Выбрать главу

Más abajo en la columna, Bierce se ocupaba del asunto de la anexión de Hawai: «Los tambores resuenan por la condenable violación de aquellas islas del Pacífico, con cuya realeza nuestra nación parece haber congeniado, para el principal beneficio de los misioneros que invadieron aquellas costas paradisíacas y que confinaron a los Kanaka a las plantaciones de cañas de azúcar y cubrieron hasta las orejas el cuerpo de sus mujeres».

Me sorprendió encontrarme en el mismo número del Hornet el editorial del señor Macgowan proclamando las bondades de la anexión de las islas hawaianas antes de que fueran absorbidas por el Imperio Británico o cayeran bajo un golpe de Estado alemán. Era como si el señor Macgowan no leyera a su redactor ycolumnista, ni Bierce a su editor.

5

Hábeas corpus: Escrito mediante el cual un hombre puede ser sacado del calabozo cuando se le confinó por el delito equivocado.

– El Diccionario del Diablo-

El domingo, y con motivo de su decimocuarto cumpleaños, invité a mi amiga Belinda Barnacle a dar un paseo por el parque, entre árboles, ciclistas, carros, calesas y landós. Nos pasó un Clarence con dos damas en el asiento de atrás, velos flotando de sus sombreros y dos caballeros fumando sentados frente a ellas, luego un carruaje de cuatro caballos guiado por un caballero rechoncho ataviado con un sombrero de copa y un chaleco con botones de latón. La concurrencia de los domingos era cada mes más impresionante, y desfilaban jinetes y amazonas cabalgando caballos carísimos.

La niebla flotaba lejos de la orilla y el día relucía con la luz del sol. Belinda sostenía una sombrilla. Llevaba un pequeño gorro de encaje decorado con capullos de rosa de seda, y sus zapatos estaban limpios y brillaban como estrellas cada vez que asomaban bajo la falda. En ocasiones se apoyaba en mi brazo, otras veces paseaba un poco apartada para dejar clara su independencia.

Una banda de música tocaba en la pérgola a medio kilómetro y la melodía nos llegaba a ráfagas. Belinda me sonrió desde debajo de su sombrilla y me preguntó con cuántas damas había bailado en el Baile de los Bomberos.

Levanté los dedos de una mano con el pulgar plegado sobre mi palma.

– ¿Eran guapas?

– Algunas eran guapas.

– ¿Cuáles eran sus nombres?

– Una era Martha. No recuerdo su apellido. Y las otras Patricia Henderson, Mary Beddoes Mathews y Amelia Brittain.

– ¿Y cuál te gustó más?

– La que más me gustó fue Amelia Brittain. Pero está prometida con un tipo muy rico.

Y quizás un asesino, pensé.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Belinda.

– Beaumont McNair. ¿Verdad que suena pomposo?

– Prefiero Tom Redmond de nombre.

– Gracias -le dije.

Belinda me recordó que me había comprometido a casarme con ella cuando cumpliera los dieciocho años, y nos detuvimos bajo la sombra de un roble. Le compré una botella de zarzaparrilla. Sorbió la bebida con una pajita mientras continuamos el paseo. Un trío de jinetes sobre sus monturas pasó repiqueteando a nuestro lado, con las ancas de los animales brillantes. Belinda me habló de la monja que le tenía manía y de la monja que pensaba que podría tener vocación religiosa. Oí a alguien que me llamaba.

En un carruaje ligero pintado de reluciente barniz estaban Amelia y Beau McNair. Amelia agitaba un pañuelo y Beau iba tocado con un sombrero de copa de fieltro. El caballo era de pelo castaño, llevaba lazos azules atados en sus crines y lucía una cola de arco alto. Estaba parado y movió la cabeza de arriba abajo arrastrando una pezuña. Me invadió una total sensación de bajo estatus social.

Amelia me llamó. Belinda me acompañó reacia, y entonces fui consciente de que a ella no sólo la invadía una conciencia de clase, sino también de juventud, por no hablar de la botella de zarzaparrilla con pajita que ocultó sujetándola entre los pliegues de la falda.

Amelia estaba radiante, ataviada con un elaborado vestido blanco, un gorro plagado de lazos y unos largos guantes blancos que derrochaban entusiasmo.

– ¡Señor Redmond, qué agradable sorpresa! ¡Aquí está mi señor McNair, inocente probado!

Beau levantó un dedo de las riendas a modo de saludo.

Les presenté a Belinda Barnacle, que logró hacer una más que convincente reverencia con inclinación de sombrilla y botella de zarzaparrilla escondida.

La chaqueta a rayas de Beau McNair le quedaba como un guante.

– Le he contado al señor McNair lo servicial que ha sido usted, señor Redmond -dijo Amelia-. Supongo que no puedo agradecerle el desenlace de este malentendido, pero su apoyo resultó de suma importancia para una joven estresada.

Me incliné y le respondí que estaba siempre a su disposición.

Aunque su expresión era huraña, su prometido tenía un aura tan dorada, con su corta barba y bigote rubios, que era necesario hacer un esfuerzo mental para imaginárselo como alguna clase de depravado que creía que su situación en la vida le otorgaba licencia para insultar y herir a seres inferiores, o incluso para destripar prostitutas por diversión.

Marcar la barriga de una prostituta con una pluma cargada de ácido era algo tan estúpido e infantil que me costaba imaginar que dicha acción pudiera ser llevada a cabo por este epítome del bien vestir que estaba sentado plácidamente junto a Amelia Brittain. Simplemente, no daba la talla para el papel de villano.

– La madre del señor McNair llegará dentro de quince días -informó Amelia con una brillante sonrisa, dejándome con la duda de si esa sonrisa se debía a la boda, o al hecho de que su prometido hubiera logrado salir del atolladero.

Logré mostrar una expresión afable al conocer las noticias.

El látigo de Beau golpeó ligeramente la grupa del hermoso corcel. Inclinó su sombrero a modo de despedida sin haber pronunciado ni una sola palabra, y el carro de barniz reluciente se alejó, mientras Amelia alzaba la mano despidiéndose de nosotros.

– Ésa era la señorita Brittain que tanto te gustó -dijo Belinda, cuando retomamos el paseo.

– Ésa misma, sí.

Belinda se quedó pensativa.

– No pareces gustarle mucho al señor McNair.

– Quizás no.

– ¿Qué quiso decir ella con lo de que has sido tan servicial?

– Él fue apresado y encerrado en la cárcel, y ella me pidió que lo visitara para ver si podía ayudar en algo.

– Pero él ya no está en prisión.

– No -dije yo.

Parece que todo cuadra demasiado bien, había dicho Bierce.

Mientras paseábamos encontré un contenedor donde Belinda pudo deshacerse de la botella de zarzaparrilla. Sin soltar la sombrilla, logró limpiarse las manos frotándolas entre sí.

– Es muy bonita -dijo.

Cuando llevé a Belinda a casa, el señor Barnacle estaba apoyado sobre la valla. En el pequeño patio a sus espaldas el joven Johnny Barnacle daba patadas a una lata de queroseno produciendo sonoros golpes metálicos. Belinda se coló por la entrada y corrió hacia la casa.

– ¡Henry George! -dijo el señor Barnacle, lanzándome su barbilla sin afeitar.

– ¿Henry George?

– Ése escritor tenía razón. El Ferrocarril ha sido la ruina de todos nosotros aquí.

– ¿Y cómo ha ocurrido eso, señor Barnacle?

– Exactamente como él dijo que sucedería. Durante un tiempo todo el mundo tiene trabajo, luego el trabajo se acaba y todo el mundo se queda en la calle. Depresión, Tom. Dijeron que San Francisco sería otra Venecia si no nos conectábamos con el este por medio del Ferrocarril, pero ahora que ya lo hemos hecho nos hemos ido al garete.