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– Lo tengo que ver colgado -dijo él-. Y al Giftcrest eliminado. Y al Ferrocarril mortalmente tocado.

El Tattle también contenía un comentario sobre una poetisa que había enviado su colección: «La señorita Frye comenta que sus mejores inspiraciones le sobrevienen con el estómago vacío. La calidad de su verso ha propiciado que el estómago de este lector también se vacíe…»

Y una puñalada dirigida al reverendo Stottlemyer: «Ha llegado a mis oídos que el reverendo Stottlemyer, conocido por su habilidad de sacar billetes de las billeteras, recibió la petición de uno de sus colegas diáconos para que ejerciera su influencia sobre la congregación de éste, por lo cual nuestro Stottle recibiría un cuarto de la colecta. Esto fue acordado siempre que fuera el propio Stottlemyer el que realizara la colecta. Así hizo y se embolsó la totalidad de los fondos, ante lo cual el diácono puso el grito en el cielo. Stottle le respondió: "No te vas a llevar nada, hermano; el Adversario ha endurecido los corazones de tu congregación y tan sólo me dieron un cuarto"».

Tengo la intención de mostrar el daguerrotipo al capitán Pusey en cuanto lo reciba -dije.

– Quizás tenga una fotografía del bravo Klosters en su archivo. Me pregunto si no terminaremos descubriendo que Klosters es tu amenazante señor Brown.

– Amelia Brittain me dijo que Beau McNair le comentó que las judías pelirrojas eran las más solicitadas de los prostíbulos. Me pregunto si existe alguna en concreto.

– Supongo que los temas de conversación de las jóvenes generaciones siempre nos sorprenderán a los mayores -dijo Bierce-. Sí, eso podría justificar una investigación.

– ¿Y qué piensa de la coartada de Beau?

– ¿El perrito faldero de la madre del joven? El joven McNair no es en absoluto trigo limpio, pero no creo que sea el asesino de Morton Street.

Me contuve para no terminar tan obcecado con Beau McNair como Bierce con el Ferrocarril del Pacífico Sur.

– ¿Te gustaría venir a Santa Helena el fin de semana? -me preguntó Bierce-. Así conocerás a la señora Bierce y los niños -volvió a mostrar una expresión lúgubre-. Tendrás que conocer también a la señora Day… la madre de Mollie.

Le dije que me encantaría ir a Santa Helena el fin de semana.

No sabía mucho sobre la familia de Bierce, excepto que vivían al otro lado de la Bahía, hacia el norte. Bierce había alquilado un apartamento en Broadway, cerca del Hornet. Después del trabajo solía quedarse a solas, aunque yo sabía que era miembro del Club Bohemio y que frecuentemente pasaba la noche jugando a las cartas con sus amigos literatos Ina Coolbrith y Charles Warren Stoddard, editores del Overland Monthly. Sus amigos de copas eran Arthur McEwen y Petey Bigelow del Examiner, y había noches que los tres montaban grandes juergas en el bar del Teatro Baldwin en Kearny and Bush, y en el salón del Crystal Palace. Y sabía que agasajaba a mujeres que no eran Mollie Bierce, en restaurantes franceses como el Terrapin Oyster House, o el Old Poodle Dog, que tenía ascensores para subir a las habitaciones de arriba y permanecía abierto toda la noche. De hecho, conocí en una ocasión a una de sus mujeres, una tal señora Barclay; una esbelta dama de fino cabello negro que relucía con diamantes y abanicaba a Bierce como si él fuera en realidad Dios Todopoderoso.

Bierce me había sugerido que escribiera un artículo de información sobre Leland Stanford, de los Cuatro Grandes, el cual acababa de ser nominado para el senado echando mano de más chanchullos políticos de los habituales. Le mostré lo que había escrito:

Todos los supervivientes de los Cuatro Grandes son grandes hombres. Collis P. Huntington pesa 108 kilos, Stanford un poco más de 118 kilos, Charles Crocker un poco menos de 136 kilos. Las mansiones en Nob Hill de estos antiguos tenderos de Sacramento son enormes. Sus fortunas son grandes. Se calcula que cuando Hopkins murió poseía diecinueve millones de dólares. La fortuna de Crocker es más grande, la de Stanford aún más grande, y la de Huntington, la más grande de todas.

A Stanford, gobernador de California durante la Guerra, le encanta que se dirijan a él como el gobernador Stanford. Ha sido comparado con Alejandro Magno, Julio César, Lorenzo el Magnífico, Napoleón Bonaparte, John Stuart Mill y Judas Iscariote.

Siendo un hombre de opiniones fuertemente arraigadas, ha ¡tablado claramente en contra de la regulación de las corporaciones propuesta por el gobierno. Considera que tal regulación va en contra del respeto tradicional americano por el derecho de propiedad, y contra los intereses del hombre de a pie, el cual necesita la cooperación de otros de su misma clase agrupándose en corporaciones que le protejan de la avaricia de los adinerados.

«Es agradable ser rico», le dijo en una ocasión a un reportero. «Pero las ventajas de la riqueza están valoradas en exceso. No me parece tan claro que un hombre que pueda comprar cualquier cosa que se le antoje sea más feliz que el hombre que puede comprar lo que realmente quiere».

Y luego añadió: «Si lloviesen monedas de oro de veinte dólares hasta el mediodía, todos los días, por la noche habrían hombres mendigando sus cenas».

Durante las investigaciones del gobierno sobre las ganancias amasadas por el ferrocarril transcontinental, los socios anunciaron que la línea estaba «depauperada». Esto de alguna manera se contradecía con las maravillas de sus mansiones en construcción. En su palacio de California Street, con sus cincuenta habitaciones, su cúpula de cristal a más de veinte metros de altura y sus ventanales apilados uno sobre otro como fichas de póquer, a Stanford le encanta presumir de pianola. Se trata de una orquesta totalmente mecánica metida en una enorme caja. También disfruta mostrando su aviario de pájaros mecánicos. Éstos están posados en las ramas de árboles artificiales en la galería de arte y funcionan mediante mecanismos de aire comprimido, y abren sus picos de metal para cantar cuando el gobernador aprieta un botón.