– ¿Ha venido alguien preguntando por él?
– Mientras yo he estado aquí, nadie, comisario. Pero el hospital habrá avisado a la familia y ya sabrán adonde dirigirse.
Brunetti miró el reloj. Casi la una, pero dudaba de que aquel día la familia de Rossi, si la tenía, observara la hora del almuerzo. Él sabía que el fallecido trabajaba en el Ufficio Catasto y que había muerto a consecuencia de una caída. Aparte de eso, sólo sabía lo poco que había deducido durante su breve entrevista y su aún más breve conversación telefónica. Rossi era cumplidor y tímido, casi el prototipo del burócrata concienzudo. Y, cuando Brunetti lo invitó a salir a la terraza, se había petrificado como la mujer de Lot.
Brunetti bajó por Barbaria delle Tolle, en dirección a San Francesco della Vigna. A su derecha, el verdulero del peluquín estaba cerrando el puesto y extendía una tela verde sobre las cajas de fruta y verdura, con un ademán que hizo pensar a Brunetti, con inquietud, en cómo él mismo había cubierto la cara de Rossi con la sábana. Alrededor, las cosas mantenían el curso normal. La gente se iba a casa a almorzar, la vida seguía.
Le fue fácil encontrar la dirección, a la derecha del campo, dos puertas más allá de una nueva agencia inmobiliaria. Rossi, Franco se leía en una estrecha placa de latón junto al timbre del primer piso. Pulsó el timbre, esperó, volvió a pulsar, pero no hubo respuesta. Llamó al segundo con el mismo resultado y finalmente probó en la planta baja.
Al cabo de un momento, una voz de hombre contestó por el interfono:
– ¿Quién es?
– Policía.
La pausa habitual y la voz dijo:
– Ya va.
Brunetti se quedó esperando el chasquido que abriera la gran puerta de la calle, pero en su lugar oyó ruido de pasos y la puerta se abrió manualmente. Vio ante sí a un hombre de baja estatura, aunque en un primer momento no se hacía evidente su verdadera talla, ya que estaba encima del alto escalón destinado a proteger el vestíbulo del acqua alta. El, hombre tenía una servilleta en la mano derecha y miraba a Brunetti con la suspicacia inicial a la que éste ya estaba habituado. Usaba unas gafas de cristales gruesos y -según observó el comisario- tenía una mancha, probablemente, de salsa de tomate, a la izquierda de la corbata.
– ¿Sí? -preguntó sin sonreír.
– Se trata del signor Rossi -dijo Brunetti.
Al oír el nombre de Rossi, el hombre suavizó la expresión y se inclinó para acabar de abrir la puerta.
– Disculpe, debí hacerle pasar. Tenga la bondad. -Se hizo a un lado para dejar espacio a Brunetti en el pequeño zaguán y extendió la mano como para estrechar la de Brunetti. Al ver que aún tenía en ella la servilleta, rápidamente, se la llevó a la espalda. Adelantó el cuerpo cerrando la puerta con la otra mano y se volvió hacia Brunetti.
– Por favor, pase -dijo yendo hacia una puerta abierta a la mitad del corredor, frente a la escalera que conducía a los pisos superiores.
Brunetti se detuvo en la puerta, para dejar entrar al hombre y lo siguió. Había un pequeño vestíbulo, de poco más de un metro de ancho, del que partían dos escalones, otra prueba de la inquebrantable confianza de los venecianos en su capacidad para burlar las mareas que roen constantemente los cimientos de la ciudad. La habitación a la que conducían los escalones era limpia, ordenada y sorprendentemente clara, para un apartamento situado en un piano rialzato. Brunetti observó una serie de cuatro ventanas altas que daban a un canal ancho al otro lado del cual se extendía un gran jardín.
– Perdone, estaba comiendo -dijo el hombre arrojando la servilleta a la mesa.
– Lamento haberlo interrumpido -se disculpó Brunetti.
– Ya terminaba -dijo el hombre. Aún tenía una abundante ración de pasta en el plato, a la izquierda del cual había un periódico abierto-. No importa -insistió conduciendo a Brunetti hacia el centro de la habitación, hasta un sofá encarado a las ventanas-. ¿Desea tomar algo? -preguntó-. ¿Un ombra?
En aquel momento, nada apetecía a Brunetti tanto como un vasito de vino, pero rehusó. Luego tendió la mano y se presentó.
– Marco Caberlotto -respondió el hombre estrechándole la mano.
Se sentaron. Brunetti, en el sofá; y Caberlotto, frente a él.
– ¿Qué hay de Franco? -dijo el hombre.
– ¿Sabe ya que estaba en el hospital? -preguntó Brunetti, a modo de respuesta.
– Sí; lo he leído esta mañana en Il Gazzettino. Pienso ir a verlo en cuanto acabe de almorzar -dijo Caberlotto señalando la mesa en la que se le enfriaba la pasta-. ¿Cómo está?
– Lamento traerle malas noticias -dijo Brunetti utilizando la fórmula preparatoria que tan habitual se le había hecho durante las últimas décadas. Cuando vio que Caberlotto comprendía, agregó-: Ha fallecido esta mañana sin salir del coma.
Caberlotto murmuró algo entre dientes y se llevó los dedos a los labios.
– No lo sabía. Pobre muchacho.
Brunetti dejó pasar un momento antes de preguntar suavemente:
– ¿Lo conocía bien?
En vez de contestar, Caberlotto preguntó:
– ¿Es cierto que se cayó? ¿Que se cayó y se hirió en la cabeza?
Brunetti asintió.
– ¿Se cayó? -insistió Caberlotto.
– Sí. ¿Por qué lo pregunta?
Tampoco esta vez respondió directamente Caberlotto.
– Ah, pobre muchacho -repitió meneando la cabeza-. Nunca hubiera pensado que podía ocurrirle una cosa así. Era siempre tan prudente.
– ¿Se refiere en su trabajo?
Caberlotto miró fijamente a Brunetti y dijo:
– No. En todo. Era… en fin, era muy prudente. Una parte del trabajo de esa oficina en la que trabajaba consiste en salir a vigilar las obras, pero él prefería quedarse en el despacho, trabajando con los planos y los proyectos, viendo cómo se construían los edificios o cómo quedarían una vez restaurados. Él decía que esa parte de su trabajo era la que le gustaba.
Recordando la visita que Rossi había hecho a su casa, Brunetti dijo:
– Pero yo tenía entendido que una parte de su trabajo consistía en hacer visitas, para detectar obras ilegales.
Caberlotto se encogió de hombros.
– Ya sé que a veces tenía que hacer visitas, pero mi impresión es que lo hacía más que nada para tener la ocasión de hablar con los propietarios y explicarles la situación. -Caberlotto hizo una pausa, quizá tratando de recordar sus conversaciones con Rossi, pero luego agregó-: Yo no lo conocía muy bien. Éramos vecinos, y a veces nos parábamos a charlar en la calle o tomábamos una copa juntos. Y fue entonces cuando me dijo que le gustaba estudiar los planos.
– Decía usted que era una persona muy prudente -apuntó Brunetti.
– Lo era en todo -dijo Caberlotto, y el recuerdo casi lo hizo sonreír-. Yo solía bromear con él. Nunca bajaba la escalera con una caja en las manos. Decía que necesitaba ver dónde ponía los pies. -Se detuvo, como tratando de decidir si seguía hablando, y así lo hizo-. Un día, le estalló una bombilla y me llamó para pedirme el nombre de un electricista. Yo le pregunté qué le ocurría y cuando me lo explicó le dije que podía cambiar la bombilla él mismo. Lo único que hay que hacer es pegar a un cartón cinta adhesiva doblada para que pegue por los dos lados, introducir el cartón en el casquillo y hacerlo girar. Pero él dijo que le daba miedo tocarlo. -Caberlotto calló.
– ¿Qué ocurrió? -instó Brunetti.
– Era domingo, por lo que hubiera sido imposible hacer venir a alguien. Así que subí a arreglarlo. No tuve más que cortar la corriente y sacar la bombilla rota. -Miró a Brunetti e hizo girar la mano derecha-. Hice lo que le había dicho, usando la cinta adhesiva y enseguida salió la bombilla. Tardé cinco segundos. Pero él nunca lo hubiera hecho. Hubiera tenido la habitación a oscuras hasta que hubiera podido traer a un electricista. -Lanzó a Brunetti una mirada rápida y sonrió-. En realidad, no es que tuviera miedo. Era su manera de ser.