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– Bueno, no tanto como a él o a mí nos gustaría -dijo ella-. Él ha estado ocupado con los negocios de su madre, como le ocurrió la noche del Baile de Bomberos.

– ¿Y estuvo el señor McNair ocupado con los negocios de su madre la noche anterior a la del Baile?

Sus manos se crisparon apretando el pañuelo… unas manos tan suaves, de dedos largos, y tan hermosas que el corazón me dio un vuelco en el pecho al admirarlas.

– Señor Redmond, ¡si va a ayudarme debe confiar en mí!

– La ayudaré en todo lo que pueda -dije, rindiéndome finalmente.

4

Arrestar: Detener formalmente a una persona acusada de ser excepcional.

– El Diccionario del Diablo-

Tomé el ferrocarril South End-North Beach en dirección a Broadway. Era un día luminoso y el sol brillaba sobre las vías y las fachadas de los edificios. Al pasar por Kearny Street se podían oír las agudas voces de las chicas esclavas de los lupanares de Chinatown.

Fui andando por Broadway hasta Dupont. La cárcel de la City era un edificio de ladrillo con altas cornisas y barrotes de hierro en las ventanas que parecían dientes al aire. El sargento del mostrador de entrada me indicó un pasillo de paredes desnudas. La tercera celda era la destinada a la baja aristocracia; era más grande que las otras, con el mismo camastro pero con tres sillas y frente a la ventana una tosca mecedora en la que Beau McNair estaba sentado leyendo un libro. Me quedé mirándolo a través de los barrotes de la entrada.

Cuando pronuncié su nombre, se levantó de la mecedora de un respingo y ésta quedó balanceándose vacía. Se acercó para hablarme a través de los barrotes. Era un joven atractivo, sin duda alguna, aproximadamente de mi altura pero de complexión más fibrosa, con un traje de color pardo claro y pajarita. Tenía barba rubia, ojos azules ligeramente juntos y cabello rubio desbordándosele por la frente. No se había afeitado.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

Le dije que era Tom Redmond, del Hornet, y que la señorita Brittain me había pedido que fuera a verle.

– ¿Es amigo de la señorita Brittain? -preguntó.

– Un conocido.

– Un periodista -dijo, frunciendo los labios.

Le dije que así era.

– Puede informarle de que no estaré aquí mucho tiempo. Ya han avisado al señor Curtis. También han enviado una petición al gobernador. Esto es ridículo… -Paseaba de un lado a otro de la celda, golpeando el respaldo de la mecedora para que volviera a balancearse. Regresó finalmente y se paró delante de mí frunciendo el ceño.

– ¿Qué piensa de la mujer que ha identificado su fotografía?

– ¡Está mintiendo, por supuesto! Los motivos no puedo imaginarlos.

– La señorita Brittain asegura que hay algún tipo de conspiración contra usted o su madre.

– ¡Estúpida confusión, eso es lo que es!

– ¿No es una conspiración, pues?

– ¡Sí, claro que es una conspiración!

– ¿Y tiene alguna idea…?

– No, no tengo ninguna idea, y estoy enfermo y cansado de responder preguntas estúpidas -me miró con desdén y con el labio inferior proyectado hacia fuera-. Si tiene algo de interés que contarme, ¿sería tan amable de soltarlo, amigo?

Tuve que recordarme que era un joven asustado. Permaneció de pie con las manos hundidas en los bolsillos, estirando la tela de modo que parecían pantalones bombachos. Infló y luego relajó los mofletes, como si padeciera de una insuficiencia respiratoria nerviosa.

– El capitán Pusey -dije yo- tiene cincuenta álbumes de fotografías de delincuentes. ¿Cómo es posible que tuviera su fotografía?

Me mostró los dientes como un gato salvaje en una trampa.

– Supongo que deben de haberme hecho al menos cien retratos dijo él-. Simplemente, ese capitán Pusey de usted resulta tener uno de ellos.

– Me pregunto por qué elegiría mostrar su fotografía a la mujer que vio al asesino en el escenario del crimen.

Beau resopló.

– ¿Piensa usted que el capitán Pusey forma parte de una conspiración?

Pareció recobrar cierto control de sí mismo.

– Escuche -dijo-. Hay gente insatisfecha. Hay gente demente. Hay gente envidiosa. Hay gente a la que le gustaría conseguir cualquier tipo de notoriedad.

– ¿Y eso es lo que está sucediendo aquí?

– Eso es sin duda lo que está sucediendo aquí, sí.

– Estoy muy interesado en esa idea de la conspiración -dije-. Está el asunto de los naipes…

– Me saca de quicio -dijo él- que cualquiera pueda pensar que me gusta rajar a esas fulanas desde el gaznate hasta el coño.

Comenté que me extrañaba que supiera cómo habían sido rajadas.

– Lo leí en los periódicos, por supuesto.

– Ese dato no fue revelado a los periódicos.

Me lanzó una mirada altiva y se volvió para saludar a dos caballeros que habían aparecido.

– Le recomiendo que no hable con periodistas, Beau -dijo un hombre pequeño y de pelo blanco. El otro era más alto, de cabello grisáceo. El carcelero gordo les seguía con su manojo de llaves.

– ¿De qué periódico es usted? -preguntó el hombrecillo. Su expresión era truculenta y tenía el semblante brillante y el cutis tenso; daba la impresión de que su rostro se hubiera escoriado en un incendio.

– Es del Hornet -dijoBeau.

– Le aconsejo en especial que no hable con reporteros de periodicuchos basura -dijo el hombrecillo.

– Aquí es, señor Curtis -dijo el carcelero, y giró la llave en la cerradura. Beau empujó la puerta hacia él.

El hombre pequeño era Bosworth Curtis, el abogado cebo que frecuentemente representaba a la South Pacific, y el hombre alto de pelo canoso ataviado con un elegante traje de fino paño negro debía de ser el señor Buckle, el administrador de Lady Caroline, del cual Amelia me había hablado. No me ofendí al oír que calificaba al Hornet deperiodicucho basura porque, a excepción del Tattle deBierce, era una opinión generalizada con la que ya estaba familiarizado.

– Saque a este tipo de aquí -ordenó el señor Curtis al carcelero.

Éste me miró encogiéndose de hombros y le seguí. A nuestras espaldas, Beau McNair, Curtis y Buckle permanecieron en pie mirándose entre sí, como tres actores esperando que el telón se levantase para empezar su función.

Fuera, en Broadway, el sol me hizo bizquear y me apeteció tomar una cerveza antes de regresar al Hornet.

El titular que se leía en el Examiner del kiosco de prensa era: Arresto entre la élite de Nob Hill.

En la oficina de Bierce fui presentado al capitán Pusey, que se levantó de su asiento para ofrecerme el apretón de manos de rigor, pero con una pausa lo suficientemente notoria como para dejarme claro que era consciente de mi bajo estatus. Vestía uniforme de lana azul oscuro impecablemente planchada, con estrellas en las mangas de su larga casaca que indicaban su rango de capitán. La gorra estaba sobre el escritorio de Bierce, junto al cráneo. Tenía una nariz respingona y una sonrisa de dentadura postiza; debía de tener unos sesenta años, con mejillas sonrosadas, un casco griego de cabello blanco y barriga constreñida por un cinturón de cuero ciñéndole la casaca. Olía a loción capilar y polvos de talco, como si acabara de salir de una barbería.

Comentó que había estado tratando unos negocios con el señor Macgowan y que después se había pasado a ver a Bierce siguiendo la sugerencia del sargento Nix.

Bierce estaba de pie en actitud decidida, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si intentara averiguar algo observando al capitán mientras me saludaba.