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Me hizo sentir rígido y censurador.

– No deberías… -comencé.

– Oh, ¡no digas eso! ¡Voy a casarme!

Me quedé sin aliento. Cuando me senté junto a ella apoyó la cabeza sobre mi hombro.

– Es un amigo de Papá. Es simpático. Él es…

– ¿Cómo se llama?

– Marshall Sloat. Es banquero.

No reconocí el nombre.

– ¡Va a ser muy pronto! -Me rodeó con los brazos-. ¡Es un matrimonio fabuloso! ¡Por favor, bésame, Tom!

La besé. Los besos se prolongaron.

– La boda será en Trinity, y la recepción en el Palacio. ¡Todo el mundo estará allí! -Amelia respiraba hondamente-. El gobernador Stanford estará allí. El señor Crocker estará allí, y el señor Fair. El senador Jennings estará allí.

Le dije que no pensaba que el senador Jennings fuera a estar allí, pero no me prestó atención. De alguna forma, se había quitado la blusa, y su combinación resbaló hasta su cintura. Besé sus pechos desnudos. Ella levantó los brazos por encima de la cabeza, balanceándolos allá arriba como cuellos de cisnes mientras gemía, cerraba los ojos y giraba el rostro a un lado y otro. Besé sus pechos y sentí cómo el fino vello perfumado de sus axilas me hacía cosquillas en la mejilla. Besé su barriga. Cuando intenté ir más allá ella susurró: «¡No, no, no, no, no, no!» en escala ascendente. Así que besé sus pechos mientras ella gemía y sollozaba y balanceaba los brazos por encima de nuestras cabezas, aún hablando:

– Quizás el general Sherman esté allí -jadeó-. Y los Mackay, y los Mills y el señor y la señora Reid, y la señorita Newlands, y los Blair y los Martin y los Toland. Los Thomson y los Blake y los Walker y la señorita Osgood y el señor Faber.

Estaba enumerando el Directorio de la Élite de San Francisco.

¿Dónde estaban ahora sus ironías?

La entrepierna me dolía como si me hubieran golpeado con una porra. Besé los pechos de Amelia mientras ella enumeraba los nombres de la élite de San Francisco que asistirían a su boda con el señor Sloat, el banquero. Sus pezones eran rosados como yemas de dedos. Se los besé mientras ella gemía. No quería tumbarse en la cama ni permitía ninguna otra atención. La besé hasta que me dolieron los labios.

Cuando la acompañé de regreso en un carruaje de alquiler ella lloraba. Esta vez subí los escalones del 913 de Taylor Street con un brazo dándole apoyo. Entró sin llamar y se marchó.

Cuando regresé a mi habitación, una nota había sido deslizada por debajo de la puerta:

Debido a que ha hecho caso omiso de la norma de no traer mujeres a su habitación, le conminamos que recoja sus cosas y vacíe el cuarto a más tardar el próximo lunes.

Sra. Adeline Barnacle

Por la mañana, los libros que le había prestado a Belinda estaban ordenadamente apilados en el cuarto escalón: Ivanhoe, El Molino del Flossy Grandes Esperanzas, junto a una nota con tres primorosas líneas escritas a pluma en una hoja arrancada de la libreta escolar y en las que daba por finalizado nuestro compromiso.

El jueves, en las oficinas del Hornet discutía con Bierce mi artículo sobre el muro de Crocker, intentando disimular que mi corazón no estaba roto en pedazos por la ira y la pena.

Cuando Charles Crocker era alabado por su generoso espíritu al servicio de la ciudadanía que había construido muchas obras de enorme y permanente valor para el Estado, Bierce decía:

– Su tendencia a realizar mejoras es simplemente un instinto natural heredado de su antepasado con espíritu al servicio de la ciudadanía, el hombre que cavó los agujeros de los postes en Mount Calvary.

También me mostró un recorte de periódico que había guardado, una denuncia contra Crocker de un abogado con quien el magnate del Ferrocarril había litigado:

«Mostraré al mundo cómo un inteligente mecenas de las artes y la literatura puede ser fabricado gracias a la riqueza amasada por un vendedor ambulante de alfileres y agujas. Visitaré Europa hasta que pueda ornamentar mi deficiente inglés con un toque de francés mal pronunciado. Llevaré un diamante tan grande como un faro de una de esas locomotoras; y mi tejido adiposo aumentará al mismo tiempo que mi arrogancia, y me contonearé por los pasillos del Palace Hotel como un monumento viviente, que respira y anadea, del triunfo de la vulgaridad, la crueldad y la deshonestidad».

– No puedes aspirar a igualar esos niveles de invectiva -dijo Bierce-. Deja los insultos a otros -dijo, y eso es lo que había intentado hacer:

Charles Crocker de los Cuatro Grandes fue el director de la construcción del Ferrocarril del Union Pacific. Obró maravillas con los miles de culis, «las mascotas de Crocker», que conformaban la mayor parte de sus cuadrillas de construcción, y que quedaron sin empleo cuando el Ferrocarril fue terminado.

Estando él mismo desocupado, viajó al extranjero para comprar mobiliario y objetos de arte para su mansión en Nob Hill, para la cual financió una línea de tranvías en California Street. El palacio Crocker costó alrededor de un millón y medio de dólares. El estilo arquitectónico es denominado «Renacimiento temprano». Su fachada de más de cincuenta metros es una obra maestra de marquetería, y su torre de veintitrés metros de alto ofrece una magnífica vista de la City.

Aunque podría haber extendido sus dominios hasta casi cualquieresquina del país que deseara, no pudo hacerse con la esquina nordeste de la manzana de Nob Hill que limita con Jones, California, Taylor y Sacramento Streets. Pudo comprar el resto de parcelas que conformaban la manzana de su mansión, pero un cabezota director de pompas fúnebres alemán, Nicholas Yung, no quería venderle su esquina.

Por ello, Crocker hizo construir en tres lados de la propiedad de Yung un muro de más de doce metros, bloqueándole la luz y las vistas y dejándole tan sólo una estrecha fachada que daba a Sacramento Street. Finalmente, Yung se trasladó a otra parte de la Ciudad, pero no le vendió la propiedad, de forma que Crocker dejó el muro en pie.

El muro disuasorio es ahora uno de los lugares de visita obligada de Nob Hill y se ha convertido en símbolo de la arrogancia de los ricos en general y de los millonarios del Ferrocarril en particular.