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– Qué agradable pasear con esta total despreocupación, y no como en la «terrible» circunstancia de nuestra primera excursión -dijo Amelia.

Frunció el ceño ante el titular del Examiner en el kiosco: Policía paralizada ante los asesinatos.

– Así que aún no han detenido a ese lunático -dijo.

– No.

Continuamos la marcha.

– He tenido alguna discusión con el señor McNair por su afición a frecuentar aquellos lugares que le pedí que me enseñara -dijo Amelia.

Dejé escapar una sorprendida exhalación ante su franqueza. Era como si fuéramos viejos amigos intercambiando confidencias.

– Seguro que no frecuenta los locales de Morton Street -dije.

– Él me habló de unos locales en Union Square. ¿Visita usted también esos establecimientos, señor Redmond?

– No -mentí.

– El señor McNair me ha explicado la necesidad de que existan.

Me dice que los hombres de fuerte masculinidad podrían descontrolarse bastante si no pudieran recurrir a esas mujeres. ¿Es eso cierto, señor Redmond?

Dije que había oído esa teoría. Al pensar en Beau McNair frecuentando a prostitutas se me puso la piel de gallina.

– Me dice que los favores de las judías pelirrojas son los más apreciados ¿Es eso cierto?

Volví a soltar un golpe de aire.

– También he oído eso.

– ¿Y por qué será, me pregunto?

– Se dice que esas mujeres son muy alegres -dije.

– Él denomina a estas excursiones «trabajo de campo». En una ocasión pude verle ataviado con un suéter y una chaqueta de obrero. Se creía invisible con ese disfraz.

Continuamos andando en silencio, Amelia reflexionaba. Yo estaba muy feliz de estar acompañándola por Montgomery Street, con su mano sobre mi brazo, a pesar de que nos dirigíamos en dirección opuesta a mi reunión con el sargento Nix.

– Así que la madre del señor McNair está de regreso de Inglaterra -dije.

– Debería llegar dentro de unos diez días.

Deseé que la siguiente pregunta no la importunara:

– ¿Tiene su regreso algo que ver con planes de boda, señorita Brittain? Si no le molesta que se lo pregunte.

Ella rió con ligereza.

– ¡Oh, no! ¡Eso ya acabó! Me he distanciado bastante -levantó la mano enfundada en un guante, como si se pudiera apreciar la ausencia de sortija de compromiso a través de la fina piel del guante.

Entramos en el English Tearoom, donde nos sentamos a una mesa de mármol y tomamos té. Observé su mano sin anillo y ahora sin guante levantando la taza hasta sus labios.

Quería saber por qué se había distanciado, y dije:

– Supongo que los jóvenes aristócratas ingleses son educados para pensarse mejores que el resto de la gente.

Ella me miró con el ceño fruncido, así que deduje que era inapropiado que criticase a Beau McNair.

– Es muy vehemente, si es eso a lo que se refiere -dijo ella-. Y esa vehemencia le ha traído muchos problemas. Teme que su madre regrese para regañarle por el lío en el que se ha metido, aunque sólo haya tenido una culpa menor en todo ello… sobre lo cual ya hemos hablado. Su hermana está prometida al hijo del duque de Beltraves y Lady Caroline está obsesionada por evitar que ningún escándalo eche por tierra el enlace.

Interesante información para Bierce.

Comenté que había pasado junto a la mansión de los McNair en Nob Hill.

– Es impresionante.

– ¡Y enorme! Beau afirma que aún no ha estado en todas las habitaciones. ¿Sabe?… hay un fantasma. ¡Qué detalle tan europeo!, ¿no cree? Los sirvientes dicen que se parece a Beau. Claro está, se trata del anciano señor McNair de joven, antes de convertirse en un abominable y anciano réprobo. ¡Mi padre dice que era un personaje terriblemente deshonesto!

»Y una tarde que estaba yo allí a la hora de la cena, ¡se produjo una tremenda conmoción! Una de las sirvientas se había encontrado al fantasma en el solario.

Comenté con cautela que probablemente hubiera fantasmas similares en otras mansiones de Nob Hill, manifestaciones de otros viejos y deshonestos réprobos de jóvenes.

– ¡Pero lo verdaderamente curioso es que en ocasiones el fantasma de McNair se lleva las flores de los jarrones!

»¿Y ha habido algún avance en el caso de los terribles asesinatos? -dijo Amelia cambiando de tema.

– Usted ya debe de saber que ha habido otro. Sin embargo, no se trata de una de las mujeres de Morton Street. Era la viuda de un respetado juez. Una mujer de Santa Cruz, cuya casa fue poco después incendiada, sin duda para destruir ciertos documentos que podrían haber provocado un escándalo.

Las cejas de Amelia subieron aún más.

– ¡Qué trabajo tan fascinante realiza usted como periodista, señor Redmond!

Sentí que había obtenido su admiración de una manera un tanto deshonesta.

– Bueno, está claro que el señor McNair no ha tenido nada que ver en este asunto -dijo ella-. Y le estoy muy agradecida por todo lo que haya podido hacer por demostrar su inocencia.

No le respondí nada a esto.

La acompañé hasta la tienda Ciudad de París, donde se detuvo ante un escaparate de encajes y relucientes sedas. Maniquíes engalanados extendían sus manos enfundadas en guantes.

– Debo dejarle aquí, señor Redmond. Gracias por el té, ¡y por la interesante conversación! -dejó escapar una risa ligera e, inclinando su sombrilla, entró en el establecimiento.

Continué mi camino en dirección al viejo ayuntamiento de la ciudad, e incluso salté una vez chocando los talones en el aire. El hecho de que Amelia Brittain ya no estuviera prometida con Beau McNair me había levantado la moral.

Esa noche, en el sótano de la casa de los Barnacles, me quité la chaqueta y la camisa y aporreé el asiento de calesa, lanzando derechazos e izquierdazos, sudando en el tenue y frío polvo que despedía el asiento. Era consciente de que Belinda me miraba, sentada en el escalón más alto de las escaleras del sótano con las rodillas y los pies juntos y las manos unidas sobre su regazo. Yo seguí golpeando, lanzando mis puños totalmente separados unas veces, y otras juntos en posición de defensa, con la barbilla en el hombro y el sudor cayéndome por las sienes.

Cuando paré jadeante y me puse una toalla alrededor del cuello para ir a los baños, Belinda me dijo:

– Te comportas como si estuvieras furioso con alguien, Tom.

– Todo lo contrario -le dije.

8

Fidelidad: Virtud característica de aquellos que están a punto de ser traicionados.

– El Diccionario del Diablo-

En Sacramento, a medio camino de Virginia City, y con un retraso anunciado de no menos de dos horas, bajé del tren y recorrí las cuatro manzanas desde la estación hasta la casa de mis padres, una casa blanca con la pintura desconchada, apartada de la calle tras un estrecho porche y dos ventanas abuhardilladas en el segundo piso.

Al menos en tres ocasiones en mi juventud, durante las riadas del río Sacramento, el agua había inundado la casa y combado los paneles de madera de las paredes del pasillo, y por ello siempre flotaba en la casa un tenue hedor a barro del río.

En el piso de arriba, mis dos hermanos, mi hermana y yo escuchábamos a nuestros padres peleándose en el piso de abajo, o celebrando las paces en su dormitorio tan ruidosamente como las peleas. Tanto mis hermanos como mi hermana eran mayores que yo, y todos abandonaron el hogar en cuanto encontraron los medios para hacerlo, pero yo permanecí allí hasta acabar mis estudios en los Hermanos Cristianos, y luego, con una moneda de oro de veinte dólares cosida en un bolsillo, embarqué en el buque a vapor y bajé por el río hasta la City.