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– Un ángel es ángel por sus acciones -apostilló mi madre.

– Y por sus acciones es por lo que se la conocía como el ángel de los mineros -afirmó mi padre.

Cuando llegó la hora de marcharme, mi padre me llevó en el corcel plateado prestado. Iba sentado detrás de la silla, y me sentí de nuevo como un niño. Me volví para despedirme de mi madre en el porche.

Abrazado a la espalda de mi padre y sacudido por el movimiento del caballo, recordé lo bueno y lo malo de mi niñez. El Don había sido la mayor parte de lo bueno. Habíamos pescado a orillas del río, junto al enorme tronco seco, sentados hombro con hombro y las cañas en un mismo ángulo, mientras los sedales se hundían juntos en el pardo remolino de agua. Me había enseñado a jugar al béisbol, lanzando pacientemente la pelota a mi guante, el cual heredé de Michael, y blandiendo pacientemente el bate de Brian. Me traía libros nuevos que yo sabía que no podía permitirse. Siempre había hecho caso omiso a lo que pudiera o no pudiera permitirse. Recuerdo haberle visto llorar cuando Michael le propinó un puñetazo en un ojo y abandonó el hogar.

– Había damas muy bellas en Virginia City -me dijo mi padre por encima del hombro-. Julia Bulette y Highgrade Carrie. Aquellos sí que fueron buenos tiempos.

– Una tal señora Bettis me dijo que te conoció en Washoe -dije yo.

– No recuerdo a nadie con ese nombre. ¿Qué aspecto tenía?

No logré recordar muy bien el aspecto de la señora Bettis, y mucho menos describirla.

– Probablemente ése sea su nombre de casada -comentó mi padre-. O quizás utilizaba en Washoe un nombre falso. Mucha gente utilizaba nombres falsos en Comstock.

Me dejó en la estación tras prometerme que me invitaría a una buena cena la próxima vez que visitara la ciudad. El tren sufrió un retraso de media hora hasta que el revisor anunció la salida y los vagones se tambalearon y traquetearon con el tirón de la locomotora.

El Truckee & Virginia enfiló hacia el sur por el Valle de Washoe y contemplé por la ventana los picos orientales de Sierra Nevada. La línea de nieve era tan recta que parecía trazada con una regla. La nieve reflejaba los rayos de sol ofreciendo un espectáculo celeste de la virginal naturaleza. También observé la escasa vegetación en la parte baja de las laderas; allí los hombres habían talado los bosques y serrado los árboles para apuntalar las minas de Comstock.

Tras una parada en Carson City, el tren prosiguió petardeando alrededor de la montaña, subiendo paulatinamente curva tras curva y túnel tras túnel, chapado de zinc ennegrecido en profundo contraste con las chispas que salían de las chimeneas, avanzando tan lentamente que se podía bajar de los vagones y andar a su lado. Subíamos hacia Mount Davidson, Virginia City y la Veta de Comstock. La montaña estaba plagada de madrigueras de coyote y chozas desvencijadas.

Bajé del vagón en la estación subterránea de la ciudad, y pude distinguir el tenue y peculiar golpeteo de las acerías y plantas de estampación.

Unos cuantos vagos, una mujer con chal y un niño enfermizo cogido de la mano, y un indio cubierto con manta y el rostro más oscuro que el barro, observaban en pie a los pasajeros que bajaban del tren. Escalé la colina por la ladera en sombra de la montaña. La mochila me golpeaba el muslo mientras recorría C Street; había salones y tiendas a ambos lados de la calle, con porches cubiertos de madera que parecían precisar de algún arreglo. Virginia City no era una comunidad muy animada.

En el Hotel International, donde las escupideras relucían entre palmeras en macetas sobre alfombras desgastadas, el jaleo de las estampadoras, más que oírse, podía sentirse a través de las suelas de los zapatos. Reservé una habitación en la segunda planta. No parecía haber ningún otro huésped alojado. Cuando abrí la ventana de mi habitación con vistas a C Street y a un barranco con depósitos marrones de tierra y relave de mineral, el golpeteo de las fábricas de estampación de metal volvió a oírse aún más fuerte.

Un carromato, tirado por un caballo agotado de color gris y un apático conductor, me llevó a mí y a un minero con camisa roja y una pierna lisiada hacia el extremo norte de C Street, donde me habían indicado que estaba la Consolidated-Ohio, propietaria de la Jota de Picas. Desde una carretera llena de baches, observé más abajo un ramal de vía donde había algunos vagones de plataforma cargados de leños y un grupo de edificios de madera con techos de chapa ondulada salpicada de manchas de óxido. Todos los edificios estaban agrupados alrededor de una construcción de dos alturas, con aljibes, escaleras de mano y chimeneas sin humo en el techo. A través de unas ventanas altas se vislumbraban hileras de maquinaria polvorienta. Sobre la sección más alta de este edificio principal aún se podían leer las siguientes borrosas palabras: Consolidated-Ohio. La Con-Ohio, efectivamente, parecía clausurada.

Mientras recorría la carretera hacia la mina, un hombre con barba y una gorra de revisor con rejilla en los laterales, salió de un cobertizo y se apoyó en su muleta observando mi llegada; otro lisiado.

– Esto está cerrado, amigo -dijo cuando llegué a su lado.

– Sólo quería echar un vistazo a la famosa mina Jota de Picas -dije.

– No hay nada que ver. Cerrado. Yo sólo estoy aquí para que nadie que pase piense que no hay nadie aquí.

– ¿Qué parte es la Jota de Picas? -pregunté.

– La Jota de Picas es aquel pozo más cercano, por ahí -dijo barriendo el aire con el brazo.

– Busco información -dije.

– Oiga, amigo, si quiere información sobre lo que sea acerca de este lugar muerto sólo tiene que hablar con el señor Devers. Es el redactor del Sentinel.

– ¿Y usted no me dejaría echar una miradita por un dólar?

Se pasó la lengua por los labios. Tenía unas gruesas patillas que le sobresalían de la cara como plumas plateadas. Se quitó la gorra y se rascó con los dedos un nudo de pelo mate.

– No puedo hacer eso, señor. Váyase, ahora.

– Estoy interesado en Nat McNair y su señora -dije.

– Esos ya no tienen nada que ver con la Con-Ohio. De todas formas, él ya está muerto ¿no es así? -dirigió su mirada por encima de mi cabeza-. ¡Oh, oh! -masculló.

Un hombre se aproximaba a zancadas desde una puerta abierta del edificio principal. Tenía cabello y barba negra, e iba ataviado con traje y botas igualmente negras. Se acercaba gesticulante y no parecían ser gestos amistosos. Pensé que iba a embestirme, pero se detuvo a treinta centímetros de mí. Mirándome a los ojos, le habló al lisiado:

– ¿Quién es éste, Phelps?

– Dice que está interesado en la Jota de Picas, Mayor.

– Dígale que nos complacerá sumamente ver cómo se alejan los faldones de su abrigo, si es tan amable.

– Será mejor que se vaya, amigo.

– Estoy interesado en los McNair -dije, dirigiéndome al hombre más joven.

– Sácalo de aquí, Phelps -dijo el Mayor mirándome fijamente. Tenía las mejillas tan rojas como manzanas. Dio media vuelta y lentamente volvió a entrar por la puerta abierta.

Phelps me hizo una señal.

El coche de línea parecía haber terminado su ronda, así que tuve que regresar andando a la ciudad.

Encontré al redactor Devers, la fuente de información en Virginia City, en el salón frente al Hotel International. Estaba sentado en un taburete al final de la barra, en posición de jockey sobre un caballo veloz. Estaba recién afeitado y lucía un malsano color parduzco de piel. El traje oscuro que llevaba estaba arrugado, el cuello de la camisa sucio y parecía un redactor que hubiera contemplado mejores tiempos, tiempos que ya no esperaba volver a contemplar. Había una botella de Old Crow sobre la barra delante de él.

– Devers -dijo. Me miró a través del espejo de detrás de la barra, en lugar de mirarme a la cara-. Josephus P. Devers, sí señor. Herido en Second Manassas, me licencié y me vine al Oeste. Fui testigo de la época dorada de Comstock. Ahora este sitio está muerto. Las minas están cerrando. Dejan que se inunden de agua. La Con-Ohio ha sido cerrada. La Ophir también. Sólo se publican tasaciones y embargos en el Sentinel en estos tiempos. Dicen que han inventado nuevos métodos de reprocesar el mineral de baja calidad de los relaves, pero no se está haciendo nada aún.