– Es un espacio enorme.
– Unas cuatrocientas hectáreas de bosques, túneles y estanques.
Las puertas del coche se cerraron y ambas salieron echando chispas. Bucky esperó hasta que estuvieron en la carretera principal para poner en marcha su furgoneta. Buscó en el asiento de atrás. Palpó el rifle de caza con mira telescópica y la caja de municiones. Estaba llena. Así se ahorraría una parada.
Salió a la carretera y se metió en la Ruta 41, en dirección a Nueva York.
Sabía muy bien cómo se habían conocido.
70
Sabía que me pisaban los talones. Era más un presentimiento que una certeza. La verdad es que nunca los pillé en un renuncio: sólo advertía la presencia de unos faros que siempre parecían mantenerse a una distancia de cuatrocientos metros, sin importar la velocidad que yo llevara. Se me ocurrió la posibilidad de que hubieran colocado un transmisor en el H2, y me planteé si debía pararme a buscarlo. ¿Dónde podría estar? ¿Debajo del chasis? ¿Detrás del parachoques?
En cualquier sitio.
Necesitaba un plan. Podrían haberme detenido en cualquier momento, pero no lo habían hecho. Querían algo más. ¿A ella? Fuera lo que fuera, tenía la sensación de que no disponía de mucho tiempo. Aparqué y repasé el mapa, en busca del camino más rápido para la I-84. No tenía ningún sentido zigzaguear si me tenían localizado.
Tenía que llegar hasta ella. Yo llevaba el dinero. Ella tenía el plan. Si no conseguía despistarlos durante el trayecto, es que no merecía escapar. Tomé el puente George Washington, maravillado ante aquel universo de luces. Un universo de posibilidades. El lugar perfecto para perderse. Cogí la autopista Henry Hudson y salí en la calle Setenta y nueve. Fui en dirección norte, unas tres manzanas, hasta que cambió un semáforo. Me detuve y salí corriendo del Hummer. Lo dejé en marcha.
Me fundí entre la multitud y el olor a comida rápida. Gente que se dirigía hacia los restaurantes de la avenida; miré a mi espalda y bajé por la calle Ochenta y cinco. Corrí con todas mis fuerzas hasta cruzar Central Park West, y desaparecí entre las sombras oscuras de los árboles. Me agaché detrás de un enorme arce y observé, con las manos apoyadas en la basta corteza. Recuperé el aliento poco a poco.
Pasaban transeúntes vestidos con largos abrigos. Taxis. Limusinas. Unos cuantos vehículos. Nadie corría. Nadie me seguía. Quince minutos después, un coche oficial negro con dos individuos ataviados con trajes bajó despacio por la avenida. Los hombres observaban el paseo. Agentes. No tenían ni idea de que yo me regocijaba de mi triunfo.
Me volví hacia el epicentro de la oscuridad y me dirigí al lugar donde sabía que ella me esperaba.
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En Binghamton había una tienda del ejército y un Home Depot en la misma calle. Bucky se paró a comprar un abrigo verde largo, un tabardo de oficial sin rango. Lana gruesa que pudiera ocultar un arma de fuego. En el Home Depot adquirió una sierra y una lima de punta redonda. Una vez en la furgoneta, serró la parte negra y sintética de la culata y luego usó la lima para suavizar los bordes. El cañón del arma era lo bastante corto, un cañón de postas especialmente pensado para la caza del ciervo, y fácil de manejar.
Con la ayuda del cuchillo hizo un corte en el bolsillo del abrigo para poder agarrar el arma sin despertar la menor sospecha. Se reincorporó a la autopista y llamó a Judy, para advertirla que tardaría en volver.
– ¿Le has encontrado? -preguntó ella.
Había estado llorando.
Bucky no contestó.
– ¡Dios mío! -exclamó Judy.
– Ya hablaremos cuando vuelva.
– Bucky, ¿qué vas a hacer?
– Lo que pueda -dijo él-. Voy a colgar.
Y lo hizo.
Se tironeó del bigote y condujo en silencio, con la ventanilla bajada para que le diera el aire. Controló la velocidad entre vehículos que avanzaban más rápido: no podía arriesgarse a que le pararan con un arma encima.
Al llegar a la gran ciudad encontró aparcamiento en la calle que daba al extremo norte del lado oeste de Central Park. Dejó el arma en el suelo de la parte de atrás y se dirigió a un quiosco, para comprar un mapa. También adquirió una botella de agua y un sándwich de ternera que casi le hizo vomitar. No estaba seguro si las náuseas se las había provocado la ternera o el hedor que salía de una boca de metro.
Sentado en la furgoneta, bajo la tenue luz, maldijo el mapa. El Literary Walk era un lugar enorme. Casi doscientos metros. Tal vez medio kilómetro. Había estatuas por todo el paseo. Sabía que Thane le había comentado algo sobre una en concreto, pero nunca llegó a saber a cuál se refería.
No podía hacer otra cosa. Se puso el abrigo verde, metió cinco balas en el tambor del rifle y se lo guardó bajo el abrigo. Se metió otras cinco en el bolsillo y salió al paseo. A la luz de una farola volvió a examinar el mapa para averiguar dónde se hallaba exactamente; luego echó un vistazo a su alrededor antes de saltar un muro de piedra bajo. Quería ocultarse en el bosque, donde podría mear como un hombre.
El entorno tenía algo de fantasmagórico: el olor de los árboles y las hojas, y los crujidos nocturnos de los mapaches, combinados con el brillo artificial de las luces y los edificios de hormigón que se cernían sobre las copas de los árboles sin hojas. Oyó el ruido de una cascada y se dirigió hacia ella, fascinado ante aquella nítida corriente de agua en pleno centro de una ciudad rancia. Miró la hora. Eran poco más de las siete, y se concedió un minuto, al borde del agua, para rezar una oración en memoria de su hijo.
Se acercó a la larga y profunda fila de olmos. Fue allí donde dio con una estatua que le hizo detenerse.
Se llamaba Águilas y presa.
Contempló las aves de bronce. Las garras de dos de ellas destrozaban el cuerpo muerto de una cabra. Rezó una segunda oración, para pedir a Dios que le diera puntería para acabar con la vida del hombre que había matado a su hijo.
El paseo seguía por la orilla del estanque, ante una gran fuente y a través de un túnel de ladrillo que surcaba la carretera; luego ascendía por unos escalones y descendía por otra galería arbolada, de doce metros de ancho, que culminaba en una pequeña glorieta donde la estatua de Shakespeare contemplaba las almas inferiores de los humanos.
Bucky recorrió todo el camino y se situó en lo que decidió que debía de ser el centro. Desde allí fue caminando, arriba y abajo, volviendo al principio o llegando hasta el final; seguía su instinto, que pocas veces le había fallado.
72
Se me ocurrió que el encuentro en el mismo lugar donde nos conocimos suponía una vuelta completa. Pero desde la espesura de los árboles me percaté de que el banco donde la vi por vez primera estaba vacío, a excepción de las sombras de las retorcidas ramas. Crucé el sendero y vi una silueta oscura hacia el norte; se alejaba. Pese a ello, me apresuré a seguir adelante amparándome en las sombras.
La encontré fuera del sendero, sentada en un montículo de rocas negras. Se abrazaba las rodillas y se balanceaba despacio, de forma desigual. Al acercarme, con la vista alerta, la oí cantar en voz baja para sus adentros.
Subí por la cornisa de rocas hasta llegar a ella, y entonces vi por qué se abrazaba. Bajo el fino abrigo llevaba un vestido y la hierba tenía una capa de escarcha blanca.
La llamé, ella se volvió y avanzó hacia mí con los brazos abiertos. La abracé con fuerza y nos besamos. Cuando se apartó noté el gélido tacto de sus manos en mi rostro.
– El dinero -dijo ella-. ¿Tienes el dinero?
Descargué la bolsa que llevaba sobre los hombros. Mis ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y vi que los suyos estaban hinchados, pero a la vez húmedos, casi brillantes bajo el brillo pálido del cielo de la ciudad.