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– Tom, ya hemos hablado de este asunto muchas veces. -Su frente estaba arrugada con el ceño fruncido cuando me miró con ojos fríos-. Sí, quizás Lady Caroline conspiró para quitarle la vida al demente que conspiraba para matarla. Ella no sabía que era su hijo.

– Debía de sospecharlo. Buckle ciertamente sabía algo.

Suspiró y dijo:

– Ella me dijo que no lo sabía.

– La creíste porque es una gran dama.

– ¿Por qué esta simpatía por Payne? Sacó las vísceras a tres mujeres. Hubiera matado a Amelia Brittain si tú no le hubieras parado. Había planeado asesinar a Lady Caroline Stearns. Él provocó el regreso de ella a San Francisco; tenía acceso a la mansión de los McNair. Lady Caroline estaba en peligro.

»Como ya dije antes -continuó Bierce-, mi preocupación principal era el asesinato cometido por el senador Jennings. Los destripamientos eran cosa de la policía. Yo sólo me ocupé de asegurar el procesamiento de Jennings.

Me volví hacia mi escritorio. Estaba trabajando en un artículo sobre las chicas esclavas chinas pero, debido a la política antichina del señor Macgowan, el Hornet probablemente no lo publicaría.

Chubb había dibujado para la portada del Hornet unenorme calamar con los tentáculos extendidos sobre California. Los ojos eran medallones con los rostros de Huntington y Stanford, con los nombres indicados. Una enorme y reluciente hacha había cercenado uno de los tentáculos, etiquetado como «senador Jennings», con el rostro agónico del senador Jennings en el medallón. La hoja del hacha estaba marcada con «Crimen y Castigo». El periódico estaba plagado de detalles sobre el arresto de Jennings, un amplio reportaje de Smithers, abarrotado de adverbios, y mi propio articulillo sobre la valla de las discordias o spite fence. El Tattle estaba tan plagado de autocomplacencia y se cebaba con tanta inquina con el Ferrocarril que si la definición del propio Bierce de autoestima como «juicio erróneo» no me vino a la mente, debería haberlo hecho.

Bierce y yo fuimos citados a la oficina del capitán Pusey para ver el cuadro de Lady Godiva, el cual los detectives habían descubierto en un almacén de Sansome Street. Había estado cubierto con telas de saco hasta que fue localizado por Pusey. John Daniel estaba presente, llevaba un pulcro traje azul con una camisa de pechera blanca y una corbata de cuatro lazos. Observaba la reunión desde la esquina. No parecía muy interesado.

Bierce no habló con el capitán Pusey, pero se quedó profundamente impresionado por el cuadro.

– Qué mujer más encantadora -dijo extasiado, pensando en Lady Caroline de joven, como un tenor en un aria romántica. Sin duda, era un espécimen hermoso, la mismísima grande horizontale de Virginia City. Su piel de gardenia iluminaba el despacho de Pusey, el cabello dorado caía en tirabuzones esparciéndose sobre los pechos y una expresión de orgullo y modestia había sido perfectamente dibujada en su rostro. Las venas en el cuello del blanco corcel habían sido perfiladas con artístico detalle.

El sargento Nix observó el cuadro con expresión de desaprobación.

– Es propiedad del senador Jennings -dije.

– Lo va a tener muy difícil para recuperar esta hermosura -dijo el capitán Pusey con arrogancia. Era la ley del quiero-lo-que-tú-tienes que Nix había mencionado antes, por la cual el capitán Pusey tenía el cuadro en su poder.

– Estrecha la mano con estos caballeros, John Daniel -dijo Pusey cuando llegó el momento de nuestra partida, y John Daniel así lo hizo.

– ¡Cómo me agradaría pincharle y desinflar toda esa gélida y chocha pomposidad! -dijo Bierce cuando abandonamos la central de la policía en el Old City Hall, refiriéndose al capitán Isaiah Pusey.

Estaba trabajando en el artículo sobre las chicas esclavas cuando el peripuesto y diminuto representante del Ferrocarril, Smith, volvió a visitar a Bierce. Llevaba una margarita en el ojal de la solapa.

– Tenemos entendido que debemos felicitarle a usted por el arresto del senador Jennings -dijo sonriente a Bierce-. Felicidades desde las más altas esferas. Si sabe a lo que me refiero.

– Dígale al señor Huntington que no podría estar más complacido -dijo Bierce, echándose hacia atrás sobre el respaldo-. La Ganga del Corredor de Girtcrest tendrá que buscarse un nuevo patrocinador.

– Sí, eso supondrá algún problema -Smith chascó los dedos para mostrar lo poco que eso les afectaría. Sacó del bolsillo una hoja de papel doblada, como había hecho el abogado Curtis, pero ésta no era ninguna lista de obras benéficas.

– ¡El investigador investigado! -anunció-. ¡Éstos son los hechos!

Levantó un solo dedo.

– El verdadero propietario del Hornet era, ¡hasta hace poco!, C. P. Gaines, el cual también es uno de los propietarios de la Spring Valley Water Company. El autor del Tattle atacólas obras llevadas a cabo por la compañía de agua mientras al mismo tiempo se anunciaba y promocionaba en otras secciones del periódico. El autor del Tattle, sin ser consciente, de eso estamos seguros, y gracias a su enorme popularidad, actuó así como gancho de la misma corrupción acuosa que él afirmaba estar desenmascarando. ¿No es eso cierto?

Bierce miraba con expresión dolida.

– No es ninguna noticia. Yo forcé a Charley Gaines a que vendiera.

Smith levantó un segundo dedo.

– El cual vendió a Robert Macgowan, cuyo hermano Frank es propietario de plantaciones azucareras en las islas de Hawai. Los fondos para la compra procedían así pues de los mismos terratenientes del azúcar a los cuales el Tattle había estado atacando por los abusos cometidos en las Islas Sandwich. ¡Los hombres hawaianos esclavizados en las plantaciones, las mujeres cubiertas en vestidos como sacos! Y no tenemos por qué pensar que la inversión haya sido totalmente desinteresada.

»El Hornet apoya yapoyará en sus editoriales las exportaciones de azúcar hawaiano, propagando una buena opinión sobre éstas y el tratado que actualmente está siendo negociado con el rey Kalakaua, y denunciando a los que se oponen a la anexión de Hawai, a lo cual el Tattle se opone constantemente. ¿No es eso cierto?

Bierce no habló.

– Y así, de nuevo, el autor del Tattle está sirviendo de cebo para justamente lo contrario a lo que sus rectas (¡tan rectas!) opiniones parecen defender.

Smith sonrió con una amplia sonrisa, sosteniendo en alto un tercer dedo. Bierce parecía haberse hundido en su asiento.

– Ha llegado a nuestros oídos desde Santa Helena que la señora Mollie Bierce, en las prolongadas ausencias de su esposo, ha estado manteniendo una relación amorosa con un atractivo (¡y rico!) caballero danés del lugar.

Smith volvió a doblar el papel y se lo guardó en el bolsillo. Miró satisfecho a Bierce.

– ¿No es eso cierto?

– Fuera de aquí -dijo Bierce.

Smith salió dando pasitos burlones y desapareció por la puerta.

– ¡Huntington! -dijo Bierce, mirando fijamente el cráneo-. ¡El cerdo del siglo me ha vencido!

Después suspiró y dijo:

– ¡La reputación de una burbuja!

Fue a su casa en Santa Helena a pasar ese fin de semana.

El lunes siguiente me mostró el primer párrafo de su columna final. Había dimitido de su cargo a pesar de las protestas y contraofertas del señor Macgowan.

– Nos retiramos con la firme convicción de la villanía de los capos del Ferrocarril, la Compañía del Agua, el periódico Chronicle, y todo el santoral de deshonrosos, detestables e insoportables de moral canaille. Confiamos en que el Hornet noles favorezca con una amnistía general.