire salió despacio entre sus labios.