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Lillie Coit se rió, agitó la fusta en dirección a Bierce, y el bayo trotó hasta desaparecer del claro.

Bierce y yo bajamos juntos de regreso por el sendero.

– ¿Te invitó a Larkmead? -preguntó él.

Asentí.

– Toma de la vida lo que le apetece -dijo él-. Admiro a esa mujer.

– Ya he podido comprobarlo.

– Cuando caigas entre los brazos de una mujer, asegúrate de que no caes en sus manos -dijo él.

Yo aún estaba conmocionado por la franqueza de la invitación de Lillie Coit.

– Es una verdadera aristócrata de una vieja familia sureña, no una de nuestras duquesas instantáneas -continuó-. Ni tampoco es una de las mujeres sumisas que terminan sometiendo a sus señores. Es una de las pocas mujeres que conozco que está por encima de su sexo.

Mientras descendíamos el sendero hacia la casa era como si, paso a paso, el rostro de Bierce recobrara su habitual frialdad, adentrándose en el tema de los fallos y exigencias del género femenino. Señaló con su bastón la aguja de la iglesia, visible a través de las copas de los árboles.

– Las mujercitas son capaces de aburrirse hasta quedar totalmente insensibilizadas todos los domingos por la mañana con la esperanza de poder entrar en la Casa de los Cielos para la eternidad -dijo él.

– A mi madre le gusta ir y relacionarse con la gente -dije-. Allí ve a sus amigos y habla con el párroco.

– La iglesia es la guardiana de la institución del matrimonio, en la cual la hembra monógama intenta aprisionar al macho polígamo -continuó diciendo pomposamente.

Temía que fuera a confiarme la infelicidad de su propio matrimonio, pero era tan poco capaz de revelar sus problemas personales como de jugar a la pelota con sus hijos.

– Durante el matrimonio, la mujer continúa exigiendo a su esposo cautivo el mismo ardor que éste mostró durante el cortejo -dijo, golpeando con su bastón los hierbajos del camino-. Ella insistirá en las tonterías infantiles de las que hablaban cuando estaban comprometidos. Pero su amante murió la noche de bodas.

Bierce me estaba aleccionando sobre los defectos del matrimonio y de la naturaleza femenina en un momento de mi vida en el que yo consideraba a Amelia Brittain la estrella más reluciente de su sexo, y a su sexo mismo como el culmen glorioso de la creación.

Los fieles habían regresado a casa y la comida ya estaba en la mesa. Hoy la discusión versó sobre el Directorio de la Élite de San Francisco, un listado de la alta sociedad de la ciudad en el que los nombres del señor y la señora Bierce aparecían. Bierce detestaba ese listado, pero la señora Day insistía en que él y Mollie Bierce deberían sacar provecho de su estatus social. Bierce aún tenía cosas que añadir sobre el tema del género femenino y las instituciones en el tren y el ferry de regreso a San Francisco.

– Sé que soy un hombre amargado, Tom. Y sé que en ocasiones te escandalizo. ¿Y de qué podría culparte? He conocido demasiado sobre el sinsentido de la naturaleza humana durante la guerra, tan sólo pura voluntad, y los hombres a los que maté eran tan buenos o tan malos como los que murieron a mi lado. Esto ha afectado a mi naturaleza, lo sé. Nunca seré un hombre feliz. Tan sólo puedo aspirar a ser un hombre eficaz.

– Sabes que lo eres -dije.

– Eso aún está por ver -dijo Bierce.

12

Soga: Adminículo obsoleto usado para recordar a los asesinos que también ellos son mortales.

– El Diccionario del Diablo-

El lunes volví a marcharme del número 913 de Taylor Street sin ser recibido, tras quedarme de pie en el porche frente a la puerta cerrada sintiéndome desairado y estúpido. En esta ocasión escribí una nota a Amelia contándole que me habían dicho dos veces que no estaba en casa y le informé además del día y la hora. Le dije también que necesitaba saber sobre su «sombra».

El martes se cumplió una semana sin ningún otro asesinato de la baraja, cuya continuación se insinuaba tan lúgubremente por la progresión del palo de picas. Era como si el falsificado asesinato de la señora Hamon hubiera tenido como efecto secundario detener el conflicto principal.

Bierce y yo nos reunimos con el sargento Nix en el salón de Kearny Street, cerca de la central de policía en el Old City Hall. Envuelto en un agradable hedor a cerveza, el local tenía fresqueras de comida sobre la barra, sillas con patas de hierro que chirriaban contra las baldosas del suelo, y el ubicuo anuncio en la fachada informando de la existencia de Bonitas camareras, aunque no había ni rastro de ellas a esa hora del día.

– Jennings estuvo en Sacramento el miércoles… ése es el día en que la casa fue incendiada -dijo Nix, apoyándose sobre la mesa-. Pero seguro que estuvo en la ciudad la noche del asesinato. Él y su esposa viven en Jones Street. Pertenece al Pacific Club. Un senador del estado es un pez demasiado grande para que el capitán Pusey pueda pescarlo con su anzuelo.

Bierce estaba sentado, con los dedos entrelazados y observaba a Nix mirándole desde abajo.

– Pero el capitán Pusey debe de tener algo con lo que avanzar.

– Quizás -dijo Nix-. Simplemente no pone sus cartas sobre la mesa.

– Información específica -dijo Bierce-. Todo lo que tengo hasta el momento no son más que deducciones y presentimientos, y una convicción personal.

Con esto no avanzábamos mucho para dar con la identidad del Destripador. Me irritaba la obsesión de Bierce con Jennings y el Ferrocarril.

– Un abogado en Tulare reunió pruebas a favor de la causa de los granjeros de Mussel Slough -dijo Nix-. Jennings las rechazó todas durante el juicio, y algo hizo callar al letrado. Lo hicieron huir del distrito.

– Creo que el hombre que Tom vio en Santa Cruz era Klosters -dijo Bierce-. Quizás lo que el capitán tiene es al redactor del Virginia Sentinel, ofreciéndole doscientos dólares por el daguerrotipo de los Picas del que informó a Tom -dijo Bierce-. Tom está escribiendo un artículo recordando el caso de Mussel Slough -añadió-. Habrá una respuesta.

– ¿Del Ferrocarril, quieres decir? -preguntó el sargento Nix-. Si es que realmente les preocupa.

– Sí -dijo Bierce amargamente-. Hasta el momento están tan intactos como la manzana prohibida antes del destierro del Edén.

Bierce escribió en su columna del Tattle, respondiendo a la carta de un lector:

Para P. D. - Al asumir que hemos abandonado «la lucha contra los del ferrocarril» está cometiendo un error. En el curso natural de los comentarios -verbales y gráficos- sobre cuestiones públicas, hemos encontrado con frecuencia la ocasión para censurar los métodos piráticos de los Ferrocacos, y ante situaciones similares lo volveremos a hacer, como podrá comprobar en breve.

Por ejemplo, nuestro señor Huntington ha afirmado que si las ganancias del Ferrocarril continúan cayendo deberá recurrir a un recorte de salarios. El es uno de los principales empresarios del estado y del que depende un mayor número de empleos, y parece ser que si no permitimos que el señor Huntington gane dos millones al año a partir de una inversión original similar a lo que cuesta un botón de liguero y un sello de correos, ningún mecánico ganará más de un dólar al día si él puede evitarlo.