Cuando las noches se vuelven realmente frías ya he practicado lo suficiente con el arco como para salir al bosque. Monto varias casetas por donde sé que se mueve la caza, tanto al amanecer como al anochecer. El punto de vigilancia más alejado está encaramado a un haya alta, junto a un estrecho riachuelo. Un día que salgo pronto del trabajo voy hacia allí.
Me quedo dormido en la caseta, esperando. Cuando me despierto ya es demasiado oscuro para cazar. La ardilla voladora que veo de vez en cuando se frota las patas antes de saltar, abriendo las alas y sumergiéndose en la penumbra.
El corazón se me detiene al oír una rama que se rompe.
– ¿Hay alguien?
Se me seca la boca y me recorre un escalofrío. Bajo corriendo y me agacho junto al riachuelo. Soy consciente del entorno que me rodea. El olor húmedo del aire y de los árboles. El sonido del agua. La noche negra. Y sé que no estoy solo. Inmóvil, observo las sombras difusas que se dibujan a mi espalda; siento náuseas, el miedo me recorre la sangre. Noto un atisbo de movimiento y oigo un débil sonido metálico.
Un resplandor anaranjado ilumina los árboles, y el pecho me arde durante un instante, antes de que se me corte el aliento. Clavo los dedos en la tierra húmeda y piso hojas muertas con los talones de las botas. Algo cálido me llena la boca y gotea por mi mejilla, mientras el resto de mi cuerpo se enfría.
La sombra negra de un hombre salta el riachuelo y se cierne sobre mí. Enciende una linterna y su luz me ciega. Observa la herida abierta que tengo en el pecho. Carraspea. El haz de luz enfoca el suelo. Distingo el bigote largo y caído. Los ojos tristes y oscuros. Ojos de mirada vacía que me recuerdan a los míos cuando pienso en mi hijo mientras me afeito… En el hijo que nunca veré.
Las pilas de la linterna hacen ruido cuando él la deposita sobre el tambor del gran rifle. Cuando lo levanta, pierdo de vista su rostro.
Lo único que veo ahora es esa fría luz cegadora. Y, a su alrededor, sólo… oscuridad.
AGRADECIMIENTOS
Durante la escritura de todos mis libros siempre hay personas que me ayudan en momentos esenciales del camino, y me gustaría aprovechar este espacio para darles las gracias:
A Esther Newberg, la mejor agente del mundo y una amiga fiel, por sus conocimientos. A Ace Atkins, ese amigo en quien confío, brillante y lleno de talento, por su atenta lectura y sus fantásticas ideas. A Jamie Raab, mi editor, quien pulió esta historia con una inspiración y creatividad sin igual. Y a las mujeres que trabajan para éclass="underline" Frances Jalet-Miller y Kristen Weber, además de a mis amigos de Warner Books, Larry Kirshbaum, quien ya no se halla en la empresa pero que, junto con Rick Wolff, me concedió una oportunidad; Maureen Egen, Chris Barba y su equipo de comerciales, los mejores del mundo; Emi Battaglia; Karen Torres; Martha Otis; Paul Kirschner; Flag Tonuzi; Jim Spivey; Mari Okuda; Fred Chase, y Tina Andreadis, a quien todos echaremos de menos.
A mis padres, Dick y Judy Green, quienes me enseñaron a leer y a amar los libros, y se pasaron muchas horas repasando este manuscrito hasta hacerlo brillar.
Un agradecimiento especial para el antiguo agente del FBI John Gamel, que me ayudó a comprender el funcionamiento interno del FBI y contestó a mis llamadas a cualquier hora del día.
Tim Green