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Rió entre dientes casi sin aliento, como si la visión de Carrie también le hubiera abrumado.

– ¡Ésa sí que era una mujer! -dijo-. Hay un cuadro de ese momento. Un artista alemán amigo de ella lo pintó para el salón de Virginia City. Franz Landesknicht, o algo similar. Carrie posó para él -dejó escapar una risita ahogada una vez más.

¡Yo mismo había visto ese cuadro cuando fue sacado de un salón llamado El Ángel de Washoe! No pensé que fuera apropiado compartir dicha información y dije:

– Me pregunto dónde estará ese cuadro ahora.

El señor Brittain reflexionó unos segundos, luego se encogió de hombros y dijo:

– Ah, bueno, me temo que la señora Brittain no me permitiría que lo colgase aquí -se rió durante un largo rato-. ¡No me cabe la menor duda sobre eso!

Cuando me cité con Amelia para ir de paseo el domingo, pude ver que la señora Brittain lo desaprobaba tanto como hubiera desaprobado que se colgase el retrato de Caroline LaPlante de Lady Godiva en el salón del número 913 de Taylor Street.

Pasé el resto de la mañana en Battery Street, donde se había quemado el almacén causando un caos de humo pestilente. El Ángel de Washoe estaba muy dañado, incluyendo el cartel, cuyos soportes habían caído haciendo que aterrizase sobre el resto de escombros. El vecindario lo conformaban pequeños negocios y tiendas, mayormente edificios de una sola planta, y nadie parecía saber quién era el propietario del salón o adónde había sido llevado el famoso cuadro. Sin embargo, muchos de ellos conocían el cuadro de Lady Godiva muy bien y se les iluminaban los rostros con placer al hablar de sus encantos. Cuando fui a la Compañía de Agua de Spring Valley averigüé que las facturas del número 308 de Battery Street fueron enviadas a una empresa llamada Mangan Bros. en 8th Street, Sacramento.

Le pasaría toda la información al sargento Nix para que continuara las pesquisas por medio de sus contactos en la policía de Sacramento.

Bierce y yo tomamos un coche hacia Nob Hill; avanzábamos lentamente y los cascos del caballo resbalaban por la pendiente de California Street.

– Las siguientes preguntas son importantes -dijo-. ¿Por qué ocurren estos asesinatos? Y ¿por qué están ocurriendo ahora?

– Algo ha cambiado -dije.

– ¿Por ejemplo?

– Beau McNair ha regresado a San Francisco.

Gruñó, asintiendo con la cabeza. Discutimos el significado del cuatro de picas encontrado en el cuerpo de Rachel LeVigne. ¿Significaba ese cuatro que el Destripador de Morton Street había decidido aceptar el asesinato de la señora Hamon, el del tres de picas, como suyo? Y, de ser así, ¿era su propósito recorrer todo el palo de picas hasta llegar a la reina?

Las torres y cúpulas de la mansión Hopkins se alzaron ante nuestros ojos. A la derecha estaba el castillo Crocker, una masa enmarañada de madera tallada con una enorme torre. En la esquina más alejada se hallaba el muro disuasorio [9], absurdamente alto, que rodeaba la vivienda del único propietario que se negaba a vender su terreno a Charles Crocker. El muro era una afrenta tan arrogante e implacable que uno no podía verla sin maldecir a Charles Crocker, de los Cuatro Grandes.

– Ojalá se parta una pierna -dije.

– Haz un artículo sobre ello -dijo Bierce-. No tienes que posicionarte; los hechos hablan por sí mismos.

En esos momentos la mansión McNair apareció ante nosotros, con techos en mansarda y torres que sobresalían como lanzas. El gris de las paredes quedaba aligerado por las pinceladas de verde que proporcionaban los árboles podados y, más abajo, las hileras de arbustos y flores; el terreno estaba rodeado de un kilómetro y medio de campo limitado por una verja de hierro forjado con relucientes boliches de latón a intervalos de tres metros.

Un mayordomo corpulento y con el cabello negro peinado con raya en medio abrió la puerta.

– Nos gustaría ver al señor Buckle -dijo Bierce.

El mayordomo se retiró con su tarjeta y regresó para indicarnos con una reverencia que le acompañáramos al interior.

El vestíbulo se alzaba a una altura de tres plantas de galerías y balaustradas hasta el techo rematado con una cúpula de cristal. En una de las altas paredes podrían haber cabido dos de los cuadros de Highgrade Carrie como Lady Godiva, pero en su lugar había colgado un cuadro en un elaborado marco dorado que describía una escena pastoril con ciervo bebiendo de un estanque cobrizo, y el retrato de un caballero con forma de chuleta, calvo, con el ceño fruncido y la boca escondida tras un agresivo bigote; debía de ser el difunto Nathaniel McNair.

Buckle se acercó a grandes zancadas con un repiqueteo de tacones en el parqué. Era el hombre alto de pelo canoso con el que me había encontrado en la cárcel. Ahora llevaba puesto un abrigo de mañana negro y pantalones a rayas.

– Saludos, señor Bierce, saludos -dijo, estrechando la mano de Bierce y ofreciéndome una sonrisa de sorpresa-. ¿Y este caballero es…?

– Mi colaborador, el señor Redmond.

– Por favor, entren, caballeros -Buckle nos guió a través de una sala octogonal en la que había un reluciente piano de cola, con una partitura en el atril y una lámpara alta de pie junto a él.

Percibí una ligera parada en el paso de Bierce cuando vio el piano. Nos condujo al salón de estar, una habitación con ventanales de los que colgaban cordones de persianas y aros de croché; Bierce tomó asiento en un sillón mullido, yo en un lujoso diván color ciruela. Buckle se sentó frente a nosotros, con sus largas piernas cruzadas y mostrándonos sus relucientes zapatos de salón.

– Usted es el administrador en San Francisco de Lady Caroline Stearns, señor Buckle -dijo Bierce.

Buckle inclinó la cabeza. Tenía una barba bien cuidada, y ojos azules bajo negras cejas.

– El señor Bosworth Curtis, el señor Childress del Banco de California y yo gestionamos sus intereses en el Oeste.

– ¿Y usted y el joven señor McNair son los inquilinos de este formidable edificio? -preguntó Bierce.

Buckle se rió confiadamente.

– Oh, hay todo un ejército de sirvientes. Innumerables habitaciones, áticos llenos de mobiliario que no se usa, y un fantasma, ¡por supuesto! Todo siempre listo para recibir a Lady Caroline, en caso de que le apeteciera volver a la City.

– Y ella está de camino, ¿porque le apetece? -dijo Bierce.

Buckle levantó una ceja.

– Me pregunto cómo sabe usted eso.

– Lo sabe todo el mundo -dijo Bierce.

– Acaba de llegar a Nueva York.

– ¿Está el joven señor McNair aquí?

– Ha salido esta noche. Ha sufrido un terrible golpe, como comprenderán.

– Comprendo que él acompañó a esa desafortunada joven a un concierto de piano -dijo Bierce-. Luego la llevó de regreso a la pensión y vino directamente aquí. Se ha demostrado que el concierto acabó unos veinte minutos antes de las diez. Él la llevó a Stockton Street a las diez y media y apareció aquí tan sólo unosinstantes después.

– Así lo he declarado y doy fe de ello -dijo Buckle con gravedad.

– ¿Y también da fe de su presencia las noches de los tres asesinatos en Morton Street?

– Así es -dijo Buckle-. ¿Qué interés tiene usted en todo este asunto, si me permite preguntárselo, señor Bierce?

– El interés de un periodista, señor Buckle.

– Ese piano es magnífico, señor Buckle -dije.

Asintió y sonrió como si le hubiera alabado a él personalmente.

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[9] Muro divisorio con ánimo de molestar o aislar al vecino. En el original es denominado spitefence, término legal que se refiere a la valla divisoria que construye un colindante, con objeto de causar molestias a su vecino. El spite fence dela mansión de los Crocker fue una famosa construcción en la historia de San Francisco. Charles Crocker hizo construir un enorme muro alrededor de la modesta residencia de un director de pompas fúnebres alemán llamado Nicolas Yung, con el fin de estropearle las vistas y forzarle así a venderle la propiedad. El muro era tan absurdamente elevado que de la casa de este desafortunado hombre sólo sobresalían las chimeneas, y fue necesario apuntalarlo con vigas. No fue derruido hasta que Crocker compró la propiedad, tras la muerte de Yung. Finalmente, en varios estados se legisló contra las spite-fences con el fin de evitar ese tipo de tropelías inmobiliarias. (N. de la T.)