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Me embistieron de lado y luché para no salirme de la carretera. El pie volvió al pedal del freno, y de repente me embargó la acuciante necesidad de matarlos. Dirigí el Escalade hacia ellos y volví a pisar el acelerador. Ben me gritaba. Yo me dejaba llevar por el instinto.

La furgoneta que conducían dio contra el pretil, rebotó contra nosotros y ambos vehículos nos dirigimos hacia el lado opuesto de la carretera. Empezaba a enderezar el volante cuando la rueda derecha chocó contra el principio del pretil contrario y salimos disparados.

No sé cuántas vueltas de campana dimos. Muchas. Pero oí el choque final y noté la presión del airbag en la cara. Estaba boca abajo y noté un goteo de sangre que me resbalaba por la mejilla y me manchaba el pelo. Ambos tosíamos por culpa de esa mierda en polvo que hay en los airbags.

El hedor a goma caliente y a gasolina estaba por todas partes y temí ahogarme en mi propio vómito. En algún lugar, por encima de nosotros, oí el ruido de una puerta al cerrarse. Distinguí el brillo de unos faros que me alumbró una pendiente pronunciada que ascendía hasta la carretera. No pude ver quién era, pero sí que alguien avanzaba entre los charcos, dirigiéndose hacia nosotros.

El rayo de luz de una linterna brilló a nuestro alrededor. Me quedé paralizado, con la boca cerrada. La tormenta azotaba los bajos de la furgoneta y los truenos retumbaban en las montañas. La linterna me enfocó y me sobresalté. Aparté la mano del airbag para protegerme los ojos.

Quienquiera que sostuviera la linterna, llevaba una pistola en la otra mano.

7

– No eran los tipos que nos sacaron de la carretera -digo-. Ésos debieron de seguir adelante. Eran unas brujas del FBI.

– ¿Brujas? -pregunta el psiquiatra.

– Una costumbre de Jessica. No se usa la palabra puta en su presencia.

– Una puta es una mala mujer -dice él, relamiéndose los gruesos labios-. Una bruja es otra cosa.

– Supongo que eran algo más. Una parte de todo lo demás.

– ¿De qué? ¿Una conspiración?

– No lo sé. Quizá fuera el destino. ¿Cree en eso? ¿En que todo es una especie de guión y nosotros sólo leemos lo que nos viene escrito?

Se mira las manos. Sin levantar la vista, pregunta:

– ¿Crees saber qué decía su guión?

– Claro. Sólo tiene que verme ahora.

Paseo la mirada por la sala vacía. Hay fluorescentes en el techo. Uno parpadea como un insecto agonizante. Pintura azul, un excedente, un color que nadie quiere, recubre las paredes.

– Uno tiene mucho tiempo para pensar aquí dentro -le digo.

– Háblame de ellas, de las brujas.

– Nos seguían -digo-. A mí y a Ben. Después de lo de Milo supongo que dedujeron que nosotros seríamos las siguientes víctimas o los siguientes verdugos. En cualquier caso, estábamos metidos en el lío, y ahí es donde ellas querían estar.

Ocupé el asiento trasero del coche al lado de Ben. Nos llevaron a un restaurante de carretera en un pueblo pequeño llamado Roscoe. Ambos estábamos empapados. La herida del cuello me sangraba.

Una de ellas era pelirroja. Pálida. Sin rastro de maquillaje. Tenía los ojos verdes, de ese verde intenso de las esmeraldas, y la verdad es que bien mirada era bastante guapa. La otra llevaba el pelo gris recogido en un moño tenso, como si tuviera miedo de que se le escapara, pero unos mechones le colgaban por la espalda: parecía la cola de una ardilla. Era fuerte y musculosa como un hombre. Tenía los ojos grises y, a pesar del tono macilento de su piel, se veía a la legua que era demasiado joven para tener el cabello tan gris. Joven o no, te miraba con los ojos de alguien que ha recibido golpes duros en la vida. Tal vez ése fuera el origen de sus canas.

El restaurante estaba vacío. Había concluido el turno de la cena. La única señal de vida era la camarera teñida de rubio, provista de un delantal blanco, que nos miraba con asombro.

– Eh, ¿se encuentran bien? -preguntó la camarera, estirando el cuello para mirarme el corte y apoyando una mano sobre mi brazo.

– Sólo estamos mojados y sucios -contestó la agente de pelo gris mientras mostraba su placa-. ¿Dispones de un teléfono que pueda utilizar?

– Está en el único lugar del mundo donde no funcionan los móviles -dijo la camarera, con orgullo.

Señaló hacia el fondo del lugar. Ben me dijo que llamaría a un garaje y la siguió. Vi que la pelirroja tenía el cabello manchado de barro, la ropa mojada se le pegaba a la piel. Se apartó un mechón de los ojos y se presentó como la agente Lee. Nos sentamos a una mesa. Fuera, la tormenta seguía su curso. Relámpagos. Truenos. Lluvia torrencial.

La del pelo gris volvió, se sentó y dijo:

– La poli estará aquí dentro de cuarenta minutos.

La camarera nos sirvió café, observando con atención nuestra ropa empapada y rasgada. La agente Lee me preguntó si quería algo, y pedí más café.

– He llamado a una grúa -dijo Ben al unirse a nosotros-. Han dicho que tardarán media hora en llegar.

– Más rápidos que la poli -dijo la agente de pelo gris-. Vendrán en patines.

– La agente Rooks y yo pertenecemos a la Unidad contra el Crimen Organizado -explicó la agente Lee-. Creemos que podemos ayudarles. Hemos visto el cuerpo de Milo Peterman.

– Hemos oído por la radio que lo habían matado -dije, removiendo el café.

– Hace ocho meses Milo fue visto con Johnny G en un club de striptease de Newark -explicó la agente Lee-. Esta gente no se limita a matar a alguien y largarse, un proyecto como el suyo implica demasiado dinero. Intentarán ponerse en contacto con uno de ustedes. Que los saquen de la carretera de este modo puede traducirse como una especie de toque de atención.

– Bienvenidos al barrio -dijo la agente Rooks.

– Casi nos matan -intervino Ben.

La agente Lee le miró y permaneció en silencio un instante.

– Nos gustaría que nos llamaran si alguien se pone en contacto con ustedes -dijo por fin-. Sobre todo si se trata de Johnny G.

– Creí que había dicho que quería ayudarnos -repliqué.

– La ayuda puede ser mutua -repuso la agente Lee.

– Deberían hablar con James King -dije, y tomé un trago de café.

– He leído el artículo sobre él que se publicó en el New York Times -comentó la agente Lee en voz baja. Dejó dos tarjetas sobre la mesa-. Sobre la autonomía que concede a sus hombres de mayor responsabilidad. Diría que ustedes son exactamente las personas con las que debemos hablar.

– Si alguien aparte de James está al corriente de esto, lo más probable es que sea su hijo Scott -dije-. Quizá deberían ponerse en contacto con él.

La agente Lee se encogió de hombros, pero mantuvo su mirada fija en mí.

– Llámelo un presentimiento. Podemos ayudarle, señor Coder. Llevamos un año vigilando a John Garret.

– Eso no ayudó a Milo, ¿verdad? -dije.

– Tal vez él fuera parte del problema -replicó la agente Rooks-. ¿Ha oído hablar de aprender de los errores ajenos? Ustedes nos ayudan, nosotros les ayudamos. Acabamos de rescatarlos de un siniestro, así que nos deben una, ¿está claro?

– ¿Cómo podemos ayudar? -preguntó Ben.

Sus ojos mostraban una mirada aguda detrás de las gafas.

– A las personas como ustedes las llamamos Testigos Colaboradores -explicó la agente Lee.