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– No creo que debas permitir que Huntington te chantajee para que abandones el periódico -dije.

Estaba sentado en su silla, con las manos sobre el regazo y su frío y sereno rostro dirigido al cráneo.

– De todas formas ya había considerado retirarme totalmente -dijo-. Necesito tiempo para escribir algo de ficción.

– ¿Una novela?

– Un género bastardo -dijo desdeñoso-. No, tengo una docena de historias en la cabeza, relatos breves. Tratan de fantasmas la mayor parte de ellos.

– La señal externa y visible de un miedo interior -dije, citándole.

– Me persiguen en pelotones y batallones enteros -dijo él, torciendo los labios-. Abarrotan mis habitaciones. Tienen peso y tienen exigencias, me persiguen hasta que los forjo convirtiéndolos en historias que dicen… -entonces se rió, pero sin alegría en su risa-. ¿Que dicen qué? ¿Que dicen por qué morimos? ¿Murieron los federales por preservar una Unión que no valía tantas vidas? ¿Morimos nosotros los Confederados para preservar la obscena esclavitud, cuando ni tan siquiera uno de cada cien de los nuestros poseía esclavos? ¿Para quésacrificamos nuestras vidas? ¿Para que Abe Lincoln no quedara para la historia como el hombre que había perdido media nación? ¿Para que Bobby Lee no tuviera que admitir que había sido derrotado muchos meses y muchas muertes antes de que finalmente se rindiera? Los fantasmas presentan sus reclamaciones -dijo.

»He dejado a Mollie -añadió-. Nos hemos separado.

Estas palabras me conmocionaron hondamente.

– Por un mero rumor…

– De hecho no es más que un rumor -interrumpió-. No hay ningún amante. Sin embargo, él sí le ha escrito cartas a ella.

– ¿Te has separado de la señora Bierce simplemente porque alguien le escribía carta?

– Ella debió de animarle a hacerlo -dijo Bierce.

– ¿Lo ha admitido ella?

– Hay miles de maneras con las que una mujer inteligente puede atraer atenciones.

– ¡Eso es injusto! -protesté, pero él volvió su gélido y amargado rostro hacia otro lado.

– Yo no compito -dijo.

Estaba empeñado en cumplir la profecía de Lillie Coit.

– Es injusto -dije otra vez.

Se volvió para mirarme. Sus ojos brillaban fríos como el acero.

– Si vamos a comenzar con los juicios personales quizás haya llegado el momento de terminar nuestra asociación -dijo.

– Sí, señor -dije.

Ya le había devuelto el revólver.

Regresé a mi nuevo cuarto en Bush Street y rompí la carta que había escrito a Amelia Brittain, en la que comparaba su matrimonio con un hombre rico que le doblaba en edad no sólo con la relación de Sarah Althea Hill con el senador Sharon, sino con las transacciones de Morton Street. Incluso había citado a Bierce en relación con el matrimonio: «Acerca del ofrecimiento del cuerpo de una mujer: una tradición de sacrificio de la virginidad, para ganar una dote, o de servicio religioso, un deber religioso». Ya no quería citar a Bierce nunca más, porque había hecho que me avergonzara de mí mismo. Amelia me había advertido de que no acabara como él.

Mi padre tenía razón sobre Bierce. Lillie Coit había acertado sobre él. Moriría solo y odiado por todos.

Esa noche me senté a escribir una carta a Amelia, dirigida a ella en el 913 de Taylor Street, expresándole mis deseos de que encontrara la felicidad en su matrimonio.

En el salón Alhambra las espaldas de los miembros de Democracia formaban un muro sólido frente al bar, y Chris Buckley estaba sentado en su esquina habitual, rodeado por su gente. Con él estaban el gordo Sam Rainey y el esmirriado Mattie Mogle. Yo había sido citado, y me abrí camino a través de mis compañeros demócratas para presentarme al Jefe.

– Es Tom Redmond de los Verdaderos Azules -le informaron. Sus ojos estáticos se clavaron en mí. Estaba sentado en una silla grande con las dos manos en la empuñadura de su bastón. Sus compañeros, sentados y de pie, me miraron unos momentos en silencio. Me sentía como un colegial frente al director de la escuela.

– Tu jefe se ha ido del Hornet -dijo Buckley, sonriente-. ¿Y qué vas a hacer, Tom?

– Buscaré otro trabajo.

– ¿Te interesaría trabajar de maestro? Hay vacantes disponibles.

– Intentaré encontrar trabajo de periodista.

– ¿En qué periódico? -dijo Sam Rainey con voz ronca. Estaba sentado junto a Buckley y parecía una vieja y sabia rana.

– Tengo un amigo en el Chronicle.

– Republicano -dijo Buckley, sacudiendo la cabeza y sonriendo.

– Podemos hablar con George Hearst -dijo Mogle-. El Examiner esdemócrata con toda seguridad.

Me encogí de hombros.

– Tu jefe no fue siempre un hombre razonable -dijo Buckley.

Así que me iba a tocar defender a Bierce.

– No estaba muy contento con los escándalos de los directores del colegio, eso sí es cierto -dije, mencionando un asunto en el que Buckley estaba involucrado.

– «Una auténtica vileza», creo que así lo describió -dijo Sam Rainey.

– Eso para Bierce es un trato suave -dije. Me sentía un poco más animado, con todos estos demócratas mirándome con desconfianza por haber trabajado con Bierce, que era tan duro con los demócratas como con los republicanos-. No le gustó en especial que la Junta de Supervisores cediera una gran parte de Beach Street a la Compañía de Agua de Spring Valley -continué-. Le recordaba a la ganga del Corredor de Girtcrest.

– Eso es del Ferrocarril, Tom -dijo Buckley con tono censurador.

– Y esto era de la Compañía de Agua.

– Bierce es un tipo con una mentalidad muy negativa, Tom. Tendrás que admitirlo tú mismo, estoy seguro. Estamos intentando averiguar si vas a ser ese tipo de periodista también, en contra de la Democracia.

– Pero ¿por qué, señor Buckley?, yo creo que los demócratas deberían ser criticados al igual que los republicanos, cuando aceptan sobornos, cuando se convierten en hombres de paja en nómina y aceptan chanchullos. ¿No cree?

– Esas cuestiones deberían ser corregidas en las asambleas del partido, no en los periódicos.

– ¡Oh, vaya! -dije-. ¿Es para decirme esto por lo que me hizo venir aquí?

Hubo otro silencio.

– Por ejemplo -dije-, el capitán Pusey ha obtenido una gran cantidad de dinero de Lady Caroline Stearns por los servicios prestados. Por su silencio, claro está. Al igual que durante muchos años cobró el mismo tipo de soborno del senador Jennings. Y todo el mundo sabe que se lo ha estado cobrando también al patrón de Mammy Pleasant, Thomas Bell, durante décadas.

– Isaiah Pusey es un buen hombre del partido, Tom -dijo Buckley. Había dejado de sonreír.

– ¿Supongo entonces que su tendencia a chantajear aprovechándose de su cargo, y de su archivo de fotografías, podrá ser corregida en las asambleas del partido?

De nuevo, silencio.

– Creo que «una auténtica vileza» como ésa debe ser expuesta en los periódicos -dije.

– Tenemos entendido que los rufianes del Ferrocarril le dieron una paliza -dijo Sam Rainey.

– ¿Es esouna amenaza?

– Lo que intentamos comprender -el Jefe Ciego interrumpió, sonriente- es si su intención es seguir con el mismo tipo de guerra contra el Ferrocarril que Bierce.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Ha habido algunos acuerdos, Tom. No vamos a ir contra el monopolio con tanto empeño, y la Compañía del Pacífico Sur está aportando ahora fondos para la campaña de otoño.