Выбрать главу

Se puso en pie masajeándose la mandíbula y moviendo los hombros de una forma que me irritó.

– ¿Sabe qué dijo la prostituta de Morton Street que identificó su fotografía? -dije.

– ¿Qué dijo?

– Dijo que había un cliente de Esther Mooney que no tenía minga. Solía usar una especie de dildo de cuero. Podría haber sido el que asesinó a Esther. No será por una casualidad usted, ¿verdad?

– ¡Por supuesto que no! Lapolicía…

– ¿Le pidieron que les enseñara la minga?

– ¡No sé a dónde quiere llegar, Redmond!

Mirándome enfurecido, permaneció erguido con los codos doblados hacia atrás y la barbilla apuntando hacia delante, como si fuera a atacarme otra vez o salir corriendo. De repente, tiró de su bragueta y se exhibió para que lo inspeccionara.

– ¿Y qué hay de las pelotas? -dije.

Me insultó de una forma muy poco aristocrática.

– Escuche -dije, sosteniendo el pañuelo sobre la nariz-. Me disculpo por mi comportamiento infantil. ¿Es que no sabe que estamos intentando salvarle el pellejo?

– Sí, claro que lo sé, Redmond.

Al final nos dimos la mano.

– Aquí hay otro comunicado de nuestro corresponsal en Comstock -dijo Bierce, pasándome una nota escrita a mano cuando regresé a la oficina tras detener la hemorragia.

Estimado Sr. Bierce,Si está preocupado por saber quién dejó encinta a Highgrade Carrie, no se preocupe más. Todo el mundo sabe que Dolph Jackson fue su novio.

Un Ex Picas

– No ha tenido ocasión de incluir un «dejevu» en esta carta -dije.

– ¡Es la conexión entre los asesinos! -dijo Bierce-. ¡El Ex Picas es mi benefactor!

Que a su vez era el Don.

29

Verdad: Una ingeniosa combinación de lo deseable con lo aparente.

– El Diccionario del Diablo-

Bierce y yo llegamos a la mansión de los McNair quince minutos más tarde de la hora acordada, las seis en punto. Marvins nos hizo pasar y seguimos su majestuoso paso por una superficie de reluciente parqué, pasando junto a la sala octagonal del piano y hacia una estancia espaciosa con ventanas que daban al sur de la City. Se habían colocado sillas orientadas hacia la mesa presidencial, para la ceremonia. Lady Caroline estaba ya sentada a la mesa, flanqueada por Beau y el abogado Curtis. En las sillas, estirando los pescuezos cuando Bierce y yo entramos, estaban sentados el senador Jennings y un hombre calvo con patillas a lo yankee hasta la barbilla y con aspecto de abogado; Rudolph Buckle; el capitán Pusey, y Mammy Pleasant con su sombrerito negro. Yo estaba medio temeroso de que el Don anduviera cerca y que apareciera de repente a mi espalda; o el senador Sharon.

El sargento Nix estaba de pie con las piernas separadas, las manos unidas a la espalda y apoyado sobre el panelado de avellano. Elza Klosters estaba sentado con su sombrero de ala ancha en el regazo en una silla junto a la puerta. Le brillaba el cuero cabelludo por el sudor.

Marvins cerró las puertas dobles a nuestras espaldas, sonó a bofetada.

Me deslicé a una silla libre mientras Bierce permanecía de pie, mirando fríamente al grupo que había sido convocado por él mismo.

El senador Jennings impulsó su cuerpo levantándose del asiento.

– ¿Qué demonios es todo esto, Bierce?

– Siéntese, señor -dijo Bierce. Se desplazó con su rígido paso hacia el ventanal, donde podía ver de frente a los tres de la mesa y al resto de nosotros también. En su expresión se leía que tenía al Ferrocarril donde quería tenerlo. Jennings permaneció de pie, marcando barrigón.

– He pedido al señor Bierce que lleve a cabo este procedimiento -dijo Lady Caroline con suave voz de acento británico y una sonrisa permanente en su máscara de porcelana. Los dedos en guantes blancos permanecieron unidos por las yemas mientras hablaba. Llevaba un vestido de terciopelo negro ribeteado con encaje y de cuello alto. Su rubio cabello colgaba ondulante hasta quedar atrapado en un moño francés alto rematado con una aguja de diamante, y diamantes con forma de lágrimas brillaban en los lóbulos de sus orejas. Dirigió una sonrisa a Bierce.

Jennings se sentó. Tenía las mejillas del color de la ternera cruda. Inclinó la cabeza a un lado para escuchar algo que le susurraba su abogado.

– Nos ocupan dos asesinatos aquí. Dejaremos a un lado primero el asesinato obvio. Ya le he advertido al senador Jennings que voy a probar que él asesinó a la viuda del juez Hamon.

– Un momento, si nos hiciera el favor -dijo el abogado de Jennings, levantando una mano con un dedo extendido a modo de cuestión de procedimiento.

– Yo no hago favores -dijo Bierce-. Señor Klosters, ¿le ofreció el senador Jennings dinero para asesinar a la señora Hamon?

Hubo un momento de silencio, y el abogado permaneció de pie. Lady Caroline dirigió su sonrisa congelada hacia Klosters. Jennings se volvió a levantar, acercándose a su abogado y mirando al pistolero.

– Me ofreció trescientos dólares -dijo Klosters con voz pastosa. Permaneció sentado, sujetando con las manos el sombrero sobre las piernas-. Le dije que no lo haría, así que me ofreció quinientos. Le dije que ya no hacía esas cosas.

– La Sociedad de Picas -dijo Bierce-. Fue creada para hacerse con el control de la Mina Jota de Picas en Virginia City. Había cinco miembros. Dos de ellos matrimonio, Caroline LaPlante y Nathaniel McNair. Se les unió un tercero, Albert Gorton, para formar mayoría y arrebatarles a los otros dos sus participaciones en lo que se iba a convertir más tarde en unos beneficios incalculables. Uno de estos otros dos era E. O. Macomber, el cual ha desaparecido o se ha cambiado el nombre; la quinta persona era Adolphus Jackson, que luego pasó a llamarse Aaron Jennings y fue elegido senador del Estado.

Dejó que todos procesaran la información, dio unos cuantos pasos y luego continuó:

– Jackson y probablemente Macomber tenían motivos para estar furiosos por la estafa que habían sufrido. Gorton fue descartado por venganza, o porque se había vuelto molesto para McNair. Ese asesinato no nos ocupa, aunque el señor Klosters podría aclararlo.

– No es necesario que responda a eso, Elza -dijo Lady Caroline. Su voz quedó ahogada por el aullido del senador Jennings:

– ¡No pienso seguir escuchando todas estas tonterías!

– Entonces, ¿por qué está usted aquí, señor? -dijo Bierce-. Capitán Pusey, ¿arrestará al senador Jennings por asesinato?

– No recibo órdenes de periodistas, señor Bierce.

Pusey lo dijo calmadamente. Estaba sentado con los brazos cruzados sobre su pecho uniformado y las piernas cruzadas; parecía como si lo hubieran atado a la silla.

– Muy bien -dijo Bierce-. Comentaré unas cuantas cosas más sobre el senador Jennings a medida que avancemos en la reunión.

Se acercó a la ventana con paso solemne, me dio la impresión de que un poco ostentosamente. Sostuvo un dedo delante de la barbilla.

– Algunas cosas han estado claras desde el principio. El capitán Pusey tuvo conocimiento a través de sus contactos con la policía londinense de que el joven señor McNair había estado involucrado en unas cuantas fechorías en las que él y algunos compañeros abusaron de mujeres de la calle siguiendo un procedimiento que más tarde fue remedado en las carnicerías de los asesinatos de las prostitutas de Morton Street. Está claro que el capitán Pusey sabía esto cuando mostró la fotografía del señor McNair de su archivo a una prostituta que había visto fugazmente al asesino.