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El pequeño y pulcro hombrecillo dijo que se llamaba Smith. Estrechó la mano a Bierce y se inclinó ante mí.

– ¿El hijo de Cletus Redmond? -dijo.

Asentí.

Llevaba una insignia con un diamante en la corbata y una cadena de oro colgando del chaleco. Un par de zapatos de talla infantil relucían bajo los dobladillos de su pantalón. Tenía el cabello plateado y una barbita triangular también plateada. Le brillaban los ojillos.

– Hemos leído su reciente artículo en el Hornet -ledijo a Bierce tras tomar asiento, cruzar las piernas y apoyar el sombrero en su regazo; y dirigiéndose a mí añadió-: El suyo también, señor Redmond.

– ¿Podría preguntar quién es ese «nosotros»? -preguntó Bierce con tono afable.

– Ciertos caballeros de la Cuarta con Townsend, a los que usted suele insultar con frecuencia, señor -Smith se rió entre dientes.

– ¡Vaya, pensé que los estaba halagando! -dijo Bierce.

– Tengo un mensaje para usted -dijo Smith.

– Soy todo oídos.

– Es muy breve -dijo Smith-. Tan sólo esto: aquellos que investigan podrían también ser investigados.

Se levantó, se encasquetó el sombrero y dijo:

– Buenos días, señor. Buenos días -y se marchó repicando sus tacones por el pasillo.

El titular que apareció en el Chronicle aldía siguiente y que estaba sobre la mesa de desayuno de los Barnacle era: Asesinato de picas número 4, y a continuación, Asesinato en Upper Tenderloin. En letras más pequeñas se leía: Alcalde ofrece recompensa. Lo cogí para hojear la noticia:

El doctor Manship, tras un apresurado examen del cuerpo, declaró que creía que acababa de cometerse una atroz carnicería. La víctima fue atacada cerca de la trastienda del establecimiento de Stockton Street regentado por la señora Mamie Overton. La víctima fue degollada de un solo corte y con un arma afilada y, como en anteriores ocasiones, su torso estaba espeluznantemente descuartizado. El nombre de la joven aún no ha sido revelado.

El alcalde Washington Bartlett ha autorizado una recompensa de mil dólares por cualquier información que pueda conducir a la detención del maniaco del cuchillo.

Tomé el tranvía a Dunbar Alley. El capitán Pusey se encontraba allí, con otros dos policías. La morgue apestaba a sangre añeja, sudor y humo de puro. La última víctima yacía desnuda, del color del papel y patéticamente delgada sobre la losa. Era pelirroja y tenía una expresión de calma en su rostro distinta a las caras contorsionadas de las otras tres estranguladas. Ésta no había sido estrangulada, pero le habían rebanado el cuello hasta el hueso. Había una herida abierta en su estómago, pero no la habían rajado en canal, a diferencia de las otras.

– Mire las uñas -dijo el capitán Pusey, señalando con el puro en la mano.

Se veían depósitos de carne bajo las uñas. Esta mujer había luchado contra su asaltante.

Su nombre era Rachel LeVigne.

Rachel LeVigne era la judía pelirroja de Beau McNair, y Amelia Brittain era su prometida, o en todo caso lo había sido. Y tenía una «sombra».

Cuando le conté al capitán Pusey que la señorita Brittain estaba en peligro, envió inmediatamente a un agente al número 913 de Taylor Street.

14

Carne de gusano: El producto terminado del cual somos la materia prima. Lo que contiene el Taj Mahal, la Tumba de Napoleón y el Grantarium.

– El Diccionario del Diablo-

Los lavabos del salón de la señora Overton de Stockton Street estaban inutilizados debido a un atasco de las alcantarillas, y las chicas y sus clientes debían utilizar la letrina exterior en la parte trasera del edificio. La zona estaba iluminada con una lámpara de queroseno colgada de un gancho. Una chica que estaba dentro de la letrina oyó los gritos de Rachel LeVigne, pero le dio miedo salir. Dos clientes salieron corriendo, encontraron el cuerpo y vieron a un hombre embozado con algo parecido a una capa y un sombrero de ala ancha que desaparecía por una puerta que daba al edificio contiguo.

Un poco antes, el señor Beaumont McNair había llevado a la señorita LeVigne a cenar al Fly Trap y a un recital de piano del concertista húngaro Pavel Magyar, pero la había acompañado de regreso al establecimiento de la señora Overton alrededor de las diez y media. Se le vio despidiéndola unos instantes antes de que fuera asaltada en la trastienda.

El sargento Nix visitó a Beau McNair en la mansión de los McNair. Le contó a Bierce que el rostro de Beau no presentaba marca alguna de las uñas de Rachel LeVigne, y que Rudolph Buckle daba fe de su regreso a las diez y media la noche anterior.

Ya cundía el pánico entre las prostitutas del Upper Tenderloin, así como de Morton Street, y los titulares alarmistas en los periódicos no ayudaban. Realicé mi tercera visita al número 913 de Taylor Street.

El porche que bordeaba toda la fachada de la casa estaba en un punto bastante elevado del extremo oeste de la ciudad, debido a la pronunciada pendiente de Taylor Street. La barandilla se apoyaba sobre una estilizada balaustrada. La fachada de la casa estaba decorada con rosetas de escayola y frisos ornamentados que producían una maraña geométrica de luces y sombras con el sol de la mañana sobre Nob Hill. Un agente estaba sentado en una de las sillas de mimbre en un extremo del porche y levantó la mano para saludarme.

El mayordomo volvió a llevarse mi tarjeta y se retiró, y en esta ocasión abrió la puerta para dejarme pasar.

Amelia y su madre estaban sentadas en el salón. Amelia mostraba un rostro reluciente, y la aureola de rizos se levantó para darme la bienvenida. Su madre, que lucía una delantera sorprendentemente grande y una agria expresión de desaprobación y ansiedad en el rostro, permaneció sentada mientras Amelia me conducía hasta ella.

– ¿Qué tal está, señor Redmond? ¿Debemos agradecerle a usted la presencia del caballero de la policía que está en nuestro porche?

Le dije que así era.

– ¿Y se debe a que hayan seguido a mi hija?

– En parte.

La señora Brittain abandonó la sala para pedir que nos sirvieran el té y me quedé a solas con Amelia.

– ¡Pobre chiquilla! -dijo ella.

– Es la chica judía que el señor McNair apreciaba.

– ¡Sí!

– También la aprecia a usted…

Abrió la boca, pero no dijo nada. Sus cejas escalaron hasta lo alto de su frente.

– ¿Fue la mujer asesinada el motivo de que rompiera su compromiso con él?

Se humedeció los labios.

– Mi padre insistió en que rompiera el compromiso.

Se sujetaba los brazos fuertemente alrededor de la cintura, como si tuviera frío, con los codos sobresaliendo de los costados.

No sabía cómo interpretar su respuesta. Me habían asegurado que Beau McNair era todo un partido. ¡Con todos los millones de Lady Caroline!

– Señorita Brittain, ¿qué quiso decir en su nota con lo de la sombra? Su madre dice que la han seguido.

– Un hombre me ha seguido en varias ocasiones.