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– ¡Por favor, dígame quién es esa esplendorosa dama de las violetas! -le dijo Amelia, cuando terminaron los saludos y presentaciones. La señorita McLachlan tenía pelo parduzco y un rictus remilgado en la boca. No me parecía atractiva.

– Ésa es Sibyl Sanderson -dijo-. Es una excelente soprano que desea continuar su carrera como cantante de ópera. Pero su padre, el juez Sanderson, no quiere ni oír hablar de ello. ¡Es muy atrevida!

Acaba de regresar de París, y siempre se viste de negro y con unas violetas. Cuando le preguntas si eso es lo que llevan las estilosas damas de París, ella responde: «¡Es lo que llevan las mujeres de vida alegre!» Amelia pareció quedar bastante impresionada.

– ¿Y su compañera, la del magnífico cabello?

– Es la señora Atherton. Ha publicado recientemente por entregas una novela muy atrevida en The Argonaut. Se las ve frecuentemente juntas.

– ¡Los Randolphs de Redwoods! -dijo Amelia-. Los firma con seudónimo, si no recuerdo mal.

– Sí, «Asmodeus».

Continuaron hablando de temas que yo desconocía por completo, y estaba comenzando a sentirme malhumorado cuando Amelia me tocó la mano reconfortándome.

– Es su primera novela, creo.

– Ella afirma que ha escrito otra incluso mejor -dijo la señorita McLachlan-. Está casada con un fracasado, o eso dicen: George Atherton. Ella era de soltera señorita Horn.

– ¡Qué compañía más distinguida! -exclamó Amelia. Me dijo entonces que deseaba mostrar sus respetos al señor Miller y se marchó para unirse al enjambre que revoloteaba alrededor de la camisa de franela azul.

Me quedé allí con la señorita McLachlan, la cual me dirigió una sonrisita con los labios apretados como un guiño.

– Asmodeus era una clase de demonio -dije.

– El destructor de la felicidad doméstica -dijo ella-. Destruyó a los siete maridos de Sara, uno tras otro.

– Piensa en eso -dije.

– ¿Ha leído la novela, señor Redmond?

Admití que no lo había hecho y tomé la determinación en ese momento de no hacerlo. Amelia estaba conversando con Joaquín Miller. Vi que se mantenía firme en su sitio cada vez que él se aproximaba hacia ella.

Cuando logré librarme de la señorita McLachlan, tomé una copa de ponche de la bandeja de un sirviente chino con camisa blanca y corbata negra, y me abrí paso entre los grupos de dos y tres conversadores hacia la órbita de Bierce. Estaba sudando por el calor que generaban los cuerpos cercanos y las lámparas de gas.

Bierce me presentó como su socio, lo cual despertó cierto interés. Amelia había abandonado a Joaquin Miller y se movió deslizándose hacia el grupo que rodeaba a las dos encantadoras damas.

Ina Coolbrith estaba junto a mí. Me dio la impresión de que tenía el cuerpo tensamente erguido, con las manos sujetándose los antebrazos. Olía a agua de rosas.

En una pausa de la conversación ella dijo en tono provocador:

– Ya he visto que has vuelto a masacrar a otra joven poetisa en el Tattle deesta semana, Ambrose.

Bierce inclinó la cabeza hacia ella, pero no respondió.

– Me pregunto si volverá a escribir un verso más…

– Si lo hace, lo más probable es que no me lo envíe a mí para que se lo reseñe -afirmó Bierce.

Hubo algunas risillas entre las jóvenes damas a su alrededor, lo cual pude ver que no gustó nada a la señorita Coolbrith.

– Mi sobrina, a la que usted también convirtió cruelmente en objeto de mofa, ha jurado que nunca jamás volverá a escribir.

– Desearía poder considerar eso una tragedia, Ina -dijo Bierce.

– Yo sí lo creo -dijo la señorita Coolbrith-. Porque considero que la poesía no escrita es pensamiento superior no expresado, y son los pensamientos elevados los que hacen que el mundo mejore. Pero, claro está, el pensamiento elevado no es su especialidad, Ambrose.

– Eso es por supuesto cierto, señora -dijo Bierce, y vi por la palidez de sus fosas nasales que se había contenido para no decir más.

– Le dije a mi sobrina que su voz no es la voz de la musa -continuó la señorita Coolbrith-. Sino tan sólo la voz de un hombre cruel y frustrado.

– ¿Frustrado, señora?

– Frustrado -dijo la señorita Coolbrith, y me pareció que se lo decía con la misma crueldad que ella reprochaba a Bierce.

Tuve la impresión de que en esos momentos, y con gesto dramático, uno de los dos debía abandonar airadamente la habitación. Pero Bierce se limitó a darse la vuelta para dirigirse a una de las jóvenes damas, y la señorita Coolbrith, apartándose rápidamente uno de los rizos de la frente y blindándose con una sonrisa en el rostro, se volvió para saludar a un joven de velarte negro con apariencia de predicador. Con sigilo, me acerqué hacia donde Amelia estaba escuchando un discurso que la señora Atherton ofrecía con floridos gestos.

Cuando volví la mirada hacia atrás pude ver que Bierce había desaparecido.

Amelia me felicitó por mis amistades mientras paseábamos por Nob Hill disfrutando del bendito aire fresco de camino a su casa.

Le dije que a duras penas podría considerarles amigos. Yo no pertenecía al mundillo literario.

– Con toda seguridad hay un lugar para un periodista en un grupo tan experimentado. Tu señor Bierce estaba allí en un pedestal. Y la señorita McLachlan parecía bastante interesada en ti.

– No es un interés mutuo.

Ella me sostuvo el brazo. Paseamos lentamente para no llegar al 913 de Taylor Street antes de que ella tuviera que estar allí. Tenía una manera peculiar de alargar su paso para igualar el mío. Nuestras caderas se rozaban con frecuencia.

Las mansiones de los magnates comenzaron a cernirse sobre nosotros, con las fachadas iluminadas por la luna.

– ¿Qué problema hay entre el señor Bierce y la señorita Coolbrith? -preguntó Amelia.

– Bierce hizo una reseña despiadada de la poesía de la sobrina de la señorita Coolbrith.

– Su sobrina no debería haberle enviado sus poemas a él. Es famoso por su despiadado tratamiento a los poetas.

– Un elogio suyo puede ser muy importante. Tú misma viste a todas esas jóvenes damas revoloteando a su alrededor.

– ¿Son todas poetisas?

– Estoy seguro que un gran número de ellas lo son. La señorita McLachlan es poetisa.

También le dije que ella había sido la mujer más hermosa del lugar.

Amelia se rió y me apretó la mano.

– Piensas eso porque te gusto, Tom. ¡Me hace tan feliz que lo pienses! Pero había dos damas extremadamente atractivas y muy ilustres allí. ¡Yo no soy ilustre en absoluto!

Comenté que no creía que ella quisiera ser tan «ilustre» como Gertrude Atherton.

Amelia se quedó callada un rato, como si estuviera reflexionando sobre mi comentario. Finalmente dijo:

– Está muy satisfecha consigo misma. Es una esposa y madre que desprecia a otras mujeres por ser esposas y madres -luego añadió-: Dijo algo curioso.

– ¿Qué dijo?

– Dijo que las chicas de California son tan insípidas como los pistachos. ¿No es un comentario un tanto extraño?

– ¿Son insípidos los pistachos?

– No, no me refiero a eso. Ella debía de ser consciente de que la mayor parte de su audiencia eran chicas de California. ¿Qué gana diciéndonos que somos insípidas?

– Tú misma dijiste que estaba muy satisfecha consigo misma.

– Y a su vez ella misma es una chica de California. Pero estoy segura que se considera a sí misma una chica atípica.

Continuamos andando.

– Creo que yo nunca sería así -dijo Amelia.

No seguí preguntando sobre lo que quería decir. Las oscuras ráfagas de niebla iluminadas por la luna flotaban aparentemente tan cerca de nosotros que podíamos alargar el brazo y tocarlas. Una manzana más allá divisamos la masa de la mansión de los McNair, una línea de ventanas en la planta baja estaba iluminada. Beau debía de estar allí, a menos que estuviera fuera en otra de sus «investigaciones» de campo, idea que me enfurecía tanto como la pose pretenciosa de Joaquín Miller.