Выбрать главу

– Va en beneficio de Leland Stanford, Charles Crocker y Collis Huntington. ¿En serio crees que el senador Jennings intenta engrandecer a esta Nación?

– Hijo, hijo… -dijo mi padre y se giró para reírse a carcajadas por el último chiste del cómico del escenario. Éste llevaba un sombrero demasiado pequeño y una larguísima corbata que sobresalía por los canales del pantalón. Se oían risas también en los patios de butacas donde las madames habían distribuido a sus chicas.

El espectáculo de prostitutas en el Bella Union no era lo que me apetecía ver con el corazón roto.

Cuando el Don se volvió hacia mí, dijo:

– Jennings tenía un cuadro en su oficina de la asamblea legislativa. La dama no sólo tenía los brazos desnudos, estaba totalmente desnuda. Una dama a caballo. ¡Dios, era algo digno de admiración!

Noté que se me erizaban los pelillos del cogote.

– Lady Godiva -dije.

– ¡Exactamente, era de Lady Godiva de lo que iba disfrazada! Recibió tantas quejas por parte de sus votantes que tuvo que retirarlo.

Los mismos votantes a los que no les importaba que Jennings estuviera en nómina del Ferrocarril, pero que se escandalizaban de que se pudiera contemplar carne femenina en su oficina.

– ¿Y qué hizo con el cuadro?

– Supongo que se deshizo de él -dijo el Don, frunciendo el ceño-. Se lo compró a los del Bucket of Blood de Virginia City, los que lo habían encargado hacer.

– La modelo era Highgrade Carrie, ¿verdad?

Me dio la impresión de que no oyó este último comentario, porque quedó ahogado por una explosión de risas a nuestro alrededor. Pero tras unos momentos volvió a mirarme solemnemente.

– Sí, era ella, hijo.

Aún no había informado a Bierce sobre el cuadro de Highgrade Carrie como Lady Godiva.

– Organizado todo por el senador Sharon, según tengo entendido.

– Parece ser que has averiguado muchas cosas sobre la Virginia City de hace veinte años, hijo.

– He averiguado que el senador Jennings es un asesino -dije-. Y Bierce va a probarlo.

El Don no respondió a eso, y pareció turbado. Las pinceladas de blanco en sus patillas reflejaron la luz. Me acabé de un trago el amargo ponche de Pisco.

Una troupe de bailarinas había salido a escena, ondeando banderitas en un torbellino de barras rojas y blancas, y brincando sobre sus regordetas piernas con medias al ritmo de los tambores y trompetas de la excesivamente entusiasta banda de músicos. También se oían muchos silbidos.

Entonces, mirando a mi padre a los ojos, dije:

– Quizás cuando se es joven se está más preocupado con el bien y el mal. ¿Tú aún piensas sobre el bien y el mal?

– Quizás yo poseo una visión más amplia de lo que es, hijo. Tengo la impresión de que el señor Bierce le está apretando tanto las tuercas que lo tiene totalmente agobiado.

– ¿Crees que es justo que el senador Jennings asesine a la viuda del juez Hamon?

Bajó el rostro. Tras un largo lapso de tiempo dijo:

– No, no lo creo.

Entonces pensé que había arruinado su velada en el Bella Union, y yo tampoco estaba disfrutando del espectáculo. El hecho de que Amelia admitiera estar en venta como cualquiera de aquellas mujeres pintarrajeadas me estaba turbando tanto en mi fuero interno que me tenía totalmente agobiado.

– Papá -dije-, ¿por qué los hombres se cambiaban los nombres en Washoe?

– Por la misma razón que se cambiaron sus nombres cuando se vinieron al Oeste. Los del cuarenta y nueve [11]también se cambiaron los nombres. Cambiaron sus vidas. Cambiaron su suerte. Los problemas con la ley. Los problemas en sus hogares. Complicaciones con mujeres.

No tuve el ánimo de preguntarle cuáles fueron sus razones.

– ¿Conocías bien a Highgrade Carrie?

– No tan bien -dijo-. La admiraba hasta que ella y Nat y Will se unieron para estafarnos. Pero supongo que eso fue todo obra de Nat. Debo admitir que albergué duros sentimientos -se rió amargamente-. Bueno, ella aportó cierto dejevu de lostiempos de Washoe a ese matrimonio.

La palabra rebotó en mi cabezacomo un perdigonazo.

– Dejevu -dije agitadamente-. ¿Cómo deletrearías eso?

– ¿Cómo lo deletrearías tú, hijo? Tú eres el tipo educado aquí.

Deletreé: d-e-j-e-v-u.

– Así exactamente -dijo él-. ¿Por qué?

– Por nada -dije.

Nos quedamos a ver el espectáculo hasta el número final. Cuando nos fuimos atravesando el bar vi un rostro conocido. Era Beau con su rubia barba y una bufanda gris al cuello. Pensé que me había visto, pero no hizo ningún gesto de reconocerme. La bufanda y la chaqueta demasiado ajustada debían de ser parte del disfraz que usaba para las «investigaciones de campo» que Amelia había mencionado.

– ¿Quién era ese tipo? -quiso saber el Don cuando salimos a la calle.

– Ése es el caballero británico Beaumont McNair -dije-. El hijo de Lady Caroline Stearns.

Por unos instantes pensé que iba a insistir en que regresáramos para presentarle sus respetos.

26

Mustang: Caballo indómito de las llanuras del oeste. En la sociedad inglesa, la esposa norteamericana de un noble inglés.

– El Diccionario del Diablo-

Bierce regresó el lunes de Santa Helena. El martes por la mañana fue citado en las oficinas de Bosworth Curtis en Monkey Block. Me llevó con él. Las oficinas de Curtis, Bakewell & Stewart estaban en la segunda planta encima del Malvolio's, con elegante mobiliario de piel en una sala de estar, ventanales que daban a Montgomery Street y una mecanógrafa frente a una mesita con una Remington negra delante. La mujer se volvió noventa grados y asomó sobre el mostrador de recepción, desde el que nos pidió a Bierce y a mí que tomáramos asiento. Era una persona pequeña y pulcra, con falda y blusa marrón claro; se levantó y abandonó la estancia para informar al abogado Curtis de nuestra llegada.

Nos condujo a otra habitación espaciosa con ventanas que daban al Customs House. Curtis estaba sentado tras una mesa del tamaño de una mano de póquer, con dos personas frente a él. Uno era Beau McNair, de vuelta a su elegante vestimenta habitual. La otra era una dama tocada con un sombrero negro brillante, un velo cubriéndole el rostro, y capas grises y negras de abrigo y chaqueta y faldas de una tela de cara textura, guantes negros y botas negras relucientes, una de las cuales daba golpecitos con la punta sobre el suelo al ritmo de su impaciencia. Era Lady Caroline Stearns, aunque no pude distinguir su rostro bajo el velo negro. Me dio la impresión de que Bierce se ponía rígido en saludo militar junto a mí.

Beau McNair se levantó. Curtis estaba ya de pie, un feo hombrecillo con apariencia de terrier y con el rostro rosado, la piel brillante y el pelo canoso liso peinado hacia atrás. No se acercó al otro lado de la mesa para darnos la mano a Bierce o a mí.

– El señor Bierce, si no me equivoco -dijo con una voz que sonó a ladrido-. Lady Caroline, éste es el periodista del cual hemos hablado. Lady Caroline Stearns. Señor Beaumont McNair. ¿Y este joven caballero?

– Mi ayudante -dijo Bierce-. El señor Thomas Redmond.

– Ya nos conocemos -le dije a Beau, al que había visto en la Prisión de la City con Curtis y Rudolph Buckle, también en el parque con Amelia Brittain y en el Bella Union la pasada noche acompañado por mi padre.

Beau me miró seriamente, asintiendo. Me pareció que no sería buena idea guiñarle un ojo. Era un joven atractivo, no había duda alguna. El medio hermano de Amelia. No pude distinguir ningún parecido. Me pregunté si yo llegaría a encontrarme alguna vez en una situación en la que pudiera pagarme una chaqueta como ésa. Parecía que se la hubiera extendido sobre la piel en lugar de ponérsela como hacemos los seres inferiores.

вернуться

[11] Los del cuarenta y nueve: «forty-niners» en inglés, término que se refiere a los que participaron en la fiebre del oro californiana de 1849. (N. de la T.)