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La amiga fue a la boutique City of Paris mientras Amelia y yo tomamos un té. Sus manos enguantadas se movían nerviosamente. En una ocasión me tocó la mano. Sonrió y dejó escapar una carcajada como la Amelia que yo recordaba. Parecía feliz. Su esposo era un hombre encantador, dijo. Ella le quería mucho. Le llamaba «Marshy».

– Creo que he hecho feliz a mi marido -dijo.

– ¿Y cómo podrías no haberlo hecho? -dije.

Me miró con las cejas en alto en la frente y sus ojos castaños se llenaron de lágrimas.

Mirando al suelo, dijo:

– Marshy está enfermo. Es poco probable que pueda vivir más de dos años, según el Doctor Byng. Es muy valiente. Seré una mujer muy rica, Tom.

No dije nada.

– ¿Has leído algún buen libro últimamente? -preguntó, cambiando de tema.

Le dije que últimamente no había tenido mucho tiempo para leer.

– Yo he estado releyendo a Jane Austen. Es muy buena.

– Supongo -dije. Recordé la élite social que había asistido a la boda de Amelia. Dije que no me gustaba mucho Jane Austen.

– Lo único en que piensan sus personajes es en dinero -dije.

Amelia me miró como si le hubiera dado una bofetada. Se levantó, enjugándose los ojos.

– Aún no has aprendido lo que es la ironía -dijo.

Recogió sus bolsas torpemente por las prisas.

– Lo siento mucho -susurré-. ¡Por favor, perdóname!

Pero no sé si me oyó, porque se marchó con gran crepitar de sus faldas al pasar rozando la mesa.

Me quedé sentado allí solo con picor en los ojos, como si hubieran estado sumergidos en ácido.

Recordé a Bierce mencionando que la perseverancia en los principios propios era digna de admiración, pero la obstinación en la perseverancia era simplemente estupidez.

Visité al senador Jennings en su habitación del Grand Hotel durante un descanso del juicio. Una enfermera irlandesa con el rostro como una loncha de beicon me dejó pasar y fue a ver si el senador estaba dormido. Me condujo a una estancia con hedor a enfermedad. Jennings intentaba incorporarse sentado en una enorme cama con media docena de frascos medicinales en la mesita junto a la cama. Tenía el rostro gris como papel secante.

– Me acuerdo de usted… usted era el Viernes de Bierce -dijo. No sonaba hostil-. Conozco a su padre. ¿Aún trabaja Clete para la Compañía del Pacífico Sur?

– Sí, señor.

– Trabajando para el Ferrocarril -casi lo entonó, como si pudiera hacer una canción con ello-. Los beneficios del Ferrocarril exasperaban a aquellos que no los recibían. ¿Y qué está haciendo ahora ese malhumorado hijo de perra de Bierce?

– Vive en Sunol, escribe historias de fantasmas durante la Guerra.

– Dígale que no le guardo ningún rencor -dijo él-. Esta vez vamos a ganarles. Bos es mucho más astuto que ellos.

»Viviré para poder verlo -continuó. Sus labios temblaban cuando hablaba, como si no tuviera músculos-. Juré que viviría para verlo. Los venceremos en esta ocasión, pero hay otra a la que no voy a poder vencer.

Dije que sentía verlo postrado.

– ¿Ve ese vaso de agua allí? ¿Podría poner exactamente doce gotas del contenido de la botella marrón? De lo contrario, voy a comenzar a aullar como un gato montés con un cactus en el culo en unos dos minutos.

Medí con cuidado el láudano, y se bebió el líquido de un trago acabando con un explosivo «¡Ahhhh!» -Dígale a Bierce que fue McNair quien se cargó a Gorton de un estacazo -continuó-. Al era un tipo molesto, siempre quejándose y viviendo de gorra. Fue Nat McNair.

– Se lo diré -dije, y le pregunté si le importaba que habláramos de George Payne.

– No me importa hablar de ello si no lo publica.

– No publicaré nada que no quiera usted que publique.

– Una vez hechas las promesas… -explicó-. Adivine quién va a pagar a Bos Curtis.

Dije que suponía que pagaría Lady Caroline Stearns.

Asintió una vez, sonriente, y se secó los labios húmedos con la manga de su camisón.

– La mujer a la que usted odia.

– Hijo -dijo él-, cuando los gusanos ya te están devorando los intestinos, y la vieja Parca está de pie a tu lado con la guadaña señalándote, uno no tiene tiempo para odiar. Me alegra poder decir que lo he superado. Es como quitarse de los hombros un saco de cincuenta kilos de mierda. De todas formas, yo estaría colgando de una soga si no fuera por Bos Curtis y la dama que lo costea. Elza le será fiel y contendrá sus pistolas; así lo acordó con Bierce. Pero los servicios de Bos son una clase de favor que ningún hombre tiene derecho a esperar.

Dije que Bierce había supuesto que la señora Hamon había cometido el error de contarle a él, el senador Jennings, que iba a ver a Bierce con cierta información, y que él se reunió con ella para disuadirla de que lo hiciera; dicha reunión acabó en Morton Street.

Jennings no quería hablar de ello.

– Eso es de lo único que oigo hablar en la sala del juicio, hijo. Vayamos con George Payne, eso es interesante.

Cerró los ojos y sus párpados temblaban como alas de polilla. Los labios se movieron con un tic nervioso.

– Ya sabe que saqué de mi oficina de Sacramento el cuadro de Highgrade Carrie de aquel artista alemán y lo traje al salón que yo y un socio teníamos en Battery Street. Había un tipo joven que venía y se sentaba en el bar durante medio día, mirando atentamente el cuadro.

»No sé cuándo fui consciente de que se trataba del hijo de Carrie, de mi hijo. Aún no sé cómo funciona la cosa cuando nacen gemelos. Quizás mi jugo se mezcló en su interior con el del inglés, y el gemelo elegante era suyo y el loco el mío.

»Conocía el cuadro de su madre. Se ocupaba de la barra de mi salón los sábados por la noche. Era una extraña coincidencia. Era un chico bastante afable, nadie pensaría que pudiera ni tan siquiera contemplar el ir destripando a las palomitas de Morton Street. Tenía algún problema con su aparato, supongo. Así que las putas se burlaban de él, eso nunca lo olvidó.

– Las putas de Morton Street -dije.

– Le conté lo ocurrido con la Sociedad de Picas, y cómo Eddie Macomber y yo fuimos sableados por su madre y McNair, y Al Gorton. Yo aún andaba escocido por todo aquello… no lo niego. Pero nunca le dije que era mi hijo.

»Bierce se equivoca cuando dice que yo le empujé a destripar a aquellas putas, y a ir a por Carrie. Pero quizás hubiera alguien más presionándole, quizás la señora Payne, a quien él había sido entregado, y que padecía algún tipo de invalidez. George sabía mucho sobre Carrie y su hermano y las cosas de Londres. Isaiah Pusey me contó algo acerca de su hermano gemelo involucrado en unos ataques a prostitutas allí.

»Era demencial. George adoraba ese cuadro, no podía parar de contemplarlo, pero odiaba a la dama, a su madre. La odiaba, como decía Bierce. También odiaba a su hermano. Tenía todo lo que le habían arrebatado. Estaba obsesionado con esa mansión de Nat. Encontró un modo de colarse y fingía que todo era suyo, fingía que él era uno de los aristócratas de allí arriba. Robaba flores de los jarrones y las llevaba al salón. No me di cuenta de que estaba incluso más loco que yo tras haber sido estafado por esa gente.

– Usted y el capitán Pusey eran viejos amigos -dije.

– Podría llamarlo así -dijo Jennings, con una sonrisa fofa.

»A mí me tenía sin cuidado que el gemelo del chico volviera y todo lo demás, pero él estaba obsesionado como un demente por la desposesión de sus bienes -continuó explicando-. Nunca pensé que iría a por Carrie… para matarla. Ni se me pasó por la cabeza que él pudiera ser el destripador de Morton Street hasta el segundo asesinato, y para entonces yo ya estaba involucrado personalmente en el asunto. Incluso fue a por la hija flacucha de Jim Brittain según tengo entendido.