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– Es el crucero que construyeron aquí. Dicen que es el mayor del mundo.

– Es horrible -dijo Vianello levantando la mirada para contemplar las cubiertas superiores, que planeaban a casi veinte metros por encima de sus cabezas-. ¿Y qué hace aquí?

– Traer dinero a la ciudad, sargento -respondió Brunetti ásperamente.

Vianello bajó la mirada al agua y luego la levantó a los tejados de la ciudad.

– Qué putas somos -dijo. Brunetti no creyó oportuno disentir.

Bonsuan saltó de la lancha a poca distancia del enorme barco y la ató al amarre metálico en forma de hongo del muelle, tan grueso que debía de estar destinado a embarcaciones mayores. Al desembarcar, Brunetti dijo al piloto:

– No nos espere, Bonsuan. No sé cuánto tardaremos.

– Si no le importa, comisario, esperaré -dijo el hombre-. Prefiero estar aquí que allá. -A Bonsuan le faltaban sólo unos años para jubilarse, y ahora que la fecha, aunque todavía lejana, ya asomaba por el horizonte, el hombre había empezado a decir lo que pensaba.

La simpatía de los otros dos con los sentimientos de Bonsuan no por callada fue menos sincera. Juntos se alejaron de la lancha para dirigirse hacia el campo, una zona de la ciudad que Brunetti raramente visitaba. Antes solía comer con Paola en un pequeño restaurante de pescado, pero cuando el establecimiento cambió de dueño y la calidad de la comida se deterioró, dejaron de ir. Brunetti había tenido una novia que vivía por allí, pero fue en sus tiempos de estudiante, y ella había muerto hacía años.

Una vez dejaron atrás el puente, cruzaron campo San Sebastiano en dirección a la amplia zona de campo Angelo Raffaele. Vianello, que iba delante, torció inmediatamente por una calle de la izquierda y frente a ellos vieron el andamiaje levantado frente a la fachada del último edificio, una casa de cuatro pisos que parecía llevar años deshabitada. Contemplaron las señales de abandono: las persianas verde oscuro descascarilladas, los boquetes de los canalones de mármol, por los que el agua de la lluvia debía de caer a la calle y, probablemente, también dentro de la casa; el trozo de antena oxidada que colgaba un metro del alero. Aquella casa -por lo menos, para un auténtico veneciano, es decir, una persona dotada de innato interés en la compraventa de inmuebles-, tenía un aire de soledad que saltaba a la vista, incluso de un transeúnte casual.

Hasta el andamiaje parecía abandonado: todas las persianas estaban cerradas. No había señales de que allí se trabajara, ni tampoco de que alguien hubiera sufrido un fatal accidente, aunque Brunetti no estaba seguro de qué hubiera podido indicarlo.

Brunetti retrocedió hasta apoyarse en la pared del edificio de enfrente. Contempló toda la fachada sin ver señales de vida. Cruzó la calle, se volvió y miró el edificio situado frente al andamiaje. También éste parecía deshabitado. Miró entonces a su izquierda: la calle terminaba en un canal y, al otro lado, se veía un jardín.

Vianello, a su propio ritmo, había duplicado los movimientos de Brunetti y dedicado la misma atención a ambos edificios y al jardín. Se acercó a Brunetti.

– Parece posible, ¿verdad?

Brunetti asintió, reconocido.

– Nadie vería nada. En la casa de enfrente no vive nadie, y hasta el jardín parece abandonado. Así que nadie lo vería caer.

– Si es que se cayó -agregó Vianello.

Después de una pausa larga, Brunetti preguntó:

– ¿Tenemos algo sobre el caso?

– Que yo sepa, nada. Creo que en el parte consta como accidente. Vendrían los Vigili Urbani de San Polo a echar un vistazo. Y, si ellos decidieron que había sido un accidente, asunto concluido.

– Vamos a hablar con ellos. -Brunetti se separó de la pared en la que estaba apoyado y se volvió hacia la puerta de la casa. La cerraba una cadena con candado pasada por un aro de hierro clavado en el mármol del dintel.

– ¿Cómo se las arregló para entrar y subirse al andamio? -preguntó Brunetti.

– Quizá eso puedan aclararlo los Vigili -dijo Vianello.

No pudieron. Bonsuan los llevó en la lancha por Rio di San Agostino arriba hasta la comisaría próxima a campo San Stin. El policía de la entrada reconoció al comisario y a su sargento e inmediatamente los condujo al despacho del teniente Turcati, el oficial de guardia, un hombre de pelo negro que vestía un uniforme que parecía hecho a la medida, lo que bastó para que Brunetti se dirigiera a él con formalidad, mencionando su graduación.

Cuando estuvieron sentados y Turcati hubo escuchado lo que Brunetti tenía que decir, pidió el expediente de Rossi. El hombre que llamó para avisar del hallazgo de Rossi también pidió por teléfono una ambulancia después de hablar con la policía. Como el Giustiniani, que era el hospital más próximo, no tenía ambulancias disponibles, Rossi fue llevado al Ospedale Civile.

– ¿Está el agente Franchi? -preguntó Brunetti al leer el nombre que figuraba al pie del informe.

– ¿Por qué? -preguntó el teniente.

– Me gustaría que me explicara algunas cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Por qué creyó que se trataba de un accidente. Si Rossi tenía en el bolsillo las llaves del edificio. Si había sangre en el andamio.

– Comprendo -dijo el teniente alargando la mano hacia el teléfono.

Mientras esperaban a Franchi, Turcati preguntó si querían tomar café, pero ellos rehusaron.

Al cabo de unos minutos, pasados en charla trivial, entró un agente. Tenía el pelo rubio, tan corto que apenas se veía y un aspecto tan juvenil que casi parecía que aún no se afeitaba. Saludó al teniente y se quedó en posición de firmes, sin mirar a Brunetti ni a Vianello. «Conque así es como el teniente Turcati dirige su negocio», pensó Brunetti.

– Estos señores quieren hacerle unas preguntas, Franchi -dijo Turcati.

El policía modificó ligeramente la postura, pero a Brunetti no le pareció que se relajara.

– Sí, señor -dijo, todavía sin mirarlos.

– Agente Franchi -dijo Brunetti-, su informe sobre el hallazgo del hombre que sufrió una caída cerca de Angelo Raffaele está muy claro, pero me gustaría hacerle varias preguntas.

Aún de cara al teniente, Franchi dijo:

– ¿Sí, señor?

– ¿Le registró los bolsillos?

– No, señor. Llegué casi al mismo tiempo que los hombres de la ambulancia. Lo habían puesto en una camilla y lo llevaban al barco. -Brunetti no preguntó al policía por qué había tardado en recorrer la corta distancia entre la comisaría y el lugar de los hechos lo mismo que la ambulancia en cruzar toda la ciudad.

– Escribió usted en su informe que el hombre se había caído del andamio. Me gustaría saber si examinó el andamiaje para ver si encontraba algún indicio. Quizá un tablón roto o un trozo de la tela del traje. O quizá una mancha de sangre.

– No, señor.

Brunetti esperaba una explicación y, como no llegaba, preguntó:

– ¿Por qué no, agente?

– Vi al hombre en el suelo, al lado del andamiaje. La puerta de la casa estaba abierta y, cuando miré en su cartera, vi que trabajaba en el Ufficio Catasto, por lo que supuse que estaba haciendo una inspección. -Hizo una pausa y, ante el silencio de Brunetti, agregó-: ¿Comprende a lo que me refiero, señor?

– Dice que cuando usted llegó lo llevaban a la ambulancia.

– Sí, señor.

– Entonces, ¿cómo tenía usted la cartera?

– Estaba en el suelo, medio escondida debajo de un saco de cemento vacío.

– ¿Y dónde estaba el cuerpo?

– En el suelo, señor.

Con voz átona y tono paciente, Brunetti preguntó:

– ¿Dónde estaba el cuerpo en relación con el andamiaje?

Franchi reflexionó y dijo:

– A la izquierda de la puerta, a un metro de la pared.

– ¿Y la cartera?

– Debajo del saco de cemento, como ya le he dicho.