El chico se tapó la nariz y entrecerró los ojos.
– Huele a bicho muerto, o algo así -dijo el hombre, cubriéndose la cara con la mano.
La estancia estaba llena de cajas: montañas de ellas que ascendían hasta los tres metros, la mitad de la distancia que separaba el techo.
– Mire -dijo el chico, resiguiendo con el dedo el borde de una de las cajas más grandes-. Subzero es buena marca, ¿no?
El hombre echó un vistazo a las cajas. Porcelana Lamode. Estatuillas Lalique. Material que era como oro si podías sacarlo del muelle de Newark.
Había aparatos electrónicos, utensilios de cocina, muebles, maletas, ropa. Todo nuevo, en cajas flamantes. Se abrieron paso entre el laberinto de estrechos pasillos, que le recordaron las callejuelas que habían atravesado en Como. Una habitación más pequeña estaba llena de zapatos y bolsos Prada. Gucci. Louis Vuitton. Incluso el hombre había oído hablar de esas marcas. Otra rebosaba cajas de comida: la mayor parte eran latas, algunas estaban abiertas. Melocotón. Espaguetis. Sopa. Pudín.
– ¿Qué coño es esto? -preguntó el hombre.
Cuanto más se internaban en el palacio, más fuerte era el olor. El hombre se llevó la manga a la cara, intentando sofocarlo.
Una puerta daba a unas escaleras que descendían al sótano. El hedor que salía de allí era insoportable. El hombre asomó la cabeza, pero las náuseas le hicieron retroceder y chocó contra el chico.
Se alejaron y doblaron por una esquina, donde encontraron una gran escalera de caracol que subía a los pisos superiores. Había un rastro de suciedad en mitad de la moqueta, de un verde desvaído, y optaron por seguirlo. Arriba había menos cajas, pero las habitaciones resultaban poco acogedoras: llenas de muebles polvorientos que al hombre le recordaron la buhardilla que tenía su abuela en Howard Beach.
Hacia el final del pasillo, los dormitorios a ambos lados estaban atestados de periódicos y catálogos. Parecía una planta de reciclaje, con papeles por todo el suelo; montañas que llegaban hasta el pasillo y sólo dejaban un estrecho pasadizo que conducía al dormitorio principal.
El olor se hizo más penetrante, pero era distinto del que flotaba en el sótano. Era el hedor amargo a ser humano, ácido, acre, pero no tan desagradable como el de abajo. El hombre creyó oír a alguien que balbuceaba y sacó la navaja. El corazón le latía desbocado. Parecía estar viviendo una película de terror.
Apartó al chaval y agarró la manecilla dorada de la puerta.
Estaba cerrada.
El sonido sofocado que procedía del otro lado de la puerta creció durante un instante; luego se hizo el silencio.
Dio un paso atrás y golpeó la puerta con el pie. Ésta se abrió y, debido al impulso, volvió a cerrarse; sólo tuvieron tiempo de distinguir una mata de pelo revuelto y un edredón blanco.
Jessica yacía en la cama, boca arriba; tenía la piel lívida y los ojos vidriosos. Le temblaban los labios. Su cabello estaba revuelto y sucio. En los brazos, esqueléticos, resaltaban las venas verdosas y diminutas marcas de pinchazos. Una jeringuilla llena de heroína le colgaba de la carne. Sus huesos menudos rozaban la colcha sucia.
El hombre respiró por la boca y se acercó a la cama. Apoyó una mano en su frente y le rajó un lado de la garganta. La arteria escupió sangre. Ella cerró los ojos y sonrió. Había algo en esa cara que hizo que el hombre sintiera ganas de machacarla con algo, pero cuando se apoderó de la lámpara de mármol de la mesita, ella ya estaba muerta.
76
Aparto la mirada para hacerle saber que he concluido, evocando aquel día de invierno, en el patio, cuando oí por primera vez la historia que me contó aquí un tipo, encerrado por atraco a mano armada, cuyo primo tenía contactos en el sindicato.
– Lo siento -dice el psiquiatra.
– Ya, bueno.
– ¿Eso te preocupa?
– ¿Ellos?
– ¿Temes por tu hijo? ¿Por ti?
– No se molestan en atacar a los críos. Y nunca han dado con alguien que haya entrado en el programa de protección de testigos. Te garantizan la seguridad al cien por cien.
– Eso he oído -dice él. Respira hondo, da una palmada sobre la mesa y se levanta-. Bueno…
– ¿Ya estoy curado?
– Has hecho las paces con lo ocurrido. La mayoría de la gente no llega a conseguirlo.
Me tiende la mano. Se la estrecho y sonreímos.
Mi celda está vacía. Preparada para el siguiente desgraciado. Dos agentes federales de protección de testigos llegan por la tarde. Me miran como si fuera algo que se les ha pegado al zapato y me entregan un dossier sobre quién soy. Tengo un pasado. Un tío con un ojo de cristal. Una madre originaria de Dublín. Un collie con el que crecí. Una pequeña historia que encaja.
Me suben a un pequeño avión privado y despegamos en dirección al oeste. Me han encontrado un empleo en una ferretería a las afueras de la ciudad de Bozeman, en Montana. Yo había estudiado algo de electrónica en el instituto y el empleo me pareció el más adecuado de las opciones que me dieron a escoger. Todo es bastante cutre. Un rancho de dos habitaciones situado al final de un camino de tierra. Un Chevrolet verde de cuatro puertas. No puedo ir a la misma tienda más de una vez al mes.
El agente corpulento con el pelo cortado al uno, Karp, se quedará una temporada conmigo. Todo un regalo: ver ese semblante pálido fijo en la televisión cada día, cuando vuelva a casa. Y el modo en que respira por la nariz, emitiendo un leve silbido, mientras engullimos la cena congelada en tomo a una pequeña mesa de formica en la cocina.
La noche antes de que se marche, le encuentro en el porche, observando los relámpagos. El viento sacude su camisa de franela. Tiene las manos en los bolsillos.
– ¿Esta mierda funciona? -pregunto.
Me mira y esboza una sonrisa que se esfuma en un segundo. Asiente con la cabeza.
– ¿Nunca han pillado a nadie?
– Es imposible -dice él-. En ocasiones lamento decirlo.
– ¿Porque eso es lo que merecemos?
Me mira a los ojos; luego se encoge de hombros.
– Un trato es un trato. Y nosotros siempre cumplimos con nuestra parte. Ésa es la diferencia.
Me aparta y entra en la casa.
– Ha sido un placer conocerle -digo, en un tono tan bajo que no puede oírlo.
Y, sin embargo, echo de menos su compañía cuando se marcha. Me han advertido acerca de las relaciones. Los amigos están prohibidos. Se admiten mujeres, siempre que no estén casadas. Mantengo los ojos abiertos en busca de una soltera, pero Bozeman no es una gran ciudad y no se me permite unirme a organizaciones donde podría encontrar una.
Pero siempre me queda el bosque. Tengo uno al final del sendero. Un bosque que se extiende hasta las montañas. Bosques habitados por ciervos y osos.
Voy a Wal-Mart y miro los rifles. Me siento tentado de coger uno, pero al final cambio de opinión y me decido por un arco. Oigo cómo el dependiente me habla del alce. Me hierve un poco la sangre y compro una diana para colocarla en el patio de casa, y unos protectores redondos para las flechas.
El trabajo en la ferretería me deja tiempo para otras cosas. Me he comprado un libro de cocina y practico un poco. ¿Que si pienso en ella? Claro. Pero es él quien ocupa la mayor parte de mis pensamientos: espero que esté en la universidad. Sé que tiene suficiente dinero para lograrlo y me pregunto si me recuerda con el mismo cariño que yo y si volveré a verle algún día.