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El Partido Obrero de Denis Kearney era considerado por los habitantes de Nob Hill un partido anarquista. Los irlandeses de Kearny frecuentemente se reunían junto al muro disuasorio o agraviante como blanco de sus ataques y de su ira contra los magnates del Ferrocarril, los cuales habían amasado una fabulosa riqueza y se habían deshecho de un ejército de chinos tras finalizar la construcción del ferrocarril, contribuyendo asía la depresión posterior y el desempleo generalizado. Se afirma que Crocker se había hecho construir la torre con ranuras en sus muros para derramar plomo fundido sobre las cabezas de los posibles comunistas que le asediaran, pero, aunque las concentraciones de obreros en paro comenzaban junto al muro de Crocker, los alborotadores se dispersaban colina abajo para saquear Chinatown. Las ranuras para plomo fundido aún no han sido utilizadas a día de hoy.

– Eso es adecuado -dijo Bierce-. Ahora repásalo de nuevo y elimina la mitad de los adverbios. -Tan sólo hay tres. -Quita dos, pues.

La señorita Penryn anunció la llegada del señor Beaumont McNair. Beau entró en la oficina, con su barba de pan de oro, su barbilla arrogante, sus ojos demasiado juntos, su chaqueta de perfecta confección y su manera afectada de andar, como si primero probase la estabilidad del suelo con la punta estirada de su reluciente bota antes de confiar todo su peso sobre él.

Se detuvo y observó el cráneo blanquecino del escritorio de Bierce. Bierce se levantó. Yo también.

– Buenos días, señor McNair.

– Buenos días, señor Bierce, Redmond -dijo Beau, con una inclinación de la cabeza hacia mí.

Acerqué una silla y tomó asiento con cierto estilo, el joven al que le producía placer dibujar coños en las barrigas desnudas de prostitutas y que, de hecho, estaba obsesionado con mujeres de dudosa reputación.

– Hubo un incidente ayer noche -dijo Beau, con la barbilla alta y los ojos fijos en Bierce-. Un intruso.

Bierce me dirigió una rápida mirada, pero se limitó a asentir a Beau.

– Alguien forzó la entrada -dijo Beau-. Marvins lo persiguió pero lo perdió finalmente. Había una ventana abierta.

– El fantasma -dijo Bierce.

Beau pareció sobresaltarse.

– El señor Buckle nos dijo que había un fantasma permanente.

– Bueno, sí -dijo Beau.

– ¿Y esto ocurrió cuando yo estaba conversando con su madre? -preguntó Bierce-. Si es así, el señor Redmond vio al fantasma abandonar la casa. Pensó que se trataba de usted.

Beau nos miró confundido e irritado.

– ¿Ha sido informada la policía?

Beau se sacó un pañuelo de lino del bolsillo y se enjugó la frente.

– Mi madre pensó que usted debía ser informado antes.

Bierce se recostó hacia atrás en su silla con los dedos entrelazados sobre el chaleco.

– Alguien le odia, señor McNair.

– Eso creo. Y creo que usted y mi madre llegaron a algún tipo de entendimiento de pareceres ayer noche. Ella está dispuesta a aceptar sus condiciones, señor Bierce. He venido a pedirle que nos visite esta noche y nos presente sus sugerencias sobre estas cuestiones. Ella cree que necesitará que también haya otras personas presentes.

– Le entregaré una lista. Tom, haga el favor de escribir estos nombres para el señor McNair.

No es que me agradase aceptar órdenes en presencia de Beau, pero saqué una libreta y un lápiz. Bierce dictó. Yo escribí. No era el Directorio de la Élite de San Francisco, pero no distaba mucho de serlo.

Con la lista en la mano, Beau McNair permaneció de pie y con el ceño fruncido.

– Debo hablar con Redmond -dijo.

– Iré a llevar estos documentos a la mecanógrafa -dijo Bierce abanicando un fajo de papeles. Nos dejó allí a solas.

– Me gustaría preguntarle cuáles son sus intenciones hacia la señorita Brittain -dijo Beau.

Aún estaba dolido por la frustración sufrida la noche anterior.

– Mis intenciones son ninguna intención -dije.

– Demasiado fácil -dijo Beau-. Repito, ¡exijo saber cuáles son sus intenciones!

– Le estoy diciendo que no tengo ninguna intención. La señorita Brittain va a casarse con un hombre llamado Marshall Sloat.

– A su madre le preocupa que usted haya tomado afecto a la señorita Brittain. No desea tener complicaciones.

Su abrigo le sentaba tan bien que me estaba empezando a cabrear. Dije que no pensaba que eso fuera de su incumbencia.

– Hablo en nombre de la señora Brittain, y se lo diré con franqueza. La señorita Brittain es de una clase social a la cual usted no puede aspirar a llegar.

Resoplé para mantener la calma.

– Me gustaría que viniera alguna vez al Club de la Verdadera Democracia Azul y expusiera sus opiniones al respecto -dije.

La expresión de su rostro era estricta y autoritaria. Me miró como si yo me estuviera haciendo el estúpido a propósito. Cómo lo detestaba, el medio hermano de Amelia.

– Nosotros llamamos a los que viven en Nob Hill «aristócratas instantáneos» -dije-. ¿Es eso lo que quiere decir? Por ejemplo, su padre putativo fue a Washoe y encontró una bonanza, mientras que el mío no encontró nada más que borrascas. ¿Es ésa la diferencia?

El mío, de hecho, había sido estafado por el suyo.

– Los aristócratas acuden a las prostitutas y dibujan sobre sus barrigas. ¿Es ésa la diferencia? -dije, e inmediatamente deseé no haberlo dicho.

Su rostro se enrojeció peligrosamente.

– ¡Cómo se atreve!

– No le conviene intentar ese tipo de trucos por aquí -dije-. Las prostitutas de San Francisco son duras de pelar.

Me miró con la boca abierta.

– ¡Maldito sea!

– No, ¡maldito sea usted!-dije-. Por ser un capullo presuntuoso y malcriado.

Era consciente de que estaba llevando el asunto a unos extremos de los que no iba a poder escapar, lo cual me agradaba.

Me miró con desprecio, levantando la nariz.

– ¡Demando una satisfacción!

Me reí de él.

– ¿A seis metros de las alcantarillas?

– ¡Maldito cazafortunas!

– A puñetazo limpio en el sótano -dije.

Lo guié escaleras abajo hacia el sótano y cruzamos la puerta de la bodega en la habitación contigua, donde había un trastero iluminado por polvorientas ventanas de triforio que daban a California Street.

Beau se despojó de la hermosa chaqueta. Había recibido algunas clases de boxeo. Bailaba a mi alrededor, fintando izquierdazos y derechazos mientras yo me quitaba el abrigo. Me sentía pesado, torpe y embriagado.

Bailó hacia mí. Lo derrumbé de un puñetazo. Cómo calma las furias internas golpear a alguien en la mandíbula, pero las demandas y responsabilidades de la familia Brittain no eran culpa de Beau.

Se puso de pie de un salto. La segunda vez que lo noqueé logró alcanzarme en la nariz con un puñetazo, y entonces sentí que empezaba a sangrar.

Tirado en el suelo, me miró mientras yo me limpiaba la sangre de la nariz con un pañuelo. Entonces se declaró satisfecho.