– El capitán Pusey y yo estábamos comentando la enorme buena fortuna de que tuviera una fotografía de Beau McNair en sus archivos.
Pusey movió la mandíbula para mostrar su sonrisa de dentadura perfecta.
– Acabo de ver a Beau con el abogado Curtis en prisión -dije.
Pusey asintió afablemente.
– McNair ya debe de estar en la calle -dijo.
– Estaba preguntándome cómo había llegado esa fotografía a manos del capitán Pusey -dijo Bierce-. Y por qué eligió enseñársela a Edith Pruitt.
– Le mostré media docena de fotografías -dijo Pusey-. No es conveniente marear a un testigo con demasiadas, ya sabe. Sólo la buena suerte hizo que fuera una de ellas.
– Una buena suerte bastante extraordinaria -apuntó Bierce-. No puedo evitar seguir especulando. Por ejemplo, ¿encontró la fotografía de Beau en los archivos de Scotland Yard cuando estuvo en Londres? ¿O se la envió algún colega suyo del Yard cuando Beau regresó a San Francisco?
El capitán Pusey no pareció complacido al escuchar las hipótesis de Bierce.
– Conjeturas -dijo-. La mayor parte del trabajo del detective no se basa más que en puras conjeturas, señor Bierce. En ocasiones da resultados.
– Conjeturas bien fundadas -dijo Bierce, asintiendo-. Es evidente que Beau tiene un historial delictivo de algún tipo, de lo contrario no tendría usted su fotografía. Creo que podría expresarse mediante un silogismo. El capitán Pusey tiene un archivo de fotografías de delincuentes. En su colección hay una fotografía del joven McNair. Por lo tanto, el joven McNair ha debido de ser detenido en alguna ocasión en el pasado.
Pusey se sacó un grueso reloj de bolsillo y lo miró, como queriendo impresionarnos por el valor de su tiempo.
– Permítame hacer una suposición bien fundada -dijo Bierce-. La fotografía y el informe respectivo fueron enviados desde Inglaterra. Formaban parte de las actividades delictivas en Londres. Londres es famoso por sus prostitutas. Beau McNair estuvo involucrado en algún tipo de actividad delictiva relacionada con prostitutas.
Pusey se inclinó hacia delante para usar la escupidera.
Bierce esperó.
– Bueno, acaba de dar en el blanco, señor Bierce -dijo Pusey finalmente.
Pude distinguir una vaga nota del acento nasal australiano que le recordaba a uno la gran cantidad de convictos con cédula de libertad condicional que se asentaron en San Francisco en los viejos tiempos.
– ¿Qué delito cometió Beau McNair? -dijo Bierce.
– Gamberradas de colegiales -dijo Pusey con un suspiro-. Tres jóvenes fardones con más dinero del que les conviene. Habían formado un club. Se hacían llamar Los Diamantes. Tenían todos alfileres con diamantes, y siempre los llevaban puestos. Algún tipo de rito de iniciación.
– ¿Y qué hicieron? -insistió Bierce.
– Contrataron a un par de mujeres de Whitechapel para una noche, y en vez de hacer lo que suele hacerse, las golpearon. Las desnudaron y dibujaron en sus barrigas.
– ¿Y qué dibujaron en sus barrigas?
Pusey reflexionó durante unos segundos.
– Como una enorme vagina desde la barriga hasta el cuello. Con cabellos sobresaliendo por los lados. Utilizaron algún tipo de tinta indeleble mezclada con ácido que les quemó la piel. No era peligroso, pero sí doloroso. Ahora que lo pienso, eso sí que es una fanfarronada que se la pondría dura a cualquiera -añadió sarcásticamente-. Dibujar coños en las barrigas de las putas.
Sonaba muy similar a lo que le habían hecho a Marie Gar, pero con un cuchillo en lugar de una pluma. ¡Y ese tipo era el prometido de Amelia Brittain!
– Es el tipo de entretenimiento de los inútiles jóvenes británicos -dijo Bierce.
– Se armó un poco de revuelo -continuó Pusey-. Pensaron que el dinero podría comprar el silencio, pero finalmente salió a la luz. Beau fue el único al que se le disculpó en parte, al ser más joven que los demás, y tan bien parecido. Probablemente fue influenciado negativamente por sus amigos.
– Avergonzado de no ser un desvergonzado -dijo Bierce-. Debió de ser bastante vergonzoso para su madre, teniendo en cuenta su profesión anterior.
Corría el rumor, o algo más que un rumor, de que Lady Caroline había sido madame en Virginia City, en la Veta Comstock, antes de casarse con Nat McNair.
– ¿Y qué sucedió? -preguntó Bierce.
– Se pagó mucho dinero, y un juez amonestó duramente a los Diamantes. La madre de Beau lo embarcó de vuelta aquí.
– Diamantes y picas -comenté.
Ambos me miraron como si fuera un niño que hubiera pronunciado sus primeras palabras inteligibles.
– Teniendo en cuenta las pruebas disponibles, parece que tiene a su hombre, capitán Pusey -afirmó Bierce.
Pusey dejó escapar una risotada de satisfacción. Se impulsó lentamente levantándose de su asiento.
– Ya es hora de que regrese a mis deberes.
Estrechó la mano de Bierce, me saludó asintiendo y salió a grandes zancadas de la oficina ajustándose la gorra. Sus botas relucientes resonaron tras perderse de vista.
Bierce permaneció mirando la silla que el jefe de detectives había dejado vacante.
– El capitán Pusey no parece muy preocupado de que el joven McNair le haya sido arrebatado de sus garras. Me pregunto a qué está jugando.
– Soborno -dije-. Es famoso por ello.
– Chantaje -dijo Bierce-. La fortuna de McNair. El hijo de la viuda McNair, o Lady Caroline, como se la conoce ahora.
Intentaba relacionar la imagen del joven dandi que había visto en la prisión de la City, al cual estaba prometido Amelia Brittain, con el arrogante y lascivo Diamante que había marcado los cuerpos de prostitutas con tinta ácida. Y con el monstruo que había acuchillado mortalmente a Marie Gar.
Le relaté a Bierce el comentario de Beau McNair acerca de cuchilladas desde la garganta hasta el pubis. Entrecerró los ojos mirándome y acarició el cráneo sobre su mesa.
– No parece a primera vista que la Compañía del Pacífico Sur esté involucrada -fue todo lo que dijo.
– ¡Pero Beau McNair es el asesino!
Bierce negó con la cabeza.
– Da la impresión de que todo cuadra demasiado bien, que todo apunta demasiado a lo que el capitán Pusey nos quiere hacer creer.
Me indicó que ya podía irme y me di la vuelta para regresar a mi escritorio, aún conmocionado por lo que habíamos averiguado sobre Beaumont McNair.
– Una enorme depravación ha llegado nadando a las orillas de nuestro conocimiento -comentó Bierce a mi espalda.
Por la mañana los periódicos informaban de que Beaumont McNair había salido de la Prisión de la City. Un tal Rudolph Buckle declaró que el joven había estado en su compañía las noches en que se habían producido los asesinatos de la baraja.
El Hornet de esa semana incluía una viñeta a toda página de Fats Chubb mostrando a un espeluznante asesino de aspecto diabólico con un enorme cuchillo.
Bierce escribió lo siguiente en su columna:
¿Qué debemos pensar de nuestro destripador de San Francisco, cuyo afecto por las sucias palomas de Morton Street es tan grande que se ve obligado a abrirlas para disfrutar de la bella visión de sus órganos vitales? ¿Qué debemos pensar de que deposite sobre sus víctimas una carta de picas, primero un as y luego un dos? Parece poderosamente obvio que seguirá un tres. ¿Nos indican las cartas de la baraja que se trata de un jugador, un adicto al juego de Faro repentinamente dominado por recuerdos de agravios femeninos? ¿Cuál es el mensaje que presagian aquellas dos infernales picas negras?