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Pusey avanzó por el pasillo con su habitual paso imponente y entró en la oficina de Bierce para saludarnos a Bierce y a mí. Se sentó con la gorra bajo el brazo y nos habló acerca de la pantomima que estaba teniendo lugar en el Tribunal Superior. No me indicaron que me uniera a la conversación, pero observé cada detalle desde mi rincón de la oficina. Intenté no mirar al capitán Pusey con el ceño fruncido, aunque no pude contenerme y me acaricié la parte de la cabeza en donde había sido aporreado seguramente por orden suya.

– No había oído tantas mentiras contadas con tanta rapidez en toda mi vida -dijo Pusey.

Bierce chasqueó la lengua. Adoptó la expresión de amabilidad que solía adoptar cuando existía el riesgo de que sus sentimientos aflorasen. No le gustaba el capitán Pusey.

– ¿Las mentiras de quién, capitán?

– Esa tal Hill habla demasiado rápido. ¡Menudo genio! Cuenta mentiras y tiene a otra joven que también miente, y un tipo joven, y dos chicas de color, todos mienten. He oído que el senador paga mil dólares diarios para que le defiendan contra esas mentiras.

– ¿Y no hay mentiras por su parte? -dijo Bierce.

– Está demasiado ocupado sacudiéndose de encima todas esas patrañas como para poder contarlas él mismo.

– Tengo entendido que un joven testigo fue pillado mintiendo cuando declaraba que había mantenido una relación con la señorita Hill.

Pusey chasqueó la lengua y se pasó la mano por su blanca melena.

– El senador está pagando mucho dinero para demostrar la falsedad de las acusaciones de todas esas personas sobornadas por la señora.

– ¿Así que el senador paga mucho dinero? -dijo Bierce.

Pusey asintió.

– Ha echado mano de todos sus recursos, claro está. No ha logrado amasar veinte millones tumbándose y dejando que la gente lo pisotee.

Pensé que Pusey podría ser uno de los recursos del senador.

– No le gusta que la gente lo insulte de la forma en que lo han hecho -dijo.

– ¿Como yo he hecho? -dijo Bierce.

– Así es -dijo Pusey, mostrando sus espléndidos dientes-. Señor Bierce, tiene a tanta gente enfurecida con usted que no puedo hacerme responsable por lo que pueda suceder.

– Tengo entendido que la señorita Hill lo ha acusado de relaciones adúlteras con nueve mujeres -dijo Bierce.

– Venga, usted sabe quees mentira. Sharon es un tipo pequeño y viejo, ¡tiene sesenta y cuatro años!

– Quiere decir entonces que cinco o seis mujeres sería más exacto.

Pusey resopló, irritado.

– Señor Bierce, ella va a perder este juicio y va a acabar en la trena por perjurio. El senador va a ganar y va a acordarse de quién le ayudó y quién no.

– Entiendo que debe de tener una memoria de elefante, entonces -dijo Bierce.

Pusey lo miró con el ceño fruncido.

– Veamos, capitán Pusey -dijo Bierce-. ¿Cree que no recuerdo que el senador Sharon ha sido uno de los adúlteros más activos de esta ciudad de vicio?

– En cuestiones de folleteo, siempre digo que no sirve de nada hacer suposiciones -dijo Pusey. Volvió a mostrar su dentadura-. Usted tampoco se ha quedado corto en esas lides, señor Bierce.

Bierce recompuso su semblante.

– Dígame qué sabe sobre la estancia del senador en Virginia City, capitán -dijo-. ¿No iba persiguiendo allí también a mujeres de dudosa reputación?

– No es mi jurisdicción, señor Bierce, si entiende lo que quiero decirle.

Pusey se sacó el macizo reloj del bolsillo y lo miró frunciendo el entrecejo.

– Tengo entendido que Mammy Pleasant les hizo una visita -dijo, cambiando de tema.

– Eso es cierto -dijo Bierce.

– Ya sabe que es ella quien ha montado todo este tinglado. Ella ha puesto el dinero; ella ha proporcionado a su abogado para que represente a la joven. George Washington Tyler, ¡ese viejo picapleitos sin escrúpulos! ¡Y el juez Terry también! El senador Sharon no va a olvidar eso.

– Será mejor que el senador tenga cuidado.

– ¿Y por qué lo dice, señor Bierce?

– Tengo entendido que la señora Pleasant es aficionada al vudú. Encantamientos, pociones, agujas en muñecos, trucos de ese tipo.

Pusey carraspeó ruidosamente, sin saber realmente si Bierce lo decía en serio o no.

– Usted ha sido contratado por el senador, ¿no es así? -preguntó Bierce.

– ¡Yo soy un empleado de la Ciudad de San Francisco! -exclamó Pusey indignado.

Cuando se hubo marchado, Bierce dijo:

– No me gustaría ayudar o reconfortar a ese par de pájaros.

– El senador Sharon y el capitán Pusey.

– Quizás aún podamos sacar más información de Mammy Pleasant -dijo-. Pero podemos estar seguros de que no sacaremos nada de Pusey.

– ¿Qué haremos para averiguar si existe una conexión entre Sharon y Carrie LaPlante?

– Simplemente se lo preguntaremos a ella -dijo Bierce.

19

Reportero: Escritor que intuye el camino hacia la verdad y que la hace desaparecer en una tempestad de palabras.

– El Diccionario del Diablo-

Mi prestigio había aumentado en el 913 de Taylor Street. Amelia insistía en que yo la había salvado del Destapador de Morton Street, o quien fuera que la atacara, y se permitía ciertas familiaridades conmigo delante de sus padres.

La barandilla rota de la terraza había sido reparada con tablones claros de pino, el policía de guardia era tratado con mayor hospitalidad y la cocinera le proporcionaba limonada y mantecados.

Acompañé a Amelia al Roller Palace. El patinaje era un deporte con el cual no estaba familiarizada. Sobre la reluciente tarima de madera, entre el jaleo de las ruedas metálicas chocando contra el suelo y bajo el techo de lona y su marquesina central de cristales brillantes como diamantes, la sujeté con un brazo alrededor de la cintura mientras daba sus primeros pasos con los patines. Su mano izquierda estaba aferrada a la mía, se reía ruborizada y su voz sonaba una octava más alta a consecuencia de los nervios. Pero en seguida se lanzó a patinar de un lado a otro con los más expertos, cimbreando los largos brazos para equilibrarse, grácil en su esbelta torpeza, con las faldas ondeando en amplios pliegues alrededor de las piernas y el ajustado corpiño con las dos hermosas protuberancias en el pecho, la bonita cabeza coronada con un sombrero de terciopelo con el ala doblada hacia atrás, riendo sin parar de placer.

El patinaje parecía ayudarla a superar el susto recibido por las atenciones del Destripador, aunque aún podía ver cómo se humedecían sus ojos y se quedaba callada, como si el hecho de que alguien quisiera hacerle daño volviera a afectarla.

En el humeante salón de té, frente a unas tazas de Oolong, parloteó sobre matrimonios de jóvenes mujeres de San Francisco con aristócratas europeos. Clara Huntington y Eva Mackay se habían casado con títulos nobiliarios, Flora Sharon con un baronet, Mary Ellen Donahue con un barón, Marry Parrott con un conde, Virginia Bonynge con un vizconde y su hermana con Lord John Maxwell. Las hermanas Holladay se habían prometido con el Barón de Boussiere y el Conde de Pourtales.

Y la viuda del multimillonario Nathaniel McNair se había casado con Lord Hastings Stearns.

– ¡Es tan divertido! -dijo ella-. Los padres de estas mujeres con tan brillantes carreras eran en realidad propietarios irlandeses de bares, o peludos buscadores de oro que no contaban más que con un burro, y estos aristócratas europeos son los descendientes de rudos guerreros de la antigüedad que eligieron el bando ganador en alguna de las guerras de sucesión. ¡Sus títulos están a la venta para que los compren encantadoras féminas con excelentes expectativas económicas!