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– Era un hombre joven, según informó al sargento Nix.

– Quizás tan mayor como usted, señor.

– Con barba.

– Con barba rubia, sí. -Edith Pruitt era una chica de campo con unos pechos agradablemente orondos bajo su casto vestido de cuadros y una bonita expresión porcina de mejillas regordetas y ojos pequeños.

– ¿Algún detalle más de su apariencia?

Edith miró a la señora Cornford, que le sonrió tranquilizadoramente. Edith negó con la cabeza.

– ¿Pudo ver el cuchillo?

– Ella no vio ningún cuchillo -dijo la señora Cornford.

Edith mostró sus dientes con una sonrisa nerviosa. Intenté pensar en las preguntas que un reportero experimentado como Jack Smithers formularía.

– ¿Cómo eran los ruidos que oyó?

– Como de alguien cayendo de golpe sobre la cama. Y unos arañazos. No le presté atención. Algunas veces los clientes pagan algo más por servicios extra.

– Esther solía hacer eso -confirmó la señora Cornford asintiendo.

– ¿Cuánto tiempo pasó desde el barullo hasta que vio salir al hombre?

– Ella le dijo al polizonte que alrededor de cinco minutos -dijo la señora Cornford.

– Vea usted, en este negocio una termina siendo capaz de intuir cuánto le falta al cliente para acabar -explicó Edith Pruitt.

La señora Cornford me sonrió. Tenía en su regazo una bolsa de arpillera, de la que sacó un ovillo de hilo azul y dos agujas de marfil.

Cuando volví al tema del hombre que Edith había visto, la señora Cornford replicó:

– El policía grande tenía una fotigrafía. El alto.

– ¿El capitán Pusey?

– El tipo mayor con un mechón de pelo blanco. Ése tenía la fotigrafía.

– ¿Yfue ese hombre el que vio salir del cuarto? -pregunté a Edith.

– Le dije que sí era él -confesó Edith-. Le dije que había oído rumores sobre un cliente, que quizás fuera este mismo tipo, que no tenía minga-sus bonitas mejillas se ruborizaron-. Tenía que atarse un cacharro de cuero. Podría haber sido este mismo.

Edith nunca había visto antes a este cliente, tan sólo había oído hablar de él a Esther. La señora Cornford lanzó una mirada de desaprobación; no sabría decir si por el hecho de que no tuviera minga o por la información mencionada. No, ninguna de las otras chicas había mencionado jamás a dicho cliente.

El asesinato de Marie Gar había tenido lugar en el establecimiento de Rose Ellen Green, pero la señora Green ya estaba harta de mirones y periodistas merodeando y rehusó atenderme a la entrada de su casa. Pregunté a otras madames de un lado y otro de Morton Street si habían oído hablar de un cliente sin minga.

No hubo suerte.

La oficina de Bierce tenía forma de L, y a mí me habían ascendido asignándome un escritorio, una silla y una escupidera justo en la base de esa L.

Mientras escribía mis notas, la señorita Penryn asomó la cabeza por la puerta y anunció la visita de la señorita Amelia Brittain. Empujé el escritorio y me puse en pie de un salto. Amelia llevaba un vestido blanco con encaje en la pechera. Bajo la sombra del gorro, su rostro parecía tenso por la ansiedad. Con su falda barrió el vano de la puerta manteniendo los ojos clavados en mí.

Arrastré una silla rodeando la mesa.

– ¡Por favor, siéntese, señorita Brittain!

Ella plegó la falda alrededor de su cuerpo y se sentó, enjugándose la comisura de los ojos con un pañuelo.

– ¡Han arrestado a Beau!

Dejé escapar aire de golpe, sorprendido.

– ¿Por los asesinatos de Morton Street?

– ¡Sí! ¡Es sencillamente… monstruoso! -se secó los labios-. Lo han llevado a prisión, señor Redmond, ¡debo pedirle de nuevo que me ayude!

– Cualquier cosa que esté en mi mano.

– Dicen que tienen su fotografía y que una de las mujeres del establecimiento donde tuvo lugar el crimen lo ha identificado.

¡La fotografía que tenía el capitán Pusey!

– ¡Señor Redmond, tan sólo puedo creer que hay una confabulación! Por supuesto que Beau tiene enemigos, todos los hombres ricos tienen enemigos. ¡También su madre debe de tenerlos!

Comenté que me había parecido curioso que su prometido no la hubiera acompañado al Baile de Bomberos, e inmediatamente deseé no haberlo dicho.

Amelia se levantó de un salto de su silla, con los ojos llameantes por la indignación, luego volvió a derrumbarse.

– Tuvo que ocuparse de unos asuntos de su madre con el señor Buckle -dijo ella, controlando la voz-. Su madre tiene enormes negocios en la City.

– ¿Quién es el señor Buckle?

– Es el administrador de Lady Caroline aquí.

– ¿Quiénes son estos enemigos del señor McNair?

– ¡No lo sé!

Que el prometido de Amelia estrangulara y descuartizara a Esther Mooney mientras Amelia y yo bailábamos un vals en el Baile de los Bomberos parecía una coincidencia de lo más improbable.

– Tengo un amigo que es detective de la policía -dije-. Intentaré averiguar qué es lo que tienen en contra del señor McNair. ¿Hablaría McNair conmigo si voy a verle a la cárcel?

– ¡Debe decirle que le envío yo!

– Señorita Brittain, sólo sé que el señor McNair es el hijo de una mujer muy rica. ¿Le importaría contarme algo más sobre él?

Ella se relajó visiblemente en la silla.

– Cuando aún vivía el padre del señor McNair, su casa no estaba lejos de la casa de mi padre. Beau y yo asistimos al Seminario de la señorita Sinclair. Él tenía once años y yo diez.

Sus mejillas se ruborizaron, como un velo rosado subiéndole desde el cuello. El efecto era encantador.

– Fuimos novios. Luego el anciano señor McNair murió y la señora McNair, Lady Caroline, dejó San Francisco y se trasladó a Inglaterra, llevándose con ella a Beau y Gwendolyn.

– ¿Gwendolyn es la hermana pequeña del señor McNair?

– Y muy hermosa -confirmó Amelia, asintiendo-. Hace un mes, Beau regresó para ayudar al señor Buckle con los negocios de su madre y volvimos a vernos. Descubrimos que nuestro afecto mutuo aún es fuerte. Aunque claro, nuestras vidas han sido muy distintas desde la infancia.

Como la de ella y la mía, pensé yo. Mi antipatía por Beau McNair había ido en constante aumento. Dudé si preguntar a Amelia si su prometido frecuentaba los burdeles de fulanas de Morton Street, o quizás los clubs de citas más elegantes del Upper Tenderloin.

– Es atractivo y muy buen partido -siguió explicando Amelia-. Y mi madre ha dado el visto bueno a nuestra relación.

Me pregunté a qué tipo de diversiones se dedicarían los jóvenes casaderos de clase alta. Sin duda, Beau McNair tenía un vestuario muy chic, y acostumbraban a hacer excursiones a Cliff House, o pasear por el parque, o acudir al Península, en el área donde algunos de los aristócratas instantáneos de la Veta de Comstock, el Ferrocarril y los Bancos habían construido sus mansiones. Quería saber con cuánta frecuencia ella y Beau se veían, y logré formular la pregunta sin que pareciera que estaba fisgoneando.