En el oscuro pasillo de la casa llamé a mi madre. Una sensación familiar me oprimió el pecho; de nuevo percibía el viejo olor a barro, la bocanada de cebollas hervidas y la pila de los platos desde la cocina. Mi madre se encontraba junto a la estufa, con los zapatos abiertos a los lados para que no le oprimiesen los juanetes. Se giró hacia mí con su dulce y desdentada sonrisa, y me miró con sus ojos azules rodeados de piel más oscura, como los ojos de un mapache.
– ¡Tommy! -se dejó caer en mis brazos con un gesto dramático-. ¿Qué diantre haces aquí?
– Estoy de camino a Virginia.
Frunció los labios observándome admirada.
– ¡Estás hecho un caballero elegante!
Sonreí y le dije que cada día que pasaba me volvía más elegante.
– Déjame que me ponga la dentadura y te prepararé una limonada. Enviaré al chico de la casa de al lado para que avise al Don.
– Tengo una hora.
Me senté en el porche en una de las desvencijadas sillas de mimbre, con los pies en alto sobre la barandilla, mirando la polvorienta calle. Allí un chucho color canela ladraba a un chino que pasaba. Los ladridos sonaban amortiguados en el caluroso día. Recordé entonces cuando perseguíamos a los chinos con otros chicos católicos. Todos detestábamos a los amarillos, aunque ya no recuerdo las razones.
Mi madre me trajo la limonada y se sentó a mi lado. Se había puesto la dentadura, se había cambiado el vestido y peinado el cabello recogiéndoselo en un moño canoso sobre la cabeza.
– ¿Has seguido rezando tus oraciones, Tommy? -preguntó.
– No con la frecuencia que debiera, Ma.
– El buen Señor te perdonará todo, hijo. Pero tú debes suplicar Su perdón.
– Sí, Ma.
Pero ya por aquel entonces yo pensaba como Bierce; que orar era como «rogar que las leyes del universo queden anuladas por la petición de un único solicitante, obviamente indigno».
Yo mismo me avergonzaría de rezar al Buen Señor para que me concediera el favor de una joven dama de Nob Hill, y tenía demasiado orgullo para confesar que además tenía pensamientos impuros sobre ella.
Mi madre escuchó el relato de mis éxitos en San Francisco como flamante reportero del Hornet. Me pavoneé un poco, y exageré otro tanto. Ella agradecía tanto las buenas noticias que resultaba imposible no inventarse algo para satisfacer su apetito. Sin embargo, opté por no mencionar a las prostitutas acuchilladas, consideré que ya la había entretenido lo suficiente.
– ¿Cómo está el Don? -pregunté.
– Sigue trabajando para el Ferrocarril. El señor Wallingford lo tiene en gran estima. Oh, tu padre es capaz de persuadir a un orangután para que le dé su último plátano -dijo esto último con orgullo.
Me preguntó por qué iba a Virginia City.
– El Don dice que la veta está totalmente agotada, que la gente ya se ha ido de allí. Van a cerrar las minas pronto. El Don es una autoridad mundial en todo lo referente a la minería, excepto en cómo sacar dinero de ella.
Me puso al día con informaciones de segunda mano sobre los éxitos de Michael en Denver, de Brian en Chicago y de Emma en Portland, ésta ya madre de tres hijos.
– ¿Y sabes qué es lo que padre hace exactamente para el Ferrocarril? -le pregunté.
Ella miró a un lado y a otro de la calle y bajó la voz.
– Bobby Wallingford consiguió un puesto en la asamblea legislativa. Creo que paga a los representantes y senadores. Tu padre probablemente le lleva el maletín del dinero y el libro de cuentas. Al Don le gusta regalar el dinero. Siempre ha sido muy bueno en eso.
Saqué el puro de Manila con vitola roja, blanca y azul que alguien le había regalado a Bierce y se lo di a mi madre.
– Gracias, cielo -dijo ella, guardándose el puro en un bolsillo.
Escuché el repiqueteo de cascos de caballo antes de ver al Don aparecer por la esquina montado en un elegante corcel plateado, ataviado con un sombrero de ala ancha y con un brazo en alto a modo de saludo. Ató las riendas a la valla y recorrió a zancadas el camino para abrazarme.
– ¡Qué alegría verte de nuevo, chico!
Era un hombre atractivo, un poco grueso a la altura de la cintura, pero elegantemente vestido, lucía patillas negras con pinceladas de blanco a cada lado de su amplia sonrisa. Mi madre volvió a entrar en la casa.
Le dije que estaba de camino a Virginia City por unos asuntos del periódico.
– Triste lugar -dijo él, agitando la cabeza y sentándose en una silla junto a la mía con sus relucientes botas en alto sobre la barandilla.
– Gracias, cariño -dijo cuando mi madre le trajo un vaso de limonada.
– Tú pasaste un tiempo allí, ¿verdad? -dije.
– Muy poco tiempo -dijo él-. En Washoe te roban el dinero bastante rápido.
Me sonrió como si ambos estuviéramos al tanto de sus debilidades.
– Háblame de Comstock -dije.
– Nunca he estado allí, ¿y tú?
– Nunca he estado en Nevada.
– Comstock costeó la Guerra, ya sabes. Hizo a San Francisco lo que es hoy. Mineral de plata y tejemanejes bursátiles.
Se las apañó para asentir y negar con la cabeza al mismo tiempo, como si surgieran en su interior pasados recuerdos y placeres.
Luego adoptó una expresión adusta.
– Bueno, hijo, hay dos cañones que recorren Mount Davidson: Six-Mile Canyon y Gold Canyon. Había allí un viejo pájaro llamado Henry Comstock que invirtió dinero y se hizo con las tierras. Le llamaban el Viejo Panqueque. Encontraron algo de oro, pero mezclado con gran cantidad de limo azulado. Un buen día alguien envió ese barro azul a analizar y resultó que se trataba de plata, a tres mil dólares la tonelada.
Mi madre nos observaba sentada en la silla más alejada, envuelta en el humo azul del puro que le había traído.
– Cuéntale lo de aquella mina en la que participaste -dijo ella.
– Se dice que existían alrededor de diecisiete mil participaciones en Mount Davidson en los años 60, y cinco de ellas eran mías -afirmó mi padre-. Tan sólo en 1863 había tres mil propiedades de Comstock con acciones en la Bolsa de San Francisco. La mayoría perdieron todo su valor, como las mías. En otros casos se perdieron porque alguien más listo te las ganaba a las cartas.
»Ophir, Hale & Norcross, Yellow Jacket, Consolidated-Virginia y Con-Ohio habían perforado agujeros de 150 o 180 metros de profundidad, de los que agotaron todo el mineral que contenían.
»Las acciones se desplomaron, y el Grupo Ralston y el Banco de California comenzaron a comprar todas las acciones y participaciones, mientras Ralston enviaba a Will Sharon a Virginia City para que se hiciera cargo de los negocios. La Gran Bonanza apareció a unos trescientos metros y reportó enormes fortunas para Ralston y Sharon. También para Nat McNair y aquellos irlandeses que controlaban la Consolidated-Virginia, y un grupo de otros peces pequeños. De esta manera, el Banco de California y Frisco comenzaron a obtener enormes beneficios gracias a la plata de Comstock.
»A continuación se sucedieron una serie de tejemanejes con opciones sobre acciones y chanchullos varios, subidas y bajadas, auditorías y bancarrotas, bonanzas falsas y verdaderas, hasta que todo explotó y el Banco de California quebró y Bill Ralston estiró la pata. Sharon se quedó con sus deudas y sus activos, canceló las deudas pagando un puñado de peniques por dólar adeudado, y conservó los activos mostrándose ante todos como el podrido y sibilino hijo de puta de dos caras que es. He oído que ahora anda ocupado con esa demanda de la Rosa de Sharon, o como se llame.
Le pregunté si había conocido a Highgrade [8] Carrie. Entrecerró ligeramente los ojos unos segundos antes de clavarlos en los míos.
– Oí hablar de ella, hijo -dijo él-. Una mujer de bandera, por lo que sé. El ángel de los mineros.