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– Tom, le presento al señor Klosters -dijo Bierce.

Klosters no hizo ademán alguno de levantarse, ni de estrechar mi mano. Arrimé una silla para sentarme frente a ellos.

– El señor Klosters ha venido para protestar por mis atenciones para con el reverendo Stottlemyer -dijo Bierce.

– La Iglesia de Washington Street -dijo Klosters, asintiendo.

Tenía una voz ronca y gangosa-. Pensé que sería buena idea tener una charla con usted -volvió la cabeza lentamente para mirarme. Tenía la mandíbula en tensión, como un bulldog.

– ¿Y en relación a qué deberíamos charlar?

– He estado pensando en hacerle daño, señor Bierce.

– ¿Es ésa su función en la Iglesia de Washington Street?

– Es trabajo que he hecho en ocasiones -Klosters se pasó una de sus enormes manos sobre la calva.

– Usted fue jefe de los ayudantes del sheriff en Mussel Slough, para los del Ferrocarril -dijo Bierce.

– Eso no tiene nada que ver, señor Bierce.

– Y usted intentó intimidar al señor Redmond y, a través de él, a mí también. Eso no era en nombre de la Iglesia de Washington Street y del reverendo Stottlemyer.

Klosters negó sacudiendo la cabeza pacientemente.

– El reverendo es uno de los hombres más excelentes que jamás he conocido -dijo-. Él me ha conducido a Jesús. Él ha conducido a los pecadores de la Iglesia de Washington Street a Jesús. Debemos agradecerle al reverendo Stottlemyer que nos proporcione la Salvación.

El rostro de Bierce no revelaba sus opiniones sobre la religión organizada.

– ¿Usted ha encontrado la Salvación, señor Klosters? -dijo.

Klosters asintió con su pesada cabeza.

– Yo era un hombre violento. Me he convertido en un seguidor de Jesús, esperando mi Salvación.

– Merece una felicitación.

– El reverendo merece una felicitación, y no burla como la que le dirige usted. He pensado en hacerle daño, pero el reverendo me ha dicho que ésa no es la manera de actuar de un seguidor de Jesús.

– No.

– Y, sin embargo, usted incendió la casa del juez Hamon en Santa Cruz -dije yo.

– Sí, ésa es una de las cosas -dijo Klosters.

– ¿Y hay alguna otra «cosa», señor?

– La otra cosa es lo que le he dicho que no volveré a hacer. Me han ofrecido un montón de dinero por hacer daño a una persona, y he dicho que no lo haría, aunque eso es lo que hacía en mi anterior vida. Porque he conocido a Jesús.

– ¿Y quién era la persona a la que debía herir? -preguntó Bierce.

– Eso no tiene nada que ver.

Se oyó el fuerte chirrido de unas ruedas de metal rodando por la calle. Un carro de laterales altos pasó rodando, un hombre de color con peto colgaba de una de las esquinas traseras del vehículo.

– Dígame -dijo Bierce a Klosters-, ¿la persona que le ofreció tanto dinero para hacer ese daño en particular es la misma que le pagó para hacer daño a Albert Gorton?

Parecía como si Klosters necesitara reflexionar durante mucho tiempo antes de contestar tales preguntas.

– No vine aquí para este tipo de palabrería, señor Bierce. El reverendo me ha mostrado el camino y la luz. He venido como seguidor de Jesús para decirle que el reverendo perdona sus pecados contra él, pero hay otros fieles de esa congregación que podrían no perdonarle.

– Oh, así que finalmente se trata de una amenaza.

– El reverendo no quiere que usted lo considere una amenaza -dijo Klosters.

Sus ojos inyectados de sangre me observaron realizando una especie de inspección exhaustiva y luego se desviaron, como si no le interesara.

– Estamos interesados en los sucesos de Virginia City en 1863 -dijo Bierce.

– Highgrade Carrie -dije yo.

Klosters alzó una mano, con la palma hacia mí.

– Escuche bien, joven. Usted también, señor Bierce. Simplemente, manténganse alejados de los asuntos de Carrie. Les irá mucho mejor.

– ¿Es ella amiga suya?

– Esa dama es más que una amiga para cualquiera que la conociera en aquella época -dijo Klosters.

– Esa dama estará pronto en territorio cercano -dijo Bierce.

Klosters lo miró con la boca abierta.

– San Francisco -dijo Bierce.

– ¿Es eso cierto? -dijo Klosters. Se levantó lentamente empujando la silla hacia atrás y alzándose a pulso. Se encasquetó el sombrero. De pronto pareció más peligroso.

– Usted se pasó por mi pensión para entregarme un naipe de la reina de picas -dije-. ¿Le pagó el senador Jennings para que lo hiciera?

Chascando la lengua con un diente, me miró entrecerrando los ojos.

– Escuche, joven, hay alguien interesado en que cambie de comportamiento.

– ¿Con intención de hacerle daño? -dijo Bierce.

Klosters se encogió de hombros.

– Usted también, señor Bierce -añadió.

– Señor Klosters, ¿qué habría que hacer para que usted declarase ante la policía que el senador Jennings le pagó para asesinar a la señora Hamon?

Klosters no respondió. Se ajustó el sombrero y se marchó.

Me toqué el chichón aún dolorido de la cabeza, donde me habían golpeado con una porra.

– Así pues -dijo Bierce mientras volvía a sentarse-, Jennings intentó contratarle para que asesinase a la señora Hamon, pero Klosters ya se había convertido, por llamarlo de alguna manera, y es inocente de ese cargo.

– Pero no lo es de incendio premeditado -dije.

– Ni de intimidación. Aunque la única amenaza real que ha pronunciado ha sido la de que nos mantengamos alejados de los asuntos de Lady Caroline.

Esa consideración abría nuevas puertas.

– Los dos hemos sido amenazados -continuó Bierce-. La señorita Brittain incluso ha sido atacada, con toda seguridad por el Destripador. Tan sólo se me ocurre que sean protagonistas distintos. Hay un demente suelto, de eso no hay duda. También está Jennings, que no es un demente, aunque a estas alturas probablemente sea un hombre asustado.

– Y está el seguidor de Jesús -dije.

– Cuya lealtad a Lady Caroline es evidente.

– Todos parecen ser leales a Lady Caroline.

Asintió gravemente y sacó el reloj del bolsillo del chaleco para consultarlo.

– ¿Hora de ir a Dinkins's? -preguntó.

Le dije que tenía que asistir a una reunión del club True Blue y ayudar a defender la democracia frente al Monopolio.

20

Valor: Combinación militar integrada por la vanidad, el deber y la esperanza del jugador.

– El Diccionario del Diablo-

La reunión tuvo lugar en el sótano del edificio Stoller en Mission Street. Había alrededor de treinta True Blues sentados en una pintoresca variedad de sillas de madera desvencijadas, con el Jefe Chris Buckley de pie en el podio rodeado de sus perrillos falderos. Dirigió su rostro hacia nosotros, enfocándonos con sus ojos ciegos, y se las apañó para mostrarse afable e impaciente a un mismo tiempo, como si aún tuviera que conferenciar en media docena de clubes democráticos o antimonopolistas esa misma noche.

Agitó las manos reclamando silencio.

– Cuando el Señor creó el Universo -comenzó-, Él miró a su alrededor y pensó que era lo suficientemente bueno para gentes comunes, pero que debía crear un territorio más perfecto para la Democracia, y así creó California. Y entonces Él dijo que la gente especial que vivía en California debía hacer algo para merecerse este trozo especial de Su Obra, y así Él permitió que el Enemigo crease el Monopolio, de manera que California tuviera que realizar ciertos esfuerzos para desembarazarse de él.

Y así se inició la reunión con risas y aplausos, y el Jefe Ciego continuó su discurso. Me senté con Emmett Moon y August Leary en la tercera fila.