Ben estaba dentro, vestido con tejanos y casco.
Abrió los brazos al verme. Nos abrazamos, entre risas y palmadas en la espalda.
– Deberías haber visto la cara de Johnny -dijo Ben. Sus huesudas mejillas aparecían enrojecidas bajo las gafas rectangulares. Tenía los ojos de un azul nítido-. Creí que le estallaba una vena del cuello.
– No tendremos tanta suerte.
– Ya casi está todo -dijo él, alzando la voz para que resultara audible por encima del ruido de un helicóptero vacío que despegaba en busca de la última carga.
– Justo a tiempo -dije-. Mira eso.
Densas nubes oscuras avanzaban amenazantes por el oeste. Un viento gélido levantaba polvo y suciedad.
Mientras realizábamos el inventario del acero, el sol se ocultó detrás de las nubes y el cielo se ensombreció. La lluvia empezó a caer sobre nosotros, pero esperamos a que los trabajadores hubieran terminado antes de montarnos en el camión y dirigirnos a la puerta. Los ojos del guardia de seguridad estuvieron a punto de salirse de sus órbitas y se frotó las manos, como si se las lavara. Nos hizo señas frenéticas para que nos detuviéramos y se acercó al Escalade.
– Unos tipos han preguntado por ustedes -dijo-. Creí que debían saberlo. Uno de ellos tenía algo en el labio. Me dijeron que ustedes tenían hijos, y yo… bueno, pensé que no era asunto mío, ni de ellos, pero los tíos se limitaron a sonreír antes de montarse en un Suburban negro y largarse.
Le dije que no se preocupara, le di las gracias y subí la ventanilla. El primer rumor del trueno resonó en el cielo.
– ¿Qué quieres hacer? -le pregunté a Ben.
– ¿Qué opciones tenemos?
– Ya -dije, levantando el pie del freno-. Son sólo tácticas asquerosas para meter miedo. Típicas de ellos, como los bates de béisbol.
– Eso espero -dijo Ben.
Clavó la mirada en la carretera gris mojada, preocupado. Tenía motivos para estarlo.
6
Me sentí como si escapara de algo, como un adolescente que acaba de gastarle una broma a alguien. Tomamos la autopista norte en dirección a la Carretera 17, atravesando por el camino los montes Catskill, de vuelta a casa. Los relámpagos centelleaban en el cielo y la niebla se elevaba por encima de los árboles. La radio emitía noticias, pero el ruido de la lluvia sobre el parabrisas era tan fuerte que tuve que subir el volumen.
Una noticia de última hora en Monticello. Habían hallado a un hombre llamado Milo Peterman con tres tiros en la cabeza. La policía lo atribuía a un ajuste de cuentas entre bandas.
– Para -dijo Ben, agarrando la manecilla de la puerta.
Su rostro estaba lívido.
Estacioné en la cuneta. Ben se inclinó hacia fuera y vomitó. Después cerró la puerta y se secó los labios con el dorso de la manga. Estaba empapado. Su pelo rubio y liso se le había pegado a las sienes y los mechones del flequillo le rozaban las gafas rectangulares. Mantuvo la mirada al frente y me dijo en voz baja que siguiera adelante.
Eché un vistazo por el espejo retrovisor, agarré el volante y volví a incorporarme a la carretera mojada por la lluvia. Milo tenía una casita de pesca en Monticello. Una noche nos preparó unas hamburguesas a Ben y a mí, las comimos en el porche que daba a un arroyo rico en truchas. Lo único que tenía para beber era sangría. Seguí conduciendo en silencio, hasta que no aguanté más y dije:
– La última vez que te vi tan mojado fue aquella Nochevieja en Palm Beach.
Eso le hizo sonreír. Habíamos sido compañeros de cuarto, y también del equipo de rugby. La familia de Ben tenía una casa en Palm Beach. Yo nunca había estado más allá de Birmingham y él me llevó a pasar las vacaciones a su casa de las afueras en nuestro primer año de universidad.
– Esas mujeres eran tan tristes -dijo él, refiriéndose a aquella noche en que cerramos uno de los bares del pueblo, ambos con muchas copas de más y con las hormonas en salvaje ebullición.
– No estaban mal.
– Por ser las tres de la madrugada -dijo él-. Debían de tener más de cuarenta años.
Nos las llevamos a casa, un gran caserón situado en la playa. Yo entraba con una en el dormitorio principal cuando oímos a Ben caerse a la piscina. Estaba tan borracho que me apresuré a saltar al agua por el balcón para salvarlo.
Sonreímos hasta que el recuerdo se desvaneció.
– Milo -dijo Ben, negando con la cabeza-. Mierda.
– Nunca te fíes de un hombre que bebe sangría.
– No tiene gracia.
– No he dicho que la tuviera.
– Tenía algún trato con el sindicato a nuestras espaldas -dijo Ben-. Sí, nos consiguió los permisos, pero apuesto a que era él quien lograba que el sindicato fuera siempre dos pasos por delante de nosotros. Estaban al tanto de todos nuestros movimientos. Hemos tardado un año en tenerlo todo listo.
– Se presentó en la obra -dije, mirando de reojo a Ben.
– ¿Por qué coño no me lo habías dicho?
– La verdad es que tampoco le di más importancia. Fue algo raro. Estaba mosqueado, pero era perro viejo. Pensé que se había cabreado porque le gustaba meter la nariz en todo.
– A eso me refería -dijo Ben-. No le dijimos nada de los Sikorsky.
– Así que cuando transportamos el acero por encima de sus cabezas, llegaron a la conclusión de que Milo se la había jugado.
– La verdad -dijo Ben- es que tanto Milo, como su Rolex Presidential y su cabello graso pueden irse a la mierda. Lo que me acojona es que puedan aparecer y llevarse a nuestros hijos. Dios.
– Tus hijos están en Palo Alto -repuse, y lo lamenté al instante.
La esposa de Ben se los había llevado con ella hacía un año.
– ¿Quién es capaz de hablar así de los hijos de alguien?
– Alguien que intenta asustarte -dije, fingiendo más valor del que en realidad tenía.
Pensé en Tommy y Jessica, que estaban en casa. Pisé el acelerador.
– Ese Johnny -dijo Ben-. Lo llaman jefe, pero no dirige todo el sindicato, ¿no?
– Es el tesorero para las pensiones, o algo así -contesté-. Según James, la familia Buffalino lo tiene en alta estima.
Entonces vi unas luces que se acercaban a nosotros desde atrás. Aceleré aún más, sin apartar la vista del retrovisor.
– ¿Qué haces? -preguntó Ben. Miró hacia atrás-. Mierda.
Los faros se acercaban. La aguja roja del velocímetro pasaba de ciento veinte y mis manos sudorosas resbalaban sobre el volante. La lluvia apenas me dejaba ver. Las luces ya estaban cerca. Era un Suburban negro. Distinguí la forma de dos cabezas tras el parabrisas. Pensé en Milo. Muerto.
Nos embistieron por detrás. Mi corazón parecía a punto de salirse de las costillas, y agarré el volante con tanta fuerza que no sentía las manos. El pie se me fue directo al freno, pero acto seguido pensé que lo que debía hacer era acelerar.
Ben apoyó las manos en el salpicadero.
Salimos disparados y sentí ese escalofrío que uno nota cuando corre por el campo con la pelota debajo del brazo. Mi coche tenía un motor potente, capaz de correr. Doblé la siguiente curva y me pareció que las ruedas derrapaban, pero reduje la velocidad sólo un poco, lo suficiente para evitar volcar.
– ¡Mierda, frena! -gritó Ben por encima del ruido de la lluvia.
No le hice caso. Volví a pisar a fondo el acelerador. Aunque la densa lluvia apenas me dejaba ver la carretera, sabía que los tenía pegados a los talones. Me concentré en la línea blanca, al final del rayo de luz que desprendían los faros de mi coche. Me sudaban las manos y me aferré al volante.
– ¡Joder! -exclamó Ben.
Ni siquiera respondí. Llegamos a un tramo recto y la furgoneta no tardó en ponerse a nuestro lado. Eché un vistazo rápido y vi una cara, pálida como la luna, que me miraba. Matones del sindicato que no conocía, pero no podían ser otra cosa. Supe lo que pensaban hacer un instante antes de que lo llevaran a cabo.