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Bierce señaló que al menos él no había sido intimidado por los Ferrocarriles.

6

Oportunidad: Una ocasión propicia para pescarse una desilusión.

– El Diccionario del Diablo-

El tercer asesinato de Morton Street ocurrió esa misma noche. La víctima en esta ocasión no era una prostituta, sino una mujer bien vestida y de mediana edad, estrangulada en lugar de acuchillada, aunque se la encontró con las faldas levantadas sobre su cabeza, como si el asesino hubiera sido interrumpido en mitad del proceso.

Encontraron el cuerpo sobre un montón de basura, en un rincón de un callejón de Morton Street, y la víctima estaba marcada con el tres de picas, aunque esta vez la carta no fue depositada en la boca.

Pude observar el cadáver en la plancha de mármol de la morgue de Dunbar Alley; la hinchada y agonizante expresión, la boca abierta y la garganta amoratada. Era una mujer de unos cincuenta años, robusta y con pelo canoso, y con un lunar en la barbilla. La falda y la chaqueta que llevaba eran negras, sus manos bien cuidadas, sin callos y con las uñas arregladas. Llevaba una sortija de boda de oro y un rubí grande rodeado de pequeñas piedras rojas. No había nada con lo que poder identificarla, y en esta ocasión, ni tan siquiera había testigos.

Bierce y yo nos encontramos con el sargento Nix en Dinkin's.

– Dicen que se ha cargado a otra, señor Bierce. ¡Este desgraciado va a hacer que todas las putas vuelvan corriendo a Cincinnati! -exclamó Dick Dinkins desde el otro lado de la barra. Bierce saludó pero no respondió. Los hombres en la barra nos observaban por el espejo o nos miraban de lado por encima del hombro rodeados por el agradable tufo a cerveza. El sargento Nix estaba sentado con las botas en alto y el casco en su regazo.

– Nuestro sospechoso se encontraba en una fiesta de Nob Hill, en la mansión de una familia llamada Brittain -dijo él.

– Su prometida, a quien usted conoce -Bierce me dijo esto último a mí. Dio un sorbo a su cerveza y se atusó el bigote con el dedo índice.

En ese instante sentí una mezcla de alivio y decepción.

– ¿Un estrangulador distinto? -preguntó Bierce.

– Un imitador intentando sacar provecho del tres de picas. No fue acuchillada, ni le sacaron los intestinos. Es posible.

– Un maníaco de la repetición -afirmó Bierce-. ¿Tienen alguna idea de quién es la víctima?

Nix negó con la cabeza.

– Estamos comprobando los hoteles en caso de que estuviera aquí de visita. El capitán piensa que debía de ser de fuera.

– ¿Porque no la reconoció? Se supone que es infalible.

– Eso es lo que le gusta proclamar a él -dijo Nix. Dinkins le trajo una cerveza.

– Iba vestida de negro -dijo Bierce-. ¿De luto?

¡Una deducción!

– ¡Podría ser! -dije yo. Nix nos miraba interesado.

– Averiguaremos quién era -dijo-. Pero lo que es seguro es que no es una palomita de Morton Street. Las mujeres de allí son como espectros.

Aún estábamos sentados a la mesa cuando un policía entró y le entregó a Nix una hoja de papel doblada. El agente permaneció de pie junto a la mesa hasta que Nix hubo leído la nota y le dio permiso para retirarse. Nix puso el papel sobre la mesa entre nosotros.

– Estaba alojada en el Grand. Señora Hiram Hamon. La esposa del Juez Hamon, el cual murió hace un mes. Había venido desde Santa Cruz. El juez Hamon se retiró allí tras abandonar su cargo en el Tribunal de Circuito.

Bierce se había enderezado.

– La señora Hamon había pedido entrevistarse conmigo esta misma tarde para tratar un asunto -informó lúgubremente.

Nix y yo lo miramos.

– ¿Qué asunto? -pregunté.

– Su carta sólo me informaba de que tenía información importante en la que yo podría estar interesado.

– Bueno, bueno, eso parece interesante, ¿verdad? -exclamó Nix.

– Permítanme que extrapole -dijo Bierce. Su expresión era de total alerta, como la de un halcón-. Si quería verme era probablemente para algo relacionado con el Ferrocarril. Mis opiniones sobre el Ferrocarril son bastante conocidas. El juez Hamon y el juez Jennings, éste antes de ser elegido senador del Estado, ejercían en el Tribunal de Circuito. Aaron Jennings presidió los juicios de los granjeros de Mussel Slough, como recordará, y su decisión fue en contra de ellos y a favor de los Ferrocarriles. Por aquel entonces se rumoreó que el juez Hamon estaba sumamente contrariado, y poco después se jubiló. Y Jennings fue directamente a por el cargo de senador del Estado con la bendición de los Ferrocarriles.

– Ah, finalmente salieron los Ferrocarriles -dije, sonriéndole-. El senador de la Compañía del Pacífico Sur.

– Girtcrest -dijo Nix.

– ¿Qué te parece viajar hasta Santa Cruz, Tom? -dijo Bierce-. Para ver si la señora Hamon tenía un hijo o una hija, o un vecino en el que confiara.

El tren caracoleaba cuesta abajo hacia Watsonville y de nuevo subía por un saliente costero. Desde el vagón, el Pacífico se veía profundamente azul, con destellos blancos y dorados; la bahía rodeaba la Península de Monterrey en dirección al sur. Un barco con velas blancas arriadas permanecía totalmente quieto a media distancia. Un poco más lejos, un buque avanzaba exhalando humo negro. Frente a mí estaba sentado un caballero gordo y con sombrero de ala ancha, traje negro y rostro duro picado de viruelas, como si fuera de granito, contemplando por la ventana las vistas marítimas que se abrían ante nosotros. Sus ojos se posaron en los míos en una ocasión, tan vacíos como el cristal. Delante de mí, una joven con gorro de tela hojeaba una novela, cuyo título no había logrado averiguar. Dos músicos con tambores habían empezado una partida, y estampaban los naipes bocabajo sobre el asiento entre ambos. Las vías zigzagueaban hacia Santa Cruz atravesando los campos tostados.

Bajé en la estación y reservé una habitación en Liddell House, antes de dar una vuelta por la plaza para familiarizarme con el lugar. Una suave brisa de aire salado soplaba desde la bahía. La oficina de correos estaba en el ultramarinos de la esquina opuesta de la plaza. La mujer canosa encargada de la oficina, con lápices pinchados en la cofia como si fuera el tocado de una caníbal, me facilitó la dirección de los Hamon; en dirección al mar, segunda a la derecha, tercera casa a la izquierda, con chimenea de ladrillo y un porche cubierto con helechos en macetas. La vecina de la vivienda de la derecha de la casa de la señora Hamon era una tal señora Bettis.

Cuando me puse en marcha hacia los muelles, pude ver humo elevándose al cielo, una fina línea que luego se ensanchaba hasta alcanzar el grosor de una boa. Sonó entonces el repiqueteo de la campana de un coche de bomberos. Unos minutos más tarde el coche pasó a mi lado al galope tras una magnífica recua de caballos, con tres bomberos colgados de la parte trasera. El humo iba bajando y se extendía en horizontal. Supe que se trataba de la casa de los Hamon antes incluso de doblar la esquina.

El humo se extendía en oleadas cerca del firme de la calle. Entre el humo se podía divisar a los bomberos que se movían ajetreados alrededor del coche cisterna. Las llamas se elevaban en retorcidas y relucientes volutas. Un friso humano de viandantes miraba desde el otro lado de la calle, lo suficientemente cerca para resultar una molestia. En un incendio siempre hay que deshacerse de este tipo de mirones. En más de una ocasión el Jefe de la Brigada 13 de bomberos ordenaba dirigir los chorros de agua hacia ellos.

Me uní al grupo de gente en la acera. Detrás de la casa ardían dos árboles como una procesión de antorchas. En efecto, se trataba de la casa de los Hamon.