Brunetti asintió.
– En tal caso, no tiene ningún derecho a preguntar. La causa de la muerte no se puede decir más que a los parientes inmediatos.
Como si el médico no hubiera hablado, Brunetti preguntó:
– ¿Cuándo se hará la autopsia, dottore?
– ¿La qué? -preguntó Carraro con énfasis, ante lo absurdo de la pregunta. Como Brunetti no respondía, el médico dio media vuelta y empezó a alejarse, haciendo patente con su contoneo el desprecio del profesional hacia la estupidez del profano.
– ¿Cuándo se hará la autopsia? -repitió Brunetti, ahora omitiendo el tratamiento de Carraro.
El hombre giró sobre sus talones, no sin cierto aire melodramático en el movimiento y caminó rápidamente hacia Brunetti.
– Aquí se hará lo que la dirección del hospital decida, signore. Y no creo que vaya usted a contar para nada en esa decisión. -A Brunetti lo dejaba indiferente el furor de Carraro; sólo le interesaba la causa que lo había provocado.
Sacó la billetera del bolsillo, extrajo su credencial y, sosteniéndola por una punta la acercó a Carraro, procurando situarla a una altura que obligara al otro a levantar la cabeza para leerla. El médico agarró la tarjeta, la bajó y la miró atentamente.
– ¿Cuándo se hará la autopsia, dottore?
Carraro mantenía la cabeza inclinada sobre la credencial de Brunetti, como si por el acto de leer la inscripción pudiera cambiar el significado. Le dio la vuelta, miró el reverso y lo encontró tan vacío de información útil como de respuesta lo estaba su mente. Al fin miró a Brunetti y preguntó con una voz en la que la suspicacia había sustituido a la arrogancia:
– ¿Quién les ha llamado?
– No creo que importe por qué estamos aquí -respondió Brunetti, manteniendo el plural, con intención de sugerir un hospital lleno de policías que requisaban fichas, radiografías y gráficos e interrogaban a enfermeras y pacientes, decididos a descubrir la causa de la muerte de Franco Rossi-. ¿No basta con que estemos?
Carraro devolvió la credencial a Brunetti y dijo:
– Aquí abajo no tenemos aparato de rayos X, por lo que, cuando vimos cómo tenía los brazos, lo enviamos a Radiología y, después, a Traumatología. Era lo natural. Lo mismo hubiera hecho cualquier médico. -«Cualquier médico del Ospedale Civile», pensó Brunetti, pero se calló.
– ¿Los tenía rotos?
– Claro que los tenía rotos, los dos, el derecho, por dos sitios. Lo enviamos arriba para que lo escayolaran. Otra cosa no podíamos hacer. Era el procedimiento normal. Después ellos hubieran podido enviarlo a otra sección.
– ¿Por ejemplo, a Neurología? -preguntó Brunetti.
Por toda respuesta, Carraro se encogió de hombros.
– Perdone, dottore -dijo Brunetti con meloso sarcasmo-, no he oído su respuesta.
– Sí. Hubieran podido enviarlo a Neurología.
– ¿Observó usted alguna lesión que indicara que debía ser enviado a Neurología? ¿Lo mencionaba en su informe?
– Creo que sí -dijo Carraro evasivamente.
– ¿Lo cree o le consta? -preguntó Brunetti.
– Me consta -reconoció Carraro finalmente.
– ¿Mencionaba usted la lesión de la cabeza? ¿Como de una caída? -preguntó Brunetti.
– Está en el informe -asintió Carraro.
– Pero ¿usted lo envió a Traumatología?
Carraro volvió a enrojecer violentamente con una cólera súbita. Brunetti se preguntaba lo que sería tener la salud en las manos de aquel hombre.
– Tenía los brazos fracturados y decidí que había que reducir las fracturas antes de que entrara en shock, por eso lo envié a Traumatología. Enviarlo después a Neurología era responsabilidad de ellos.
– ¿Y?
Ante los ojos de Brunetti, el médico se convirtió en el típico burócrata que rehuye toda responsabilidad, al rechazar la idea de que cualquier sospecha de negligencia pudiera recaer en él antes que en quienes habían tratado realmente a Rossi.
– Si en Traumatología se lo quedaron en lugar de enviarlo a otra sección para que le aplicaran otro tratamiento, no es asunto mío. Debería usted hablar con ellos.
– ¿Era muy grave la lesión de la cabeza?
– Yo no soy neurólogo -respondió Carraro de inmediato, tal como esperaba Brunetti.
– Hace un momento, ha dicho usted que anotó la lesión en el informe.
– Sí, está anotada -dijo Carraro.
Brunetti estuvo tentado de decirle que su presencia allí no estaba relacionada con una posible acusación de negligencia, pero dudaba de que Carraro lo creyera o, si lo creía, que ello le hiciera modificar su actitud. En su carrera había tratado con muchos sectores de la burocracia y una larga y amarga experiencia le había enseñado que sólo los militares, la mafia y, quizá, la Iglesia podían compararse con la profesión médica en espíritu corporativo, aun en detrimento de la justicia, la verdad y hasta la vida.
– Muchas gracias, dottore -dijo Brunetti terminando la conversación con una brusquedad que sorprendió visiblemente a su interlocutor-. Me gustaría verlo.
– ¿A Rossi?
– Sí.
– Está en el depósito -dijo Carraro con una voz tan fría como el lugar aludido-. ¿Conoce el camino?
– Sí.
7
Brunetti tuvo que salir al patio principal del hospital para dirigirse al obitorio, lo que le permitió gozar de una breve visión de cielo y árboles en flor. Pensó que le gustaría poder guardar en la retina la imagen de aquellas nubes blancas vislumbradas por entre las flores rosa. Entró en el estrecho pasillo del depósito un tanto inquieto al darse cuenta de lo bien que conocía el camino hacia la muerte.
En la puerta, el empleado lo reconoció y lo saludó con un movimiento de la cabeza. Era un hombre que, tras décadas de tratar con muertos, se había contagiado de su silencio.
– Franco Rossi -dijo Brunetti por toda explicación.
Con otro movimiento de la cabeza, el hombre dio media vuelta y llevó a Brunetti a la sala en la que estaban las mesas con las figuras tapadas con sábanas. El empleado fue hasta un extremo de la sala y se paró junto a una de las mesas, pero no hizo ademán de levantar la sábana. Brunetti miró la figura: la pirámide de la nariz, el declive del mentón, una superficie desigual, limitada por los dos promontorios de los brazos escayolados y, finalmente, dos largos tubos que terminaban en el borde de la sábana, del que asomaban los pies.
– Era un amigo -dijo Brunetti, hablando quizá consigo mismo, y descubrió la cara.
La hendidura de encima del ojo izquierdo estaba morada y rompía la simetría de la frente, extrañamente aplanada, como aplastada por la palma de una mano enorme. Por lo demás, la misma cara, corriente e insípida. Paola le dijo una vez que su ídolo, Henry James, había llamado a la muerte «el toque de distinción», pero lo que Brunetti contemplaba ahora no tenía nada de distinguido: era anodino, anónimo, frío.
Tapó la cara de Rossi, preguntándose en qué medida lo que estaba allí era Rossi y, si Rossi ya no estaba, por qué aquellos restos merecían tanto respeto.
– Gracias -dijo al empleado al marcharse. Su reacción al sentir el calor del patio fue completamente animal. Casi notó cómo se le suavizaba el vello de la nuca. Pensó en ir a Traumatología, a ver qué justificación le daban, pero la imagen de la magullada cara de Rossi lo perseguía, y lo que más deseaba en aquel momento era salir del hospital. Cedió al deseo y se marchó. Se paró otra vez en la puerta, ahora mostrando la credencial, y pidió la dirección de Rossi.
El portero la encontró rápidamente y anotó el número de teléfono. Era un número bajo de Castello. Brunetti preguntó al portero si sabía por dónde caía y el hombre dijo que creía que debía de estar por Santa Giustina, cerca de la tienda que había sido la Clínica de Muñecas.