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– No.

– ¿Un amigo?

Brunetti, sin dudarlo ni un momento, se atribuyó la categoría.

– Sí.

El portero dijo unas palabras más, escuchó y colgó. Miró el teléfono unos instantes y después a Brunetti.

– Lamento informarle de que su amigo ha muerto esta mañana.

Brunetti acusó el impacto, y a continuación sintió un asomo del dolor que hubiera experimentado de haber sido realmente un amigo del muerto. Pero sólo dijo:

– ¿Traumatología?

El portero se encogió de hombros ligeramente, para distanciarse de la información recibida y transmitida.

– Dice que lo llevaron allí porque tenía los dos brazos rotos.

– Pero ¿de qué ha muerto?

El portero no respondió inmediatamente, rindiendo a la muerte su tributo de silencio.

– La enfermera no lo ha dicho. Quizá a usted le den más detalles. ¿Conoce el camino?

Brunetti lo conocía. Cuando se iba, el portero le dijo:

– Siento lo de su amigo, signore.

Brunetti asintió en señal de agradecimiento y cruzó los altos arcos del vestíbulo, insensible a su belleza. Con un deliberado esfuerzo de voluntad, se resistió a repasar, como las cuentas de un rosario de mitos, las historias que había oído contar acerca de la legendaria incompetencia del hospital. A Rossi lo habían llevado a Traumatología, y había muerto allí. Eso era lo único que ahora importaba.

Brunetti sabía que en Londres y en Nueva York se representaban los mismos espectáculos musicales durante años y años. El reparto cambiaba, nuevos intérpretes sustituían a los que se retiraban o se iban a otro teatro, pero el argumento y el vestuario eran los mismos, año tras año. A Brunetti le parecía que allí ocurría otro tanto: los pacientes cambiaban, pero el vestuario y el ambiente de amargura que los rodeaba permanecían invariables. Hombres y mujeres entraban y salían bajo los arcos o se acercaban al bar en bata y pijama, acarreando escayolas y muletas y, mientras se repetía el mismo argumento incesantemente, unos intérpretes cambiaban de papel y otros, como Rossi, hacían mutis.

Al llegar a Traumatología, Brunetti encontró en el rellano de la escalera a una enfermera que fumaba un cigarrillo. Cuando él se acercó, la mujer aplastó el cigarrillo en el vaso de papel que tenía en la otra mano y abrió la puerta del pasillo.

– Si me permite un momento -dijo Brunetti entrando rápidamente tras ella.

La enfermera arrojó el vaso de papel a una papelera metálica y se volvió.

– ¿Sí? -dijo casi sin mirarlo.

– Se trata de Francesco Rossi. El portero me ha dicho que estaba aquí.

Ella lo miró más atentamente, y su profesional impenetrabilidad se diluyó, como si su relación con la muerte lo hiciera acreedor a mejor trato.

– ¿Era familia?

– No, amigo.

– Lamento su pérdida -dijo la mujer, y no había en su voz tono profesional, sólo el sincero reconocimiento del sufrimiento humano.

Brunetti le dio las gracias y preguntó:

– ¿Qué ocurrió?

La mujer empezó a caminar despacio y Brunetti la siguió suponiendo que lo llevaría a donde estaba Franco Rossi, su amigo Franco Rossi.

– Lo trajeron el sábado por la tarde -dijo ella-. Abajo, cuando lo reconocieron, vieron que tenía los dos brazos fracturados y lo enviaron aquí.

– Pero el diario decía que estaba en coma.

La mujer vaciló y, de pronto, empezó a andar más aprisa hacia unas puertas de vaivén que había al fondo del pasillo.

– De eso no puedo decirle nada, pero cuando lo subieron estaba inconsciente.

– ¿Inconsciente de resultas de qué?

Ella no contestó inmediatamente, como si pensara en lo que podía revelarle.

– Debió de darse un golpe en la cabeza al caer.

– ¿De qué altura cayó? ¿Lo sabe usted?

Ella negó con la cabeza, empujó una puerta y la sujetó para que pasara él. Estaban en un vestíbulo con una mesa, ahora vacía, a un lado.

Al comprender que la mujer no iba a responderle, Brunetti preguntó:

– ¿Era fuerte la contusión?

Pareció que ella iba a responder a la pregunta, pero sólo dijo:

– Eso tendrá que preguntarlo a un médico.

– ¿Fue el golpe en la cabeza la causa de su muerte?

No estaba seguro, pero le parecía que, a cada pregunta suya, la actitud de la mujer se hacía más reservada y su voz, más profesional.

– También eso tendrá que preguntarlo a un médico.

– Pero sigo sin comprender por qué lo subieron aquí -insistió Brunetti.

– Por las fracturas de los brazos.

– Pero si tenía la cabeza… -empezó Brunetti. La enfermera dio media vuelta y fue hacia otra puerta de vaivén situada a la izquierda de la mesa.

Al llegar a la puerta, la mujer dijo por encima del hombro:

– Quizá eso puedan explicárselo abajo, en Urgencias. Pregunte por el doctor Carraro.

Brunetti bajó la escalera rápidamente. En Urgencias contó a la enfermera que era amigo de Franco Rossi, un hombre que había muerto después de haber sido examinado en la unidad, y preguntó si podía hablar con el doctor Carraro. Ella le pidió el nombre y le dijo que aguardara mientras hablaba con el médico. Él fue hacia una de las sillas de plástico alineadas junto a la pared y se sentó. De pronto, se sentía muy cansado.

Al cabo de unos diez minutos, un hombre con bata blanca empujó las puertas de la sala de curas, dio unos pasos hacia Brunetti y se paró, con las manos en los bolsillos. Evidentemente, esperaba que Brunetti fuera hacia él. Era bajo y se movía con el agresivo contoneo que adoptan muchos hombres de su talla. Tenía el pelo blanco y espeso, pegado a la cabeza con reluciente gomina y la cara colorada, pero más de alcohol que de salud. Brunetti, muy cortés, se levantó y se acercó al médico. Le sacaba por lo menos toda la cabeza.

– ¿Quién es usted? -preguntó Carraro levantando la cabeza hacia su interlocutor, con toda una vida de resentimiento en la voz por tener que hacer ese gesto.

– Como ya le habrá dicho la enfermera, dottore, soy amigo del signor Rossi -dijo Brunetti a modo de presentación.

– ¿Dónde está su familia?

– No lo sé. ¿Se les ha avisado?

El resentimiento del médico se trocó en irritación, provocada sin duda por la idea de que pudiera existir alguien tan ignorante como para pensar que él no tenía nada mejor que hacer que sentarse a llamar por teléfono a los parientes de los fallecidos. En lugar de contestar, preguntó:

– ¿Qué desea?

– Conocer la causa de la muerte del signor Rossi -respondió Brunetti con voz calma.

– ¿Es acaso asunto suyo?

En el hospital estaban faltos de personal, según recordaba con frecuencia Il Gazzettino a sus lectores. El hospital estaba lleno, y muchos de los médicos hacían jornadas muy largas.

– ¿Estaba usted de guardia cuando lo trajeron, dottore?-preguntó Brunetti a modo de respuesta.

– Le he preguntado quién es usted -dijo el médico alzando la voz.

– Guido Brunetti -respondió con calma el comisario-. Me he enterado por el periódico de que el signor Rossi había sido ingresado en el hospital, he venido a ver cómo se encontraba, el portero me ha dicho que había muerto, y por eso estoy aquí.

– ¿Para qué?

– Para averiguar la causa de su muerte -dijo Brunetti, y añadió-: entre otras cosas.

– ¿Qué otras cosas? -inquirió el médico, mientras la cara se le teñía de un color que no hacía falta ser médico para ver que era peligroso.

– Repito, dottore -dijo Brunetti con una sonrisa afectadamente cortés-, deseo conocer la causa de la muerte.

– ¿Ha dicho que era un amigo, verdad?