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– Es un Bechstein. Sí, es un hermoso instrumento.

– ¿Y usted lo toca? -preguntó Bierce.

Más movimientos de cabeza en asentimiento y sonrisas.

– Dígame -dijo Bierce-. ¿No tocaba usted el piano en una pequeña banda de música en el Miners' Rest de Virginia City?

El rostro de Buckle no experimentó ningún cambio de expresión, pero los dedos sobre la rodilla de sus pantalones a rayas se crisparon. Relajó la mano cuando se percató de que yo tenía los ojos fijos en ella.

– ¿Por qué lo pregunta, señor Bierce? -dijo.

– Nos han informado de que Nathaniel McNair aceptó a Beaumont McNair como su hijo, aunque él no era realmente el padre -dijo Bierce-. Estamos intentando determinar quién es el verdadero padre. Nos contaron que uno de los favoritos de Lady Caroline era el pianista del Miners' Rest.

– Yo no soy el padre de Beau McNair -dijo Buckle. Se mojó los labios con un lametazo de su lengua gris-. Ni tampoco llego a entender la pertinencia de todo esto.

– ¿Quién fue el padre?

– Señor Bierce, de eso hace más de veinte años. Eran otros tiempos y no es asunto de nadie. Siento no poder serles de ayuda.

– De hecho, es asunto de todo el mundo -dijo Bierce-. Cuatro mujeres han sido salvajemente asesinadas por alguien relacionado con la Sociedad de Picas de Virginia City, la cual fue creada para comprar la mina Jota de Picas. De los cinco Picas, Caroline LaPlante y Nat McNair, con la ayuda de un tal Albert Gorton, confabularon para engañar y estafar a los otros dos arrebatándoles sus acciones. Los otros dos eran E. O. Macomber y Adolphus Jackson. Gorton fue asesinado más tarde, quizás por un matón llamado Klosters. Estoy seguro de que usted está familiarizado con todos estos nombres, señor Buckle. Macomber, o Jackson o algún otro conectado con la Sociedad de Picas es responsable de estos asesinatos o está muy íntimamente involucrado en ellos. Si usted no nos ayuda, me veré obligado a emplear todos los recursos de persuasión que tenga a mi alcance con usted y con Beaumont McNair.

Buckle cruzó los brazos.

– No puedo ofrecerle ninguna información sin consultarlo antes con el señor Curtis y con Lady Caroline.

– Entonces continuaremos con nuestro viaje de revelaciones sin su ayuda. Debo informarle de que cualquiera que estuviera relacionado con Lady Caroline en los tiempos de Virginia City será investigado.

Buckle palideció como si estuviera a punto de desmayarse.

– ¿Dónde podemos encontrar a E. O. Macomber, señor Buckle? -dijo Bierce inclinándose hacia él.

– No tengo ni idea de qué ha sido de él.

– ¿Y qué ha sido de Adolphus Jackson?

Buckle se volvió a mojar los labios.

– Adolphus Jackson es el senador Aaron Jennings -dijo.

– Las iniciales deberían haberme puesto sobre aviso -dijo Bierce, recostándose hacia atrás.

Allí estaba, la conexión que había estado buscando.

Bierce se levantó.

– Buenos días tenga usted, señor Buckle -dijo.

Buckle también se levantó. Parecía cansado. No nos acompañó hasta la puerta, y llamó al mayordomo para que nos guiara hasta la salida.

De camino de vuelta a California Street, Bierce dijo:

– Deberíamos haber ahondado en el fantasma amante de las flores de la mansión McNair.

Más de un fantasma, pensé yo.

15

Tinta: Compuesto asqueroso de tanogalato de hierro, goma arábiga y agua, que se utiliza principalmente para facilitar el contagio de la idiotez y estimular el crimen intelectual.

– El Diccionario del Diablo-

Aún no se me permitía considerarme un periodista hecho y derecho, y de nuevo fui requerido para ayudar a Dutch John y Frank Grief en la impresión semanal en el sótano del Hornet, con la fiable-dentro-de-su-poca-fiabilidad prensa Chandler & Price, cuyo cinturón giratorio de cuero se rompía periódicamente y se salía del riel volando y revolviéndose por el sótano, y aquel hedor ácido a tinta que precisa de mucho jabón y agua caliente en los baños de Pine Street para librarse de él.

Tras la cena, los hijos de los Barnacle montaron una función para los huéspedes que estábamos reunidos: Oso Peludo, el Bocinas, Jimmy McGurn y Tom Redmond. Todos estábamos sentados con nuestros platitos de tarta vacíos y tazas de café frente a nosotros, presenciando la actuación de los jóvenes Barnacle. Esa noche tocaba adivinanzas, en las que Belinda siempre llevaba la voz cantante. Apareció envuelta en blanco, tocada con una gorra blanca, y se había marcado unas líneas oscuras sobre las mejillas para aparentar vejez. Colbert, con sus calzones, camisa blanca y corbata, estaba de pie delante de ella. Entre ellos había una misteriosa construcción hecha de hojas de periódico arrugadas pintadas de blanco, con velas de cumpleaños apagadas clavadas. Belinda llevaba una especie de varita, por lo que al principio pensé que era un hada.

Pero dio unos golpecitos en el hombro a Colbert, y con voz temblorosa le ordenó:

– ¡Toca, chico!

– ¡Grandes esperanzas! -dije.

Hubo un aplauso. Belinda hizo una reverencia. La construcción de papel era, por supuesto, el pastel de bodas desmoronado.

Más tarde apareció con su vestido de los domingos, revelando la silueta de unos pechos incipientes, el pelo recogido en dos trenzas; se puso delante del público y declamó:

– ¡Soplad, vientos, atronad! ¡Tejed la enmarañada manga de la inquietud! Hay una corriente en el curso de los asuntos de los hombres, que si se nada con ella nos lleva a la fortuna. Y todas las nubes que descendieron alrededor de nuestra casa se hundieron en el profundo lecho del océano. ¡Hay un sauce que crece al otro lado del riachuelo!

Hizo un gesto dramático.

– ¡Fuera, maldita mácula! ¿Por qué eres tú Romeo? ¡Al menos moriremos con las botas puestas!

»¡El resto es silencio!

Belinda hizo una reverencia mientras recibía un atronador aplauso, al que se unieron sus padres. Aplaudí con entusiasmo. Las mejillas de Belinda estaban sonrosadas por el placer mientras hacía otra reverencia.

Mi futura esposa disfrutó mucho del aplauso.

Finalmente llegó un sobre marrón de Virginia City, y Bierce y yo pudimos examinar los rostros de los Picas en la plancha de metal. Estaban agrupados delante de un edificio que podría ser el Miner's Rest, con un balcón saliente que daba sombra a algunos de los rostros. ¡Eran jóvenes! Todos sonreían. Caroline LaPlante estaba en el centro, muy respetable y de aspecto anodino, con falda negra y camisa blanca, con un enorme sombrero en forma de plato que le ensombrecía el rostro. A un lado de ella aparecía un hombre no tan joven como el resto, al cual identifiqué como Nat McNair; al otro lado había un joven corpulento, bien afeitado y sonriente, tocado con un bombín. Junto a McNair había un hombrecillo con cara de mono, y junto a ése otro tipo con bombín, con el rostro medio oculto bajo la sombra del balcón. Los tres hombres jóvenes debían de ser Al Gorton, E. O. Macomber y Adolphus Jackson, que en realidad era el senador Jennings. Bierce conocía a Jennings, pero no pudo reconocerlo en el hombre joven del daguerrotipo.

– Lleva esto a Pusey -dijo-. Pondremos a prueba su memoria con las caras y su tan cacareado Archivo Fotográfico Criminal -se acarició el bigote, y continuó-: Será interesante ver si Pusey identifica a Jackson como Jennings. Jennings podría estar pagando una generosa cantidad de dinero para no ser identificado.

Había sacado una lupa para ver si podía reconocer a Jennings. Cuando me la pasó, me incliné sobre el daguerrotipo.

El hombre cuyo rostro estaba parcialmente ensombrecido era con toda seguridad mi padre.