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– ¿No sería mejor que fueras tú solo? -pregunté, cuando Nix se hubo marchado.

– Quiero que tú observes todo. Estarás escuchándonos a ella y a mí, para informarme más tarde de cualquier cosa que pudiera escapárseme a mí.

A las nueve en punto subíamos por California Street en un coche de alquiler, zarandeándonos cada vez que la pezuña del caballo resbalaba sobre los adoquines, el conductor maldecía y azotaba el látigo. Llegamos hasta los edificios de los Cuatro Grandes, pasamos junto a la mansión Crocker con la fachada decorada con volutas, la torre y la sombra del absurdamente elevado muro disuasorio más allá. Un banco de niebla ocultaba las luces de la parte oeste de la City.

– Debió de ser bastante aterrador para los Nobs -dije- cuando hubo esa concentración de trabajadores aquí.

– Denis Kearney contra Charles Crocker -dijo Bierce-. Derechos de propiedad contra derechos de los trabajadores. ¡Piensa en la cantidad de derechos que han sido pisoteados en luchas en nombre de otros derechos! Las guerras son causadas por los derechos. Los derechos del negro, los derechos de los esclavistas. ¡La ley del Esclavo Fugitivo! ¿Cómo pudo nuestra cámara legislativa crear tal monstruosidad? Yo digo: ¡Abajo con los derechos!

El caballo de alquiler avanzó repiqueteando.

– A la conclusión a la que se llega -dijo Bierce con pesimismo- es que al final nada importa. Nada. La escena pasajera puede ser observada y ridiculizada, pero no puede ser sentida, porque no hay nada que valga la pena sentir. Somos como moscas atraídas a lascivos jóvenes, etcétera.

Parecía referirse a la misma teoría de comedia social que Amelia había mencionado, pero con un tono de desesperación en lugar de ironía. Sentí una ira persistente y abrasadora por lo que ella había llamado su responsabilidad. Me pareció que ese sentimiento era algo importante, incluso aunque me hiciera sentir mal.

– Sostengo que hay emociones que vale la pena sentir -dije.

– ¿Y qué es lo que conmueve al león durmiente de tu corazón?

Le conté que Amelia me había informado de que estaba obligada a casarse con un hombre rico debido a la situación financiera de su padre, y los sentimientos eran dolorosos pero honorablemente sentidos.

– Mi querido amigo, ¿y qué esperabas? -dijo Bierce amablemente-. Has leído demasiadas novelas. Refuerzan la absurda idea del final feliz.

– Si nada importa, ¿por qué es importante averiguar quién mató a las tres prostitutas? -pregunté.

– No es importante, es simplemente interesante -dijo Bierce-. Es una adivinanza que hay que resolver.

– ¿Por qué es importante atacar a los del Ferrocarril?

– No es importante, es simplemente gratificante -dijo Bierce.

– Bueno -dije-. La gratificación es algo que se siente.

Bierce rió.

– Lamento lo de la señorita Brittain. Es una joven encantadora, y para nada apocada si conoce su destino.

– Su final feliz -dije, amargamente.

El carro siguió pasando mansiones que se cernían como monstruos de la antigüedad congelados desde la edad de hielo. Había un tráfico ligero de calesas y otros carruajes de alquiler con sus faroles encendidos, y el ocasional chispazo de las llantas de metal contra el adoquinado. El banco de niebla nos engulló, pero la sensación era que el mundo giraba lentamente para depositarnos en aquellas grises y húmedas fauces.

La mansión de los McNair era una de las bestias menores, entre la niebla se veía luz en las ventanas de la primera y la segunda planta, y rayos reflejados en la niebla bailaban sobre la valla rebotando sobre la densa oscuridad de los arbustos. El coche de alquiler giró y pasó por debajo de las luces de la puerta de las cocheras, donde bajamos.

El corpulento mayordomo con pelo engominado nos hizo pasar al interior. Nos guió por unas escaleras tan anchas como Morton Street hacia el piso superior bajo la ceñuda mirada del retrato de Nathaniel McNair, y pasamos al interior de una habitación iluminada con faroles redondos. El mayordomo ofreció a Bierce un noble y mullido sillón, y a mí un diván con blandos cojines. Luego nos sirvió unas copas de oporto de un decantador de cristal tallado. Vi que una de las copas ya estaba llena y a la espera en una mesilla baja junto a la chaise longue en el otro extremo de la estancia.

Nos apresuramos a levantarnos cuando Lady Caroline Stearns entró.

Llevaba un vestido largo con brocados dorados y de plata, de cuello alto, y mangas largas. Dentro de la rígida tela del vestido daba la impresión de que su cuerpo se movía de forma independiente al ropaje que la cubría. Cruzó el cuarto para estrechar la mano de Bierce y ofrecerme un gesto con la mano a modo de saludo. Llevaba el pelo cepillado hacia atrás y recogido en un moño detrás de la cabeza sobre su delgado y largo cuello. Tenía la tez clara, sin duda empolvada, y la boca pintada, mientras sus ojos calmadamente azules nos observaban. Ya no era joven, pero era muy bella.

– Por favor, siéntense, señor Bierce, señor Redmond.

Barrió con el vestido el parqué y se reclinó en la chaise longue. Percibí en su presencia una extraña disminución de la fuerza de Bierce, convirtiéndose casi en timidez.

Hubo un momento de silencio, todos sosteníamos nuestra copa de oporto como si brindáramos.

– Es hora de que hablemos sobre Virginia City -dijo Bierce.

Ella inclinó su perfecta barbilla en lo que debió de ser asentimiento.

– Usted era muy querida allí, señora.

– Gracias -dijo ella.

– Sin embargo, ha existido un odio imperecedero. Supongo que a raíz de las manipulaciones de propiedad de la mina Jota de Picas.

– Hubo inversores que tenían motivos para sentirse engañados -dijo Lady Caroline. Los elegantes pliegues de su pesado vestido me dejaron entrever su cuerpo inclinado y me recordó a Annie Dunker en camisola.

– Adolphus Jackson, Albert Gorton y un hombre llamado Macomber -dijo Bierce-. De éstos, E. O. Macomber parece haber desaparecido. El sargento detective Nix ha realizado algunas pesquisas para encontrarle, pero sin resultado. Albert Gorton está supuestamente muerto. El difunto, el cual fue un mero instrumento para llevar a cabo «el truco inglés» en la Jota de Picas, podría haber sido asesinado porque se convirtió en un estorbo para su difunto esposo.

– Ésa es una presunción sin base alguna, señor Bierce.

– No es ni tan siquiera una presunción.

– Señor Bierce, no puedo creer que ninguno de estos hombres se halle tan consumido por antiguas rencillas como para comenzar esa conspiración de venganza contra mí de la que usted está tan convencido.

– ¿Acepta al menos el hecho de que en efecto ha habido una conspiración?

– Supongo que no tengo más remedio.

– ¿Y que usted se encuentra en peligro?

Inclinó su peinada cabeza silenciosamente.

– Hay otro asunto además de la mina Jota de Picas, señora -dijo Bierce-. Se trata de la paternidad de su hijo.

Ella levantó una mano hacia una campana que colgaba de un cordel trenzado. El mayordomo apareció.

– Tráiganos unos puros, si es tan amable, Marvins.

El mayordomo trajo un humidificador de plata de un armario y nos lo ofreció a Bierce y a mí. Bierce tomó uno, yo lo rechacé. Marvins volvió a guardar el humidificador y llevó a Lady Caroline una pequeña caja de cigarrillos egipcios. Ella eligió uno, y él se lo encendió y se lo ofreció con una reverencia; después se acercó para prender el puro de Bierce. El humo del cigarrillo era de un tono más pálido que el del puro, y se enroscaba hacia arriba desde el cilindro marrón entre sus dedos.

Me dio la impresión de que la pausa del tabaco le había dado tiempo a Lady Caroline para prepararse y recomponerse.

– El señor Brittain está convencido de que él es el padre -dijo Bierce-. Pero me han llegado noticias de que quizás no sea así.