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– Estaba diciendo al comisario que entrara, vicequestore -dijo la signorina Elettra. Brunetti observó que encima de su mesa había ahora dos carpetas y tres papeles que no estaban allí hacía un momento.

– Sí, pase, dottor Brunetti -dijo Patta extendiendo una mano en un ademán que a Brunetti se le antojó alarmante, similar al que imaginaba que haría Clitemnestra para inducir a Agamenón a apearse del carro. Sólo tuvo tiempo de lanzar una última mirada a la signorina Elettra antes de que Patta lo agarrara del brazo y lo atrajera suavemente al despacho.

Patta cerró la puerta y fue hacia los dos sillones que tenía frente a las ventanas, esperó a que Brunetti se reuniera con él, lo invitó a sentarse y se sentó a su vez. Un decorador de interiores hubiera dicho que los sillones estaban dispuestos «en ángulo de conversación».

– Me alegro de que haya encontrado tiempo que dedicarme, comisario -dijo Patta.

Al oír la nota de áspero sarcasmo, Brunetti se sintió en terreno más familiar.

– He tenido que salir -explicó.

– Creí que eso había sido esta mañana -dijo Patta, pero entonces se acordó de sonreír.

– Sí, señor, pero también he tenido que salir esta tarde. Fue algo imprevisto y no tuve tiempo de avisarlo.

– ¿No tiene telefonino, dottore?

Brunetti, que odiaba ese aparato y se resistía a llevarlo por lo que comprendía que era un prejuicio estúpido y retrógrado, dijo tan sólo:

– No lo llevaba encima.

De buena gana hubiera preguntado a Patta qué deseaba, pero la advertencia de la signorina Elettra era suficiente para hacerle mantener la boca cerrada y la cara inexpresiva, como si su jefe y él fueran dos desconocidos que esperasen el mismo tren.

– Tengo que hablar con usted, comisario -dijo Patta. Carraspeó y prosiguió-: Se trata de algo… en fin, algo personal.

Brunetti hizo un esfuerzo por mantener la cara inmóvil, con una expresión de interés pasivo por lo que estaba oyendo.

Patta se arrellanó en el sillón, estiró las piernas y cruzó los tobillos. Se quedó un momento contemplando el brillo de sus zapatos, descruzó las piernas, echó los pies hacia atrás e inclinó el cuerpo hacia adelante. Brunetti observó con asombro que, en los segundos que tardó en hacer ese movimiento, Patta parecía haber envejecido varios años.

– Se trata de mi hijo.

Brunetti sabía que tenía dos, Roberto y Salvatore.

– ¿Cuál de ellos?

– Roberto, el pequeño.

Roberto, según calculó Brunetti rápidamente, debía de tener veintitrés años por lo menos. Bueno, Chiara, su propia hija, que tenía quince, era y siempre sería la pequeña.

– ¿No estudia en la universidad?

– Sí, Economía Comercial -respondió Patta, que se interrumpió y volvió a mirarse los pies-. Lleva ya varios años -explicó levantando la mirada hacia Brunetti.

Una vez más, Brunetti procuró no mover ni un músculo de la cara. No quería demostrar excesiva curiosidad por lo que debía de ser un problema familiar, pero tampoco falta de interés por lo que Patta hubiera de decirle. Asintió con gesto alentador, el mismo que utilizaba con los testigos nerviosos.

– ¿Conoce a alguien en Jesolo? -preguntó Patta, desconcertando a Brunetti.

– ¿Cómo dice, señor?

– En Jesolo. ¿Alguien de la policía de allí?

Brunetti pensó un momento. Tenía contactos con algunas policías del continente, pero no con la de Jesolo, un centro turístico de la costa adriática, con abundancia de clubes nocturnos, hoteles y discotecas, desde el que cada mañana cruzaban la Laguna barcos llenos de excursionistas que venían a pasar el día en Venecia. Una compañera de universidad estaba en la policía de Grado, pero en Jesolo, más próxima, no conocía a nadie.

– No, señor.

Patta no pudo disimular la decepción.

– Confiaba en que así fuera.

– Lo siento, señor. -Brunetti examinó sus opciones mientras observaba al inmóvil Patta, que volvía a contemplarse los zapatos, y decidió arriesgarse-. ¿Puedo preguntar por qué?

Patta lo miró, desvió la mirada y volvió a mirarlo. Finalmente, dijo:

– Anoche me llamó la policía de allí. Una persona que trabaja para ellos, ya sabe… -Debía de referirse a un informador-… les dijo hace unas semanas que Roberto vendía droga. -Patta calló.

Cuando comprendió que el vicequestore no iba a decir más, Brunetti preguntó:

– ¿Quién le ha llamado?

Patta prosiguió entonces, como si no hubiera oído la pregunta de Brunetti.

– He pensado que quizá conociera usted allí a alguien que pudiera darnos una idea más clara de lo que ocurre, quién es esa persona, hasta dónde ha llegado la investigación… -Nuevamente, la palabra «informador» acudió a la mente de Brunetti, pero no dijo nada. Como respondiendo a su silencio, Patta agregó-: Esas cosas.

– No, señor, lo lamento, pero allí no conozco a nadie. -Tras una pausa, propuso-: Podría preguntar a Vianello. -Y, adelantándose a la respuesta de Patta, añadió-: Es muy discreto. No habría nada que temer.

Patta no se movió ni miró a Brunetti. Luego meneó la cabeza en firme negación, descartando la posibilidad de aceptar ayuda de un agente de uniforme.

– ¿Eso es todo, señor? -dijo Brunetti, apoyando las manos en los brazos del sillón, para mostrar su intención de marcharse.

Al ver el gesto de Brunetti, Patta dijo, en voz aún más baja:

– Lo arrestaron. -Miró a Brunetti, pero, al ver que éste no tenía preguntas, prosiguió-: Anoche. Me llamaron a eso de la una. Hubo una pelea en una de las discotecas y, cuando llegaron allí para sofocarla, detuvieron a varias personas y las registraron. Seguramente por lo que esa persona les había dicho, registraron a Roberto.

Brunetti callaba. Sabía por larga experiencia que, una vez llegaba tan lejos un testigo, ya nada lo detenía. Ahora saldría todo.

– En el bolsillo de la chaqueta le encontraron una bolsa de plástico con éxtasis. -Se inclinó hacia Brunetti-. Usted sabe lo que es eso, ¿no, comisario?

Brunetti asintió, asombrado de que Patta pudiera pensar que un policía ignoraba tal cosa. Sabía que cualquier palabra suya podía romper el impulso. Relajó la postura lo mejor que pudo, retirando una mano del brazo del sillón y dejándola en una actitud que transmitiera sensación de sosiego, por lo menos, tal era la intención.

– Roberto les dijo que alguien debía de haberle puesto la bolsa en el bolsillo al ver llegar a la policía. Eso ocurre a menudo. -Brunetti lo sabía. Y también sabía que no ocurría a menudo.

– Me llamaron y fui. Sabían quién era Roberto, de modo que les propuse ir yo. Cuando llegué, lo confiaron a mi custodia. Camino de casa, él me contó lo de la bolsa. -Patta calló. Parecía haber hecho punto final.

– ¿Se la quedaron como prueba?

– Sí, y le tomaron las huellas dactilares para compararlas con las que pudieran encontrar en la bolsa.

– Si él la sacó del bolsillo y se la entregó, sus huellas estarán en ella -dijo Brunetti.

– Sí, ya lo sé -dijo Patta-. Eso no me preocupaba. Y por esa razón ni siquiera me molesté en llamar a mi abogado. No había pruebas, a pesar de las huellas. Lo que decía Roberto podía ser verdad.