– ¿Estaba casado? -preguntó Brunetti.
Caberlotto movió la cabeza negativamente.
– ¿Novia?
– Tampoco.
De haber tenido más confianza con Caberlotto, Brunetti le hubiera preguntado por un posible novio.
– ¿Y sus padres?
– No sé si aún viven. En cualquier caso, no residen en Venecia, desde luego. Nunca hablaba de ellos, y pasaba todas las fiestas aquí.
– ¿Amigos?
Caberlotto reflexionó.
– A veces, lo veía con otras personas en la calle. O tomando una copa. Ya sabe lo que es eso. Pero no recuerdo a nadie en particular, ni haberlo visto varias veces con una misma persona. -Brunetti no respondió a eso, y Caberlotto trató de explicarse-: En realidad, no éramos amigos, ¿comprende? No me fijaba mucho en él. Sólo lo saludaba al pasar.
– ¿Recibía visitas?
– Supongo. En realidad, no presto atención a quién entra y quién sale. Oigo subir y bajar a la gente, pero no sé quiénes son. ¿Por qué está usted aquí? -preguntó de pronto.
– También yo lo conocía -respondió Brunetti-. Así que, cuando me he enterado de su muerte, he venido a hablar con la familia, pero vengo como amigo, nada más. -A Caberlotto no se le ocurrió preguntar por qué, si era amigo de Rossi, Brunetti sabía tan poco de él.
El comisario se levantó.
– Ahora lo dejo para que pueda acabar de almorzar, signor Caberlotto -dijo tendiendo la mano.
Caberlotto se la estrechó. Acompañó a Brunetti hasta la puerta de la calle y la abrió. Allí, desde lo alto del escalón, miró a Brunetti y dijo:
– Era buena persona. No lo conocía mucho, pero lo apreciaba. Siempre hablaba bien de la gente. -Se inclinó y puso la mano en la manga de Brunetti, como para dar más énfasis a sus palabras, y cerró la puerta.
8
Camino de la questura, Brunetti llamó a Paola para avisar de que no almorzaría en casa, entró en una trattoria y tomó un plato de pasta que no saboreó y unos trozos de pollo. Simple carburante para propulsarlo durante la tarde. Cuando llegó al trabajo, encontró en su escritorio una nota que decía que el vicequestore Patta deseaba verlo en su despacho a las cuatro.
Llamó al hospital y dejó un mensaje a la secretaria del dottor Rizzardi, el médico forense, para que le preguntara si podría encargarse personalmente de la autopsia de Francesco Rossi. Después hizo otra llamada que inició el proceso burocrático para proceder a la autopsia y bajó a la sala de agentes, para ver si había llegado el sargento Vianello, su ayudante. Lo vio sentado a su mesa, con una gruesa carpeta abierta ante sí. Vianello, aunque no mucho más alto que su superior, daba la impresión de ocupar mucho más espacio.
Al entrar Brunetti, el sargento alzó la mirada e inició el movimiento de ponerse en pie, pero el comisario lo atajó con un ademán. Entonces, al darse cuenta de que en la sala había otros tres agentes, cambió de idea e indicó la puerta con un rápido gesto del mentón. El sargento cerró la carpeta y siguió a Brunetti a su despacho.
Cuando estuvieron sentados frente a frente, Brunetti preguntó:
– ¿Ha leído la noticia del hombre que se cayó del andamio en Santa Croce?
– ¿El del Ufficio Catasto? -preguntó Vianello, aunque en realidad no era una pregunta. Brunetti asintió y el sargento, ahora sí, preguntó-: ¿Por qué lo pregunta, comisario?
– Ese hombre me llamó el viernes. -Brunetti hizo una pausa, para dar lugar a que Vianello preguntara, pero como el otro no decía nada, prosiguió-: Dijo que quería hablarme de algo que ocurría en su oficina, pero me llamaba por el telefonino y, cuando le dije que no era seguro, quedó en volver a llamar.
– ¿Y no llamó? -interrumpió Vianello.
– No. -Brunetti negó con la cabeza-. Estuve esperando hasta más de las siete y al marchar dejé el número de mi casa por si llamaba, pero no llamó. Y esta mañana he visto su foto en el periódico. He ido al hospital pero ya era tarde. -Nuevamente, hizo una pausa, esperando el comentario de Vianello.
– ¿Por qué ha ido al hospital, comisario?
– Ese hombre sufría de vértigo.
– ¿Cómo dice?
– Cuando estuvo en mi casa… -empezó Brunetti, pero Vianello lo interrumpió:
– ¿Estuvo en su casa? ¿Cuándo?
– Hace meses. Vino a hablarme de los planos o del expediente de mi apartamento que tienen ellos. O que no tienen. En realidad, eso no hace al caso. Lo cierto es que quería ver unos papeles. Me habían enviado una carta. Pero ya no importa por qué vino sino lo que ocurrió mientras estaba en mi casa.
Vianello no dijo nada, pero su ancha cara reflejaba curiosidad.
– Mientras hablábamos, le pedí que saliera a la terraza a mirar las ventanas del piso de abajo. Creí que demostrarían que las dos plantas habían sido agregadas al mismo tiempo, lo cual podía influir en la decisión que tomara la oficina acerca del apartamento. -Al decirlo, Brunetti advirtió que no tenía la menor idea de cuál era esa decisión, si algo había decidido el Ufficio Catasto.
»Yo me había asomado a mirar las ventanas del piso de abajo y, cuando me volví hacia él, fue como si le hubiera enseñado una víbora. Estaba paralizado. -Al ver el escepticismo con que Vianello acogía su explicación, matizó-: Por lo menos, eso me pareció. Pero lo cierto es que estaba asustado. -Calló y miró a Vianello.
Vianello no dijo nada.
– Si usted lo hubiera visto, sabría lo que quiero decir -dijo Brunetti-. La idea de asomarse a la terraza lo aterraba.
– ¿Y entonces?
– Entonces ese hombre nunca se hubiera atrevido a pasearse por un andamio y, menos, solo.
– ¿Le dijo algo?
– ¿De qué?
– De si sufría de vértigo.
– A eso iba, Vianello. No tuvo que decir nada porque lo tenía escrito en la cara. Estaba aterrado. Cuando una persona tiene tanto miedo a algo, no puede vencerlo. Es imposible.
Vianello probó otro enfoque.
– Lo cierto es que él no le dijo nada, comisario. Es lo que trato de hacerle entender. Es decir, de hacerle considerar. Usted no sabe si lo que lo asustó era la idea de asomarse a la terraza. Pudo ser otra cosa.
– Claro que pudo ser otra cosa -admitió Brunetti con impaciencia e incredulidad-. Pero no fue otra cosa. Yo lo vi. Yo estaba con él.
Vianello, complaciente, preguntó:
– ¿Y eso significa?
– Eso significa que él no se subió al andamiaje por su voluntad, que no cayó por accidente.
– ¿Piensa que lo mataron?
– No lo sé -reconoció Brunetti-. Pero no creo que él fuera allí por su voluntad o, si fue a la casa, no salió al andamio de buen grado.
– ¿Usted lo ha visto?
– ¿El andamiaje?
Vianello asintió.
– No ha habido tiempo.
Vianello se subió la bocamanga y miró el reloj.
– Ahora habría tiempo, comisario.
– El vicequestore me espera a las cuatro en su despacho -dijo Brunetti mirando su propio reloj. Faltaban veinte minutos-. Sí -convino-. Vamos.
Entraron en la oficina de los agentes y se llevaron el ejemplar de Vianello de Il Gazzettino de aquel día, que daba la dirección del edificio de Santa Croce. También se llevaron a Bonsuan, el piloto en jefe, diciendo que querían ir a Santa Croce. Por el camino, de pie en la cubierta de la lancha de la policía, los dos hombres estudiaban una guía de la ciudad, en la que localizaron la dirección, en una calle adyacente a campo Angelo Raffaele. La lancha los llevó al extremo del Zattera, a unas aguas en las que un barco enorme, amarrado al muelle, empequeñecía todo el entorno.
– Santo Dios, ¿y qué es eso? -preguntó Vianello cuando la lancha se acercaba.