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– George Payne ha estado accediendo a esta mansión durante años -dijo Bierce-. Creía que debía haber sido su hogar. Los sirvientes lo conocían como el fantasma. Quizás el señor Buckle pudo dar con él.

Las cabezas se giraron hacia Buckle, aún de pie. Sus labios se movieron, pero no salió ningún sonido de ellos. Respiraba agitadamente.

– ¿Es esto cierto, Rudy? -inquirió Beau.

– Creo que podemos dar por terminada la reunión -dijo Lady Caroline antes de que Buckle pudiera responder. Se levantó de su asiento-. Gracias, señor Bierce. Sus conclusiones me han dejado impresionada. Sin duda, hemos sido alertados.

Curtis se levantó. El resto se removió en sus asientos y se dispusieron a marcharse. Mammy Pleasant se abría paso a codazos y echó un vistazo a su alrededor. Su postura corporal, y los primeros pasos que dio en dirección a la puerta eran los de una anciana.

Oí el repiqueteo de tacones en el parqué del corredor fuera del cuarto. La puerta entonces se abrió abruptamente. Beau McNair, con una gorra y una bufanda gris, jadeante y pálido, dio dos pasos y entró en la sala, con el rostro dirigido a Lady Caroline como si fuera una pistola. Pero no era Beau.

Era el joven que yo había visto en el bar del Bella Union, y a quien había visto aparecer saliendo de los arbustos aquí dos noches atrás.

Un disparo conmocionó la sala. El sombrero sobre el regazo de Elza Klosters explotó en el aire, donde se agitó para luego caer como un pato herido. George Payne cayó de bruces con los brazos extendidos, chocó contra el suelo y no volvió a moverse. Klosters se levantó, con la pistola humeante en la mano. Había un tufillo a pólvora. Saqué el revólver de Bierce de mi bolsillo.

Golpeé con él la mano de Klosters. Gritó y dejó caer su arma. Volvió a gritar cuando le hundí el cañón del revólver en las costillas.

– ¡Tom! -gritó Bierce, como si yo fuera un cachorro que se hubiera portado mal-. ¡Tom!

Klosters me miró con sus ojos de asesino de gatos, con la boca abierta en un círculo de dolor y una mano sujetando fuertemente la otra. Di una patada a la pistola aún humeante y la envié debajo de las sillas.

Lady Caroline se había levantado para mirar a su hijo muerto. Beau se aproximó a ella y la abrazó. Ella alzó la barbilla, dirigió su rostro al techo, pálido como el cráneo de Bierce, pero tan hermoso. Marvins, sosteniendo una Navy.44, bloqueó la salida con agentes. Mammy Pleasant se alejó de los policías, santiguándose.

Pude ver la mejilla del Destripador de Morton Street, velludo con una corta y rubia barba como la de Beau. La bufanda había caído abriéndose y revelando las dos cicatrices paralelas hechas por las uñas de Rachel LeVigne. Tenía los ojos azules abiertos, mirando al infinito; el hijo no elegido, el hijo abandonado enloquecido por ello, el hijo de James Brittain o Aaron Jennings o de otro, y de Caroline LaPlante. Una lengua de sangre oscura salió de debajo de su cabeza.

Nadie más pareció ser consciente de que acabábamos de presenciar una emboscada y una ejecución, o quizás todos ellos lo eran.

30

Cogito cogito ergo cogito sum: «Pienso que pienso, luego pienso que soy»; una de las frases más próximas a la certeza que jamás haya pronunciado filósofo alguno.

– El Diccionario del Diablo-

El titular en el Chronicle de la mañana que me fui de mi habitación en casa de los Barnacle era: El senador Jennings, procesado. En la noticia se hacía referencia a él como el «senador de la Compañía del Pacífico Sur». Bierce había logrado asestar un golpe al Ferrocarril.

Jennings fue acusado de la muerte de la señora Hamon.

Los asesinatos del Destripador quedaron sin resolver.

Jonas Barnacle me ayudó a cargar con bolsas, cajas, libros y un frasco de árnica de pepino por las desvencijadas escaleras. Divisé a Belinda a través de la ventana y solté una mano de la carga que llevaba para saludarla, pero ella no me devolvió el saludo.

En el último correo que recibí en Pine Street estaba el anuncio de la boda, en la Trinity Episcopalian Church de Post con Powell, de la señorita Amelia Brittain con el señor Marshall Sloat. La recepción iba a ser celebrada en el Palace Hotel.

Sloat era un viudo sin hijos que doblaba en edad a su futura esposa. Recordé los comentarios de Amelia sobre la edad del juez Terry en relación a la de Sarah Althea Hill. Una perdida, así llamó a la señorita Hill.

Dejé mi asiento de calesa atornillado a la pared del sótano de los Barnacle.

En la oficina de redacción en el Hornet, Bierce estaba reunido con Bosworth Curtis. Me hizo una señal para que tomara asiento, aunque pude ver que a Curtis no le hizo mucha gracia.

– Lady Caroline está empeñada en que no se identifique a George Payne como su hijo -dijo Bierce-. Ha llegado a un acuerdo con el capitán Pusey.

– Así pues, Pusey ha logrado lo que iba buscando -dije. Tenía dificultades en controlar mis sentimientos, sentimientos que Bierce pensaba que no valían la pena. El cráneo blanquecino miraba fijamente a Curtis.

– Su hija está prometida a un miembro de la aristocracia británica -dijo Curtis-. Quiere evitar el escándalo por todos los medios.

Me pregunté si a Curtis le desagradaban tanto los favores a la aristocracia como a mí. Consideré que Bierce era un blanco facilísimo para una gran mujer como Lady Caroline Stearns.

Curtis desplegó una hoja de papel color crema.

– Lady Caroline cree conveniente que le enseñe esto -dijo.

Pasó el papel a Bierce, el cual lo estudió antes de pasármelo a mí. Era la lista de las obras filantrópicas de Lady Caroline.

Nathaniel McNair había conspirado, engañado, estafado, amenazado y chantajeado para hacerse con el control de sus propiedades mineras y había desplumado a los incautos que se jugaron sus participaciones mineras para terminar engrosando la fortuna de McNair. Ahora su viuda redistribuía esa riqueza con creces entre los necesitados.

Una de las donaciones me llamó la atención: Fondos de Mineros del Washoe, 10.000 dólares. También había un fondo de mineros de Gales. Había también donaciones para niños abandonados y para chicas descarriadas. El Hogar de Frances Castleman para mujeres indigentes en San Francisco había recibido 7.000 dólares. Había alrededor de veinte donaciones distintas en la lista, que oscilaban entre los 20.000 dólares y los 500 dólares de donación. Alrededor de la mitad estaban en Inglaterra, y la otra mitad en San Francisco y Nevada, excepto dos donaciones en la ciudad de Nueva York. Los 20.000 dólares de donación iban destinados al Santuario para Mujeres Jóvenes sin Hogar de Cleveland. El total de las donaciones ascendía a una impresionante suma de dinero.

– Su secreto está a salvo con nosotros -dijo Bierce.

– Estará eternamente agradecida -dijo Curtis, poniéndose en pie y doblando el papel. La reluciente piel de su rostro brillaba con reflejos rosados.

– Su hombre, Klosters, podría pensar que él y yo tenemos algún asunto por zanjar -dije-. Quizás ella podría frenarle.

– Así será -dijo Curtis. Chocó los tacones y dirigió su cabeza hacia Bierce, con una ligera inclinación. Me dirigió un saludo más informal a mí y se fue.

– Así que vas a dejarla marchar -dije.

– Ya has visto la lista.

– Una lista de caprichos.

– Es famosa por su generosidad -dijo Bierce.

Era cierto.

– Eso fue un asesinato -dije, tozudamente-. Una puerta fue dejada abierta, o la misma ventana por la que había entrado antes. Era una trampa. Ni siquiera estaba armado. ¿Cómo es que llegó allí justo en ese momento? Estaba todo planeado.