– Comenzó en la parte de atrás -me informó un hombre con un pañuelo en la cabeza-. Uno de estos tipos dijo que se podía oler la peste a queroseno por toda la parte trasera de la casa.
A través del humo pude ver al Jefe de bomberos dando instrucciones. Los arcos cristalinos de agua cambiaron de dirección. Habían dado por perdidas las ruinas de los Hamon y se concentraban ahora en mantener húmedas las casas vecinas. El coche de bomberos escupía volutas de vapor que aumentaban la humareda general. La casa de los Bettis tenía un pequeño porche en el que una mujer regordeta corría de un lado a otro, con las manos juntas y crispadas. Un bombero le gritó para que se apartase.
La segunda planta de la casa de los Hamon se derrumbó con estruendo de escombros; la maraña de llamas se elevó en un primer momento y luego disminuyó cuando las paredes se derrumbaron hacia dentro.
Se habían congregado más espectadores por toda la calle. Entre ellos había un hombre con sombrero de copa.
Cuando volví a mirar, había desaparecido.
No mucho después de que el incendio fuera sofocado, me encontraba sentado en la salita de la señora Bettis en una butaca con antimacasares sobre los brazos y el respaldo. La señora Bettis ocupaba el sofá de enfrente. Iba ataviada con un vestido floreado y zapatillas grises de felpa y tomaba agua de un vaso.
Parecía conmocionada por el incendio, así como por la noticia del asesinato de su vecina. Le pregunté si había visto a alguien en el callejón de la parte trasera de las viviendas.
Contestó que había visto el techo de una calesa estacionada allí. Otros edificios le tapaban la vista y no había visto nada más que la parte superior de la calesa y el humo. Tomó un poco más de agua, observándome con sus cenicientos labios caídos.
– El que lo hizo buscaba algo en la casa relacionado con el asesinato de la señora Hamon. ¿Qué podría ser?
Ella reflexionó durante unos segundos.
– ¿Los papeles del Juez Hamon?
¿Y qué sabía ella sobre esos papeles?
– Los estaba escribiendo cuando murió. Evelyn andaba revisándolos. Contenían algunos escándalos. El juez era muy antimonopolista.
El Ferrocarril.
– ¿Tiene alguna idea sobre qué trataban esos escándalos?
La señora Bettis me miró como si tuviera que traducir mis palabras a un idioma que le resultara más familiar antes de poder responderme.
– Sé que Evelyn actuaba con mucha cautela.
Cuando indagué un poco más sobre este último comentario, la señora Bettis dijo:
– Era una mujer muy reservada con relación a los asuntos del juez.
La señora Hamon era diez o doce años más joven que el juez. Él era un anciano malhumorado que se sentaba en la terraza, con un vaso de whisky, y agitaba su bastón y gritaba a las calesas y carruajes que pasaban demasiado rápido para su gusto.
– Se levanta mucho polvo cuando hay viento -explicó la señora Bettis.
El juez había dejado su cargo en el Tribunal de Circuito hacía varios años y él y su esposa se mudaron a Santa Cruz, en donde él escribía un libro que tenía intención de publicar.
– Evelyn era una mujer reservada -repitió, para evitar que le volviera a preguntar sobre los papeles del juez.
Le pregunté sobre la muerte del anciano.
– Un ataque al corazón se lo llevó así de rápido -chascó los dedos-. Justo allí, en la terraza. Evelyn salió para que entrara a cenar y ya estaba muerto.
El juez tenía un hijo de su primer matrimonio que vivía en el Este, quizás en Filadelfia. Con la señora Hamon había tenido una hija que vivía en el sur, en San Diego. No tenían muchos conocidos en Santa Cruz. La señora Bettis pensaba que allí ella había sido la mejor amiga de la señora Hamon. Dejó escapar un suspiro.
– La señora Hamon iba a entrevistarse con Ambrose Bierce -dije.
La señora Bettis me miró con los ojos entrecerrados. Parecía haberse recuperado por completo.
– ¿Ese endemoniado periodista?
– Es mi jefe.
Le echó un rápido vistazo a la tarjeta de visita que le había dado y que sostenía combada en su mano.
– Usted es Thomas Redmond -dijo.
– Sí, señora.
– Conocí en una ocasión a un tal Cletus Redmond -su arrugado y viejo rostro con sedosas mejillas adquirió un inequívoco aire de coquetería-. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de Cletus Redmond.
– Se casó con mi madre -dije.
– ¡Cielo Santo! ¡Es el hijo de Cletus Redmond!
– Sí, señora.
– ¿Y dónde está ahora su querido padre?
– En Sacramento, trabajando para los Ferrocarriles, cuando no está persiguiendo la última bonanza. ¿Dónde lo conoció usted?
– En el condado de Washoe.
Sentí que me recorría una corriente eléctrica al vislumbrar algún tipo de conexión. Washoe era la Veta de Comstock, en Virginia City, y hasta ese momento ignoraba que mi padre hubiera estado allí, aunque tenía sentido. Había estado en Austin, Eureka y Tonopah durante distintos periodos de tiempo. Los contactos de mi padre con los minerales, más que bonanzas, habían sido borrascas, pero nunca perdió la esperanza de que tendría un último golpe de suerte en pago por su fe y paciencia.
El hombre había pasado toda su vida, desde que llegó a California en el 49 a los diecisiete años, persiguiendo bonanzas y mujeres. Parecía ser que la señora Bettis era una de las que sí habían respondido a sus encantos irlandeses. En Washoe, el juez Hamon había estado escribiendo sus memorias, las cuales pondrían en un aprieto tanto al Ferrocarril en general, como al senador Jennings en particular, al revelar sobornos y corruptelas durante el juicio de los granjeros de Mussel Slough. La señora Hamon a su vez se había mostrado muy cauta y había solicitado entrevistarse con Bierce. El asesino la interceptó antes de que pudiera ver al periodista e incendió la casa de los Hamon con los papeles del juez en su interior.
Sólo tuve que doblar la esquina de la Plaza para encontrar la cuadra de caballos de alquiler. Allí indagué si alguien había alquilado una calesa durante las primeras horas de aquella tarde. Por ejemplo, un hombre con sombrero de copa. El mozo de cuadra cojo escupió tabaco al polvo del suelo.
– Se llevó un carro y regresó una hora más tarde.
– ¿Le dio algún nombre?
– Dijo que se llamaba Brown -el mozo se rascó el cuello y entrecerró los ojos mirando al sol-. Llevaba un arma. La vi dentro de su abrigo cuando se subió al carro.
Di otra vuelta por la plaza y me pasé por el Buchanan's Saloon, ubicado junto a Liddell House para tomar una cerveza.
Al cruzar las puertas batientes del salón sentí que pasaba de la brillante luz del día a la total oscuridad de la noche, y percibí un destello de espejos tras la barra y una camisa blanca moviéndose. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra pude ver a Brown encorvado al fondo de la barra. Tenía el sombrero sobre un taburete cercano y un vaso de whisky delante. No había nadie más en el lugar a excepción del barman, que se acercó cuando me decidí por uno de los taburetes. El pálido rostro de Brown, poroso por la viruela, se volvió para mirarme. Casi pude sentir el escrutinio de sus ojos en mi perfil.
En Sacramento, nuestros vecinos tenían un perro color canela llamado Rufus, muy aficionado a matar gatos. Nuestro gato blanco y negro se divertía molestándolo, sentándose sobre la valla con la cola contoneándose justo fuera del alcance de Rufus, mientras éste lo miraba. Era un perro viejo, con ojos inyectados de sangre y una agresividad en la mirada tan intensa que resultaba inquietante. No pude ver si los ojos de Brown estaban inyectados de sangre, pero sí sentí esa misma intensidad en su mirada.
Cuando se levantó de su taburete, retrocedí hasta la puerta y salí. Un chico con chaleco y pantalones cortos pasaba por allí.