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– ¿Cuándo has llegado?

– Ayer noche en el Evening Express. Había mucha gente ilustre a bordo. Ollie Fenster, Rudy Buckle, un grupo del Banco de Nevada. Jugamos un rato al póquer. ¡Esos caballeros van a pagar esta excelente cena! -se rió engoladamente-. Uh, tienes un chichón enorme ahí -dijo, señalando con la cabeza-. ¿Algún caco de San Francisco te asaltó?

– Creo que fue un poli -dije, y ambos reímos.

Me imaginé al Don como uno de los propietarios de la Jota de Picas, y de otras cuatro propiedades. Dijo que había sido timado en Virginia City, pero no lo mencionó como si guardara carga alguna de antiguo odio. El dinero siempre le había importado poco. Había logrado arañar lo suficiente para embarcarse hacia el yacimiento de la última bonanza, para comprar valores, licor y alguna que otra excelente comida de Sacramento para sus amigos y amiguitas, mientras mi madre cortaba trozos de cartón y lona y los metía en nuestros zapatos para tapar los agujeros, y remendaba la ropa que íbamos heredando.

Probablemente la actitud de mi padre era que si Nat McNair y demás no le hubieran desplumado de su participación en la Jota de Picas, algún otro lo hubiera hecho.

Nos trajeron los menús. El Don los dejó a un lado y pidió anti-pasti, gnocchi, ravioli de carne de venado y linguine de almeja. Picoteamos unos cuantos rábanos y olivas.

Me miró fijamente.

– He oído que trabajas para un periodicucho -dijo-. Te lo advierto, hijo, estaba orgulloso de ti cuando eras bombero. Hubieras llegado a Jefe.

– Quizás -dije, asintiendo.

– Trabajas para el Amargado Bierce -dijo él.

– Sí, señor.

– ¿Y cómo es?

Si le hubiera dicho «¡Amargo!», nos habríamos reído juntos, pero era como si me hubiera lanzado una pelota alta para que yo la golpeara fuera del campo. Si le contaba cuánto admiraba a Bierce se sentiría profundamente dolido. O quizás pensaría que había sido yo el que le había lanzado una pelota alta para que la golpeara fuera del campo en su turno de batear, dejando entrever la decepción que yo había resultado ser para él y para mi madre al dejar la Brigada de Bomberos para hacer recados a Dutch John y a Ambrose Bierce.

– Bueno, Bierce va tras cada maleante, impostor, tramposo, charlatán, predicador deshonrado y político de estómago agradecido sin temor o favoritismo.

– Muchos de ellos viven en esta ciudad -dijo el Don.

– Sí, señor.

El Don volvió a llenar su copa e inclinó el cuello de la botella sobre la mía, la cual aún estaba llena.

– Me sorprendería que Aaron Jennings no fuera a por él.

– ¿Eso crees? -dije.

– Aaron es un caballero. Vive aquí en la City, con una esposa regordeta y dulce y un par de hijos a medio criar. Antes era juez, ya sabes. Un excelente legislador. Un hombre con el que navegar por el río.

– Estoy escribiendo un artículo sobre él para el Hornet.

– ¿Te han encargado a ti que escribas artículos?

Me esforcé por detectar el énfasis en el «a ti».

– Sí, señor.

En ese momento llegaron las fuentes llenas de comida en una nube de olores y un solícito camarero movió nuestros platos y copas para colocarlos en la mesa. Mi padre sonrió al contemplar los manjares que había pedido, y a continuación frunció el ceño al recordar el tema de la conversación. Él mismo sirvió la comida en los platos con un cucharón de plata. Yo sentía tal nudo en el estómago que dudaba poder engullir nada. Volví a sentir unas punzadas de dolor en la cabeza, como si fuera algún tipo de recordatorio.

– ¿Y cómo te las apañas para «escribir artículos»?

– Hay archivos en el Hornet, y también los archivos del Chronicle, el Alta yel Examiner. Los reviso y ato cabos.

También los datos que no estaban en ningún archivo, pensé. Me miró con ojos entornados.

– ¿Y nunca se te ha ocurrido que alguien podría ir a por ti?

Klosters ya había venido a por mí. Le dije que hasta el momento tan sólo había escrito un artículo sobre Mussel Slough y algunas pesquisas sobre Mammy Pleasant, por no mencionar mis investigaciones sobre el senador Jennings.

– Te has puesto de parte de esos rastreros. Nunca pensé que lo harías, hijo.

– Bueno, es historia.

– Hay mucha invención en la historia -afirmó mi padre. Pidió una segunda botella de vino-. Creo que Wally podría conseguirte un trabajo en la Cuarta con Townsend. ¿Te gustaría? Supongo que allí también necesitan escritores.

– No, gracias -dije.

– ¿Qué eres tú?, ¿antimonopolista?

– Sí, señor -le dije; mastiqué la comida pero no pude digerirla.

– Hijo -me dijo apesadumbrado-, sin el Ferrocarril esta ciudad sería un polvoriento pueblecillo mexicano de mala muerte. Éste no sería un gran estado. No sería nada en absoluto. ¿Quién es el mayor contratista de este estado, hijo?

Mastiqué y asentí. El Ferrocarril, claro está.

– Simplemente no puedo creer que un hijo mío pueda estar tan equivocado. El Dios Todopoderoso Bierce. Él es quien te ha puesto en contra del Ferrocarril, ¿verdad?

– No, señor. Me uní al Club Demócrata cuando aún era bombero.

– ¡Dios mío! -dijo el Don-. Hijo, el Ferrocarril gobierna este estado.

– Bueno, pues no debería -dije yo.

– No se trata de lo que no debería ser, Tommy. Se trata de lo que es. Y el Ferrocarril es.

La conversación murió mientras continuamos tragando comida, pero podía sentir la tensión eléctrica de la indignación de mi padre.

El Don se quitó la servilleta del cuello, volvió a llenar nuestras copas, cuadró los hombros y dijo:

– Hijo mío, hay dos maneras de ver la vida. Uno puede estar de acuerdo con las cosas, conformarse con ellas, vivir la buena vida que Dios le dio, sacar provecho de los placeres, apreciar lo que te toca en suerte, tener buenos amigos dispuestos a navegar por el río contigo. De manera que, cuando uno llega al final del camino, puede mirar atrás y decir «Gracias, Señor, por la plenitud de mi vida».

»O puedes optar por ser un tipo frío, odioso y censurador. Pues entérate: tu Todopoderoso Bierce es uno de ésos. Puede que odie a los predicadores, pero él mismo es un predicador. Encuentra siempre el más mínimo defecto en todas las manzanas; analizará las cosas malas que una persona ha hecho, pero nunca las cosas buenas. Admito que es un tipo poderoso pero, hijo, nadie quiere a un reformista. Nacen amargados, y se van amargando más día a día. Y cuando llegan al final de sus días no perciben plenitud ni felicidad, lo único que ven es que odian todas las cosas y que no fueron capaces de cambiarlas ni un ápice.

– Bueno, pero al menos lo intentaron, señor -apostillé.

– Dime, hijo, ¿Bierce tiene amigos?

– Sí, señor -dije.

– Dime, ¿ama a su esposa?

– No lo creo -dije.

Pareció satisfecho. Me apuntó con un dedo.

– Tommy, recuerda lo que te voy a decir. Un día te darás cuenta de la frialdad de ese cascarrabias y predicador criticón. Tan sólo acuérdate de lo que te digo.

Retiraron los platos y trajeron el spumoni, el oporto y unos puros. Decliné el puro, pero el Don encendió uno y exhaló humo azul.

– ¿A qué hora llega el Evening Express? -le pregunté.

– Se suponía que llegaba a las nueve y media, creo. Pero se retrasó una barbaridad. No llegamos hasta aproximadamente las once.

¡Ahí se esfumaba la coartada de Rudolph Buckle en beneficio de Beaumont McNair! Cada vez que Beau volvía a ser sospechoso sentía la familiar sensación de contener la respiración.