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– Y él adoptó a Beau como su propio hijo.

– Sí.

El rostro de Brittain se retorció como si estuviera llorando sin derramar lágrimas. Su expresión me recordó a Amelia; ahí estaba el padre que iba a sacrificarla por la merma de fondos, pero jamás con su medio hermano; el que además recordó tan apasionadamente el retrato de Highgrade Carrie de Lady Godiva.

Bierce permaneció sentado reflexionando; los rayos de sol que se filtraban daban una tonalidad plateada a los mechones de su canoso pelo rubio. Yo había seguido su planteamiento hasta el momento. Un truco de «el Inglés» significaba falsificación de los ensayos con muestras en combinación con la diseminación de rumores falsos con el fin de devaluar las acciones mineras. Dicho truco le había otorgado a Nathaniel McNair el control de la Consolidated-Ohio. Me pregunté hasta qué punto el señor Brittain había estado involucrado en el procedimiento.

Él y Highgrade Carrie habían sido buenos amigos, como había dicho Amelia, pero ya no lo eran. El señor Brittain se sentía incómodo por el regreso de ella a San Francisco. La mujer que había sido la madre de su hijo.

– Lady Caroline Stearns está en peligro -dijo Bierce.

Brittain miró a Bierce. Su rostro estaba surcado por profundas líneas.

– ¿Y mi hija?

– Creo que ya ha pasado el peligro para ella. Ahora que ya no está prometida al joven McNair, ha perdido interés para el Destripador.

– De manera que he apartado inconscientemente a Amelia del peligro.

– Eso creo -dijo Bierce.

Le preguntó a Brittain sobre los métodos mediante los cuales Jennings y Macomber -mi padre- habían sido engañados y despojados de sus participaciones en la Jota de Picas, pero Brittain tan sólo dio respuestas monosilábicas y sin ninguna relación, como si realmente lo hubiera olvidado, o quizás simplemente estuviera preocupado. Era como si no pudiera esperar más tiempo a que nos fuéramos, así que eso hicimos.

– Estaba embargado por el pánico -dijo Bierce-. Me pregunto hasta qué punto fue inocente este reputado ingeniero de minas en el truco original, y me pregunto si esto podría ser en parte la causa de ese distanciamiento de Highgrade Carrie del que te habló su hija.

– Él se negó a casarse con ella -dije-. Y ella consiguió un mejor partido.

– Una esclavitud más lucrativa -dijo Bierce.

Cuando regresé a casa el sábado por la noche, mi padre me esperaba en el saloncito de los Barnacle con Jonas Barnacle. Belinda estaba sentada con ademán remilgado en una silla de respaldo recto junto a la puerta, con sus relucientes zapatos juntos y las manos enlazadas sobre el regazo. Me miró con ojos solemnes mientras entraba. La señora B., con delantal y un pañuelo azul sobre el cabello, echó un vistazo desde la habitación contigua.

Mi padre llevaba un traje oscuro, botas y una florida corbata con un alfiler con diamante. Sin dejar de hablar con el señor Jonas Barnacle, se levantó y apoyó una mano posesiva sobre mi hombro. La mano parecía pesar como una plancha maciza de hierro. Me condujo afuera del cuarto.

– Tommy -dijo-. Nos vamos al pase nocturno del Bella Union. ¡Tengo entradas!

Entramos en el Bella Union atravesando un enorme bar abarrotado de hombres y nos sentamos en una mesa en el nivel inferior del bonito y diminuto teatro, bajo un escenario con un telón de colores chillones. Detrás y encima de nosotros había patios de butacas ocultos tras cortinas dispuestos como un panel de archivadores. Pedimos que nos trajeran unos Piscos y observamos la entrada a la sala de una madame que guiaba a su grupo de bellas chicas ataviadas con sus mejores galas, con bocas relucientes y llamativos ojos que miraban a izquierda y derecha mientras los hombres aplaudían y silbaban.

La madame era una señora rechoncha que dirigía con ademán imperial a su bandada de señoritas a los distintos patios de butacas. Éstas no eran las jóvenes de clase media de «la línea» que tanto habían impresionado a Amelia, pero eran mujeres espectaculares y perfectamente acicaladas.

Esa noche tenía lugar el habitual pase nocturno de los sábados en el que las madames exhibían a sus chicas.

– Cómo me gustan estas palomitas coquetas -me confesó mi padre-. No hay nada similar en Sacramento. Allí las mujeres ni tan siquiera se atreven a mostrar sus brazos desnudos.

Se oyeron unos silbidos en el bar cuando una segunda madame entró guiando a sus chicas. Era alta y con plumas que se agitaban en su sombrero. Sus chicas llevaban en efecto los brazos al descubierto, y lucían orgullosas sus pinturas y brillantes telas y botines que crujían sobre el suelo de madera. Les acompañaron más silbidos desde el bar. El segundo grupo desapareció en su patio mientras aparecía un tercer grupo. Mi padre aplaudió a la madame envuelta en una boa de plumas con su reluciente sonrisa dirigida a los hombres que vitoreaban a sus chicas.

Pensé en Caroline LaPlante en su papel de madame en Virginia City, cuya belleza y estilo había cautivado a la ciudad, y cuyo corazón había sido cautivado por un hombre cuyo estatus social no le permitía casarse con una mujer de baja reputación.

Y la responsabilidad de Amelia era casarse con un hombre adinerado. ¡Aristócratas!

Unas cuantas prostitutas más pasaron envueltas en una nube de perfume, risas, crujir de faldas y ruidosas botas. La luz de las lámparas de gas se reflejaba sobre la piel de sus cuellos y brazos.

– En otros sitios -dijo el Don- las prostitutas visten como las mujeres de la alta sociedad. En San Francisco ocurre todo lo contrario.

Incluyendo a Sibyl Sanderson, la cual prefería vestir como una mujer de mundo parisina. Podría informar a Amelia de que estaba al tanto de las ironías de mi padre, similares a sus propias ironías… es decir, en caso de que volviera a verla de nuevo.

Otro ramillete de mujeres entró en la sala.

– Creo que a un hombre le sienta de maravilla mirar a mujeres bonitas con botitas -dijo mi padre.

El telón se levantó y detrás apareció un semicírculo de intérpretes masculinos y femeninos. Los trajes de las mujeres eran tan ligeros y escasos como lujosos los de las prostitutas. Se oían risas y aplausos.

Podía sentir el calor que desprendían las lámparas de gas que iluminaban el escenario. Un cómico obeso contó unos cuantos chistes con gestos que se me antojaron de mal gusto.

El Don se inclinó hacia mí. Su expresión era más de pena que de ira:

– Oí que tuviste algunos problemas, hijo -dijo.

– Sentiría mucho saber que fuiste tú quien envió a esos rufianes a por mí, Papá.

Se acercó aún más a mí con una mano haciendo bocina en su oreja, porque la banda había comenzado a tocar una música bullanguera.

– ¿Qué estabas haciendo en una reunión como ésa de todas formas? ¡Verdaderos Demócratas Azules! ¡El Jefe y Sam Rainey son delincuentes comunes, hijo mío!

– Bueno, tú trabajas para delincuentes poco comunes.

– Tommy, esos excelentes caballeros crean riqueza para todos. ¡Hacen del estado un lugar mejor! El Ferrocarril es como una red de arterias que llevan la sangre a los órganos y los miembros, desde los dedos hasta la cabeza, y también al pene. ¡Sin él simplemente no tenemos nada!

»¡Echa un vistazo a esos tipos que te gustan! Tienen las manos metidas en todas las cajas registradoras. ¡Mira qué tejemanejes se llevan con la junta escolar! ¡Tu Chris Buckley, el Jefe Ciego! No parece ser tan ciego como para no distinguir el verde de los billetes. ¿Cuánto dinero pagan esos idiotas a Buckley para que esté en la junta escolar y meter sus garras en los bolsillos del público? ¿La Junta del Agua? ¡El alcalde!

– ¿Cuánto paga el Ferrocarril al senador Jennings para presentar y apoyar la Ley del Corredor Girtcrest?

– ¡Pero eso va en beneficio de este gran estado!