Выбрать главу

– Cómprale algo, mamá. Para el juego, si te lo pide. O ropa.

– ¿Estás metido en un lío? -preguntó ella.

Sus ojos se posaron en el dinero y alzó la voz por encima del ruido del televisor.

La miré desde el recibidor y le dije en voz baja: -No lo sé, mamá. Puede ser.

67

Anton se inclinó para contar el dinero de Jessica. Estaban en una pequeña farmacia, situada sobre la colina, en el centro de Secaucus. Las juntas de las baldosas del suelo estaban negras de suciedad y el lugar olía a formaldehído y a alcohol. Jessica sostenía la bolsa que contenía seis frascos de Vicodin. Con eso le bastaría, de momento.

Antes de que Anton pudiera darle el cambio, sonó el teléfono de la tienda. Él contestó, con un fuerte acento italiano.

– Para usted -dijo.

Le tendió el aparato.

Ella enarcó las cejas y se llevó el receptor al oído.

– Eso ha estado bien -dijo Johnny con voz áspera-. Muy bien. Así que se me ha ocurrido hacerte un favor.

– Creía que no debíamos hablar por teléfono -replicó ella.

– No con el tuyo, ni con el de tu maridito. Los dos echan chispas. Ahí va el favor: no vayas a tu casa, y ten cuidado con lo que dices por teléfono. Están pinchados y tienen transmisores conectados a los coches. Ya le dije a tu marido que no es de listos huir en pleno día cuando hay trabajo por hacer. Vigilad las tarjetas de crédito. Caerán sobre vosotros en cualquier momento.

– ¿Dónde se supone que debo ir? -preguntó ella.

– ¿Qué te crees, que soy un jodido consejero? Si yo fuera tú, me largaría a Suiza. Tenéis pasta allí.

El timbre de la puerta tintineó y Jessica se giró, sobresaltada. Eran sólo un par de adolescentes.

– Necesito dinero para llegar hasta allí -musitó ella.

– Sí. Es verdad.

– ¿Me ayudarás?

– No soy un puto banco.

– Necesito un coche -dijo ella.

– Eso tendrás que pagarlo. Todo tiene su precio, y si te soy sincero ahora no me apetece otra mamada, así que será mejor que pienses en algo. Te di una bolsa llena de pasta hace un par de semanas.

– Thane… -dijo ella.

– Ahí lo tienes.

– ¿Puedes conseguirme un coche ahora mismo?

– Por cien mil pavos, seguro.

Ella meditó un momento y luego dijo:

– Concédeme cinco horas… hasta las ocho. ¿Puedes hacer que alguien lo lleve a Central Park? Que vaya por la Sexta Avenida, gire dos veces a la derecha y se pare en el semáforo del principio del Literary Walk.

– ¿Qué coño es eso? -preguntó él.

– Una serie de estatuas. Shakespeare rodeado de flores. Por cien mil pavos, el tío puede comprarse un mapa.

– Eres como un grano en el culo.

– ¿Qué coche será? -preguntó ella.

Posó la mirada en Anton, hasta que éste la desvió.

– Ya veremos qué encuentro.

– ¿Y cómo lo reconoceré?

– Espera un momento.

Él cubrió el teléfono con la mano, y ella le oyó hablar con alguien.

– He conseguido un El Camino de 1986. Dorado. Llegará a Canadá sin problemas.

– A las ocho. Gracias, Johnny.

– Me debes una -dijo él, antes de colgar.

68

Pete observó a Johnny mientras éste contemplaba el teléfono.

– Mátalos a los dos -ordenó Johnny un segundo después.

– ¿Por cien mil pavos?

– No se trata del puto dinero -dijo él, con una mueca de disgusto en la cara-. Quédate con la pasta si quieres. Lo que no quiero es que este par de pijos intenten huir de los federales. Si los atrapan, hablarán. Este negocio es una mierda.

– Las mujeres siempre lo joden todo -dijo Pete.

– ¿Qué coño significa eso? -preguntó Johnny.

Sus ojos echaban chispas.

– No me refería a nada en concreto. Sólo a las mujeres en general.

– Bueno, pues ésta es lista -dijo Johnny-, así que no la jodas.

Johnny descolgó el teléfono y apoyó el dedo sobre las teclas sin marcar.

– Bueno. Lárgate.

Pete le oyó marcar un número desde la puerta. En la calle, el tiempo empeoraba. Pete se ajustó la cazadora de cuero y palpó la 357 que llevaba bajo el brazo. Necesitaba un vehículo y sabía dónde encontrarlo. Su Excursion verde estaba aparcado en la acera. El otro coche, El Camino, estaba fuera de circulación, en un garaje de Patterson. Dos guatemaltecos idiotas lo habían llevado hasta Atlanta con un par de máquinas tragaperras robadas que intentaron cargar en la parte trasera de un camión en un área de servicio de la I-95.

Pete aguardó a que el encargado del garaje moviera un par de coches que bloqueaban la salida del que quería llevarse. Una vez en él se dirigió al puente George Washington. Había un tipo que tenía una tienda de comestibles en la calle Ciento diecisiete que le debía un favor. En el espejo retrovisor el sol se fundía en un charco rojo sangre por detrás de un horizonte encapotado. Pete se quedó fascinado por el color y estuvo a punto de empotrarse contra un camión.

El tipo de la tienda de comestibles le dio a elegir entre tres pistolas. Una iba provista de un silenciador casero, una lata llena envuelta en cristal y pintada de negro. Lo habían soldado a una 380; la abrió para poder observar el tambor a la luz y revisar la juntura. Tenía buen aspecto, así que volvió a cerrarla y la guardó en una bolsa junto con una caja de balas.

Le costó dos de los grandes. El tipo se quedaba quinientos de comisión. No era un mal negocio. Él sabía que Johnny le daría la mitad de esa cantidad por un trabajo como ése.

Miró el reloj y vio que tenía tiempo de comerse unas costillas. Dos manzanas más abajo, cerca del campus de la Universidad de Columbia, había un lugar llamado Dinosaur Bar-B-Que. Pete se relamió la herida, y se dijo que soportaría el dolor de las especias a cambio del placer de degustar aquella carne. Se dirigió hacia allí, aparcó en la calle y se sentó a una mesa, solo. Lo primero que hizo fue colgarse la servilleta del cuello.

Sintió un hambre canina ante la idea de matar a aquella zorra y al imbécil de su marido. Pidió una jarra de cerveza y el plato especial de la casa, con una tira de asado.

– Parece estar hambriento -comentó la camarera.

– Y que lo diga.

69

Uno de los policías encontró un brazo. Extrajo el cuerpo de entre la tierra, y éste rodó, boca arriba. Montones de tierra cayeron por sus mejillas, de las orejas y de los grandes ojos de mirada vacía.

Bucky carraspeó y tragó saliva.

– Es él.

Un minuto después notó algo cálido que le resbalaba por la barbilla. Se había mordido el labio.

Apartó la vista de su hijo y observó el Crown Vic azul oscuro que se acercaba a toda velocidad, levantando una nube de polvo. Las agentes del FBI se pararon delante de él.

– ¿Está aquí? -preguntó la agente Lee, señalando al montón de tierra.

Bucky asintió.

– Lo siento -dijo ella.

En ese momento le sonó el móvil.

Bucky se alejó. Abrió la puerta de la furgoneta, pero tardó un momento en subir. La agente Lee hablaba en un tono lo bastante alto como para que la oyera. Informaba a su gente de que creían tener otro y que mantuvieran la vigilancia. Cerró el teléfono y se dirigió al coche.

– Va por carreteras secundarias destino a Nueva York -le dijo a su compañera-. Ella le ha llamado desde algún lugar de Secaucus. Creo que él tiene el dinero y ella un plan. Ha quedado con él en su lugar especial de Central Park.

– Ya les daremos nosotros algo especial -dijo la agente Rooks.