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Bierce reflexionó sobre mi artículo durante un rato excesivamente largo. No estaba interesado en la muerte del niño, Leland Stanford Jr., ni en la fundación de la Leland Stanford Jr. University en su honor.

Comentó que debía dejar la ironía para los irónicos profesionales y la sátira para los que poseían un toque más sutil.

– Además, no utilices el término «adinerado» en lugar de «rico». Por la misma regla, podrías decir cosas como «los "enganados" hombres de Tejas» o «los "enlangostados" hombres de la lonja de pescado».

– Sí, señor -dije.

Un mensajero me trajo un sobre cuadrado perfumado con la dirección en florida caligrafía femenina. Admiré durante unos segundos la apariencia de aquel Sr. Thomas Redmond escrito por Amelia Brittain en una perfecta y elaborada caligrafía.

Estimado Sr. Redmond,Esta misiva es para informarle de que, puesto que ya no estoy comprometida, estaría encantada de que me visitara en el 913 de Taylor Street, si así le apeteciera.

Expectantemente suya,

Amelia Brittain

PD: ¡Me apetece mucho volver a comentar con usted mi «sombra»!

AB

Me presenté en el número 913, un alto y estrecho edificio en Taylor Street con ventanales y la fachada bordeada por un porche con un sofá, sillas y mesa de mimbre. Unas horribles vidrieras de colores me observaban, y el sol poniente brillaba en el vidrio tallado de la puerta. Un mayordomo con chaleco a rayas acudió a mi llamada a la campana. Tenía pelo claro y peinado pompadour, y unos ojos que me atravesaron hasta ver en mi interior al ayudante de impresor en lugar del periodista. Sostenía una bandeja de plata sobre la que deposité mi tarjeta de visita y desapareció.

Volvió para anunciarme que la señorita Brittain no se encontraba en casa y me cerró la puerta en las narices. Retrocedí sobre mis pasos bajando los escalones y me alejé de Nob Hill por Taylor Street.

En el sótano de los Barnacle aporreé hasta destripar el relleno del asiento de la calesa, jadeando y cubierto de polvo.

Cuando dejé la Brigada de Bomberos conservé mi casco porque lo tenía en gran estima, con la picuda águila en la visera y su larga cola de castor; la visera estaba hecha de brillante y grueso cuero negro reforzado con tiras en forma de arcos góticos y forrado por dentro de fieltro. Y todavía, en ocasiones, me gustaba admirarme frente al espejo, coronado con su magnificencia. En otro tiempo había ambicionado el sombrero de Ayudante del Jefe, o incluso el blanco del propio Jefe. Aún me sobresaltaba al escuchar una campana de la Brigada de Bomberos pasando por Sacramento Street, y con frecuencia me apresuraba a ir hasta el lugar para ver la acción.

Hoy había un grupo de tres coches en Battery Street. Bombas de agua y rollos de manguera bloqueaban la calle, y arcos de reluciente agua brillaban contra el sol. Era un incendio en un almacén y se podían divisar fardos chamuscándose y ardiendo a través de las puertas abiertas. El edificio contiguo era un salón de estrecha fachada con un desvencijado cartel en el que se leía El ángel de Washoe.

El jefe con su casco blanco dirigía los chorros de agua, gritando a los bomberos que se diseminaban con sus mangueras. Del salón salió un joven con una gorra ajustable y un batín, arrastrando con dificultad un cuadro que debía de medir un metro de alto por dos de ancho. Tan sólo vislumbré una fugaz visión de la mujer desnuda que estaba pintada. Ésta montaba en un magnífico caballo blanco, su largo pelo dorado estaba artísticamente arreglado de manera que enseñaba tanto como ocultaba de sus encantos, y el semental posaba con una pata delantera levantada y doblada. Se trataba del típico cuadro de salón, pero más grandioso que la mayoría. La piel de la mujer, blanca como un capullo de gardenia, parecía iluminar la caótica escena. Peleándose con el cuadro, que se zarandeaba por las ráfagas de viento procedentes de las llamas y los arcos de agua, el joven avanzó a trompicones por la calle y desapareció por un callejón. Esa visión del desnudo femenino me obligó a seguirlo, pero tenía el paso bloqueado por un tiro de caballos que portaban una de las bombas de agua. Y la Lady Godiva del Ángel de Washoe desapareció de mi visión.

En el establecimiento de la señora Johnson en el Upper Tenderloin me senté en el saloncito esperando a Annie Dunker. La señora Johnson estaba sentada en el otro extremo de la sala, regordeta y con un vestido negro brillante, y hablaba con un hombre de pelo canoso con traje marrón al cual yo había devuelto el saludo educadamente sin que nuestros ojos se encontraran. Me aposenté en una silla tapizada orientada hacia la ventana y el tráfico de Stockton Street. Era aún pronto para la clientela, pero la señora Johnson siempre se mostraba amable. Tenía la peculiaridad de cobrarse los dólares doblándolos y deslizándolos con su mano en el interior del negro puño de su blusa.

Annie bajó las escaleras con una combinación larga hasta los tobillos, revelando interesantes pliegues y recovecos, y llevaba un lazo azul en el cuello. Se me acercó dando pasitos cortos, me empujó hacia atrás cuando me levanté y se sentó en mi regazo.

– ¡Ha pasado tanto tiempo, Tommy!

Era una chica con cara de gatita y cabello negro, un par de años mayor que yo. Había trabajado en Albany y Chicago antes de mudarse a San Francisco. Se removió en mis rodillas durante unos instantes antes de ponerse de pie de un salto. Subimos al piso de arriba cogidos del brazo. En su habitación me senté en la cama y dije que quería conversar.

– ¿Antes o después? -preguntó ella.

– ¿Sabes quién es Beau McNair?

– Todo el mundo le conoce.

– ¿Qué quieres decir?

– Todo el mundo que va a los mejores locales, claro está.

– ¿Hay alguna chica judía pelirroja con la que pudiera pasar el tiempo?

– Rachel, en el local de la señora Overton. Mi prima también trabaja allí.

– ¿Y qué sabes sobre él?

– Sólo que es muy… atento, Tommy. Igual que tú lo eras conmigo -tenía una manera peculiar de alargar la pronunciación de «conmigo». Se rió, alisándose la combinación con las manos.

– ¿Podrías averiguar cómo se porta él con ella? ¿Cómo actúa? ¿Qué dice? Cualquier cosa interesante.

– ¡Ninguna de ellas cree que sea el terrible… carnicero!

– Sólo es información que me interesa tener. Cómo es él.

– Le preguntaré a Lucille. Sé que Rachel está muy solicitada.

– ¿Alguna vez has tenido algún cliente que no tuviera una… -señalé hacia abajo-, ya sabes.

Se cubrió la boca y rió, negando con la cabeza.

– ¿De qué le servirían nuestros servicios a alguien sin eso, Tommy?

– ¿Has oído de alguien así? Tiene que usar una cosa de cuero atada. Un dildo, supongo.

– Bueno, hay hombres que hacen eso, Tommy. Viejos a los que ya no se les empina.

– Éste es un hombre joven.

Negó con la cabeza una vez más, con expresión de asombro.

– ¿Podrías preguntar por ahí sobre un tipo así? Puedo conseguirte dinero por esa información.