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– Como dice Bierce -dije-, los pasajeros del Ferrocarril del Pacífico Sur están expuestos con frecuencia a los peligros de su senilidad.

– Muy bueno el chiste -dijo el Don, como si realmente lo pensara. Hizo un movimiento ostentoso con su puro, disfrutándolo, y disfrutando del movimiento, y del juego de póquer que le había costeado esta cena y de cualquier cosa, excepto de su hijo.

– ¿Recuerdas, papá, cuando tú y yo solíamos ir a pescar al río junto a aquel enorme tronco?

– Claro que sí, chico; lo recuerdo. ¡Qué tiempos aquellos!

– ¿Recuerdas quién me trajo los libros que me iniciaron en la lectura?

– ¡Por San Jorge! Eras un gran lector, ¿verdad? -me lanzó una mirada franca de agradecimiento. Había cosas por las que yo siempre le estaría agradecido.

– Papá, hay algo que voy a tener que abordar, algo que he averiguado.

– ¿Y qué es, hijo?

– Estábamos hablando justo ahora del senador Jennings. Recuerdo que me dijiste que mucha gente en Washoe solía utilizar nombres falsos. Él allí se hacía llamar Adolphus Jackson.

– De eso hace mucho tiempo, hijo.

– Y tú eras E. O. Macomber.

– ¡Vaya, eso es cierto! -dijo, echando la barbilla hacia delante. Las pinceladas de cabellos blancos en sus patillas le daban un aire teatral, de actor-. ¿Y cómo has averiguado eso, Tom?

– Eso es por lo que fui a Virginia City. Para averiguar cosas sobre la Sociedad de Picas. Hay una fotografía de todos vosotros. High-grade Carrie, McNair, Gorton, Jackson y tú.

– Sociedad de zorros y ovejas -dijo él, con un gruñido de curiosidad divertida-. Las ovejas acabaron desplumadas y los zorros se quedaron con las uvas.

– Estafadas -apunté.

– ¿Y por qué te interesa ese asunto?

– El Destripador de Morton Street tiene algo que ver con la Sociedad de Picas -pude sentir el cosquilleo del sudor bajo mis axilas.

– Vas a tener que explicarme eso, hijo.

Intenté explicárselo. Le dije que alguien se había dedicado a asesinar prostitutas dejando naipes de picas sobre sus cuerpos cercenados, y que esto tenía que ver con el hecho de que Lady Caroline Stearns fuera en otro tiempo madame en Virginia City, y que ella y Nat McNair se aliaran con Al Gorton para estafar a Adolphus Jackson y a E. O. Macomber.

Mi padre era tan pro Ferrocarril como el senador Jennings.

– ¡Por todos los santos! -dijo con un hilo de voz-. ¡Se nos ponen las cosas feas a Aaron y a mí!

De repente sentí una necesidad imperiosa de alejarme de él, de ese lugar, de intentar reflexionar sobre todo este asunto.

– ¿Estarías dispuesto a reunirte con Bierce y conmigo mañana? -dije.

Antes de contestar, me observó fijamente durante un buen rato.

– Hijo, no creo que vaya. Puedo ver las intenciones de Bierce. Lo que quiere es avergonzar al Ferrocarril. Y nos ha echado el ojo a mí y a Aaron Jennings valiéndose de todo ese asunto de los Picas, lo cual no me parece más que un sucio juego de manos. Yo trabajo para el Ferrocarril, y Aaron tiene conexiones con el Ferrocarril. No servirá de nada, compréndeme. Se trata de otro juego de ovejas y zorros, y Bierce en este caso es un zorro con el que preferiría no mezclarme en absoluto. Así que no, hijo, lo siento pero no.

– Dime una cosa.

– Si puedo.

– ¿Quién es el padre del hijo de Caroline LaPlante?

– ¿Para eso fuiste a Virginia City, hijo?

Le dije que era lo que Bierce quería saber.

– Bueno -dijo mi padre, riéndose-. Todo el mundo sabía que no fue Nat.

Tras despedirnos, me dirigí de regreso a Montgomery Street, y me sentía como si me hubiera aplastado una máquina de estampación. Dudé si contar o no a Bierce que mi padre había sido E. O. Macomber.

Y justo en ese momento descubrí en el bolsillo de mi chaqueta la pesada y pequeña medalla de un águila dorada que mi padre había deslizado allí.

17

Indiscreción: La culpa de las mujeres.

– El Diccionario del Diablo-

Supuse que los Brittain asistirían el domingo a la Iglesia Episcopal Trinity en Post y Powell, y que estarían de regreso en el 913 de Taylor Street alrededor de las doce y media. Así pues, a las doce alquilé un carruaje tirado por un lustroso caballo marrón de la cuadra de caballos de alquiler Brown & Willis y me dirigí a Nob Hill. Una niebla densa había caído sobre San Francisco, como si mi padre hubiera traído con él un nubarrón de Sacramento a los cielos de la City. Tiritaba sentado en la calesa, sintiéndome deprimido y fuera de lugar, y ardiendo en secretos.

En el porche de la casa de los Brittain, un policía larguirucho estaba sentado en el sillón de mimbre con una taza y un platito delante. Le expliqué que yo me encargaría de la seguridad de Amelia durante el resto del día, mencionando que me otorgaba permiso el sargento Nix como autoridad superior. Levantó una mano con expresión de alivio en el rostro Amelia esperaba en el vestíbulo; llevaba una chaqueta color café con leche sobre el vestido, el cual se le ajustaba al torso como si fuera piel de serpiente, y un gorrito ceñía su reluciente y sorprendido rostro con el flequillo de rizos. Me tomó del brazo y susurró:

– ¿Dónde has estado? ¡He estado esperándote toda la mañana!

– Pensé que estarías en la iglesia.

– Mamá y papá fueron, pero yo no.

Cuando la ayudé a subir a la calesa, el sol brillaba a través de algunos claros entre la niebla. ¡Iba a ser un día glorioso! Amelia se quitó la chaqueta y miró hacia atrás por encima del hombro cuando dimos la vuelta y nos alejamos de Taylor Street.

Le pregunté si estaba comprobando si la seguía su sombra.

– Oh, no lo he visto desde hace días. Estoy segura de que al final se aburrió de seguirme a todas partes, debió de asustarse al ver uniformes de policía. ¿Adónde vamos?

– Al Cliff House.

– ¡Oh, Cliff House! ¡Maravilloso!

Nos dirigimos hacia el oeste a través de la vegetación y las dunas de arena del Golden Gate Park, sorteando el tráfico de calesas y carruajes abarrotados de gente bien vestida. Hileras de ciclistas pedaleaban por los arcenes de la carretera y los peatones se saludaban unos a otros. Empezaba a sentirme como un miembro de la alta sociedad con mi traje y chaleco, las botas brillantes, el sombrero de ala ancha y la calesa alquilada, orgulloso de que me vieran con Amelia Brittain a mi lado. En ocasiones, ella se inclinaba hacia mí, y siempre exclamaba algo sobre esta o aquella vista, o saludaba a amigos en otras calesas; todo esto me trajo de nuevo a la mente la clase de vividores que mi padre había ensalzado en Malvolio.

Eran las dos cuando la gran torre cuadrada y las torretas de Cliff House se alzaron ante nosotros tras una última curva del camino. En el espacioso comedor con vistas al banco de niebla que flotaba junto a Seal Rocks y a los leones marinos que posaban allí, comimos carne de tortuga y pato de primavera, regado todo ello con Veuve Clicquot. Las otras mesas estaban ocupadas por elegantes caballeros y damas. Por su reputación, el Cliff House era frecuentado por banqueros, ricos negociantes, líderes políticos y sus amistades femeninas. Había una elegante atmósfera de opulencia y transgresión en el aire, y Amelia no paraba de exclamar maravillas de su pato, del champán y de las vistas. El camarero se mostraba tan atento conmigo como el camarero del Malvolio lo había sido con mi padre. Nos convertimos en Amelia y Tom.

Sin embargo, antes incluso de que nos trajeran la cuenta, supe que no iba a poder permitirme traer a Amelia en una calesa alquilada al Cliff House cada domingo, sin contar con una ayuda considerable, tal como la habilidad en el póquer de mi padre y la buena voluntad.