– ¿Qué sabes del chico?
– Sólo lo que me ha dicho la policía.
– ¿Qué policía? ¿La que lo arrestó o la que trabaja para ti?
El silencio que siguió a la pregunta indicó a Brunetti no sólo que había ido demasiado lejos sino también que, por muy amigos que fueran, Luca siempre vería en Brunetti al policía.
– No sé qué decir a eso, Guido -dijo Luca al fin. Su voz se quebró en el explosivo ladrido del gran fumador.
Cuando cesó la tos, Brunetti dijo:
– Perdona, Luca. Ha sido un chiste malo.
– No tiene importancia, Guido. Créeme, el que tiene que tratar con el público tanto como yo, necesita toda la ayuda posible de la policía. Y a la policía también le viene bien mi ayuda.
Brunetti, pensando en los pequeños sobres que cambiaban de mano discretamente en las oficinas municipales, preguntó:
– ¿Qué clase de ayuda?
– Tengo guardas de seguridad en los aparcamientos de las discotecas.
– ¿Para qué? -preguntó Brunetti pensando en los atracadores y en la vulnerabilidad de los jóvenes que salían de las discotecas de madrugada con paso inseguro.
– Para quitarles las llaves del coche a los chicos.
– ¿Y nadie se queja?
– ¿Quién va a quejarse? ¿Los padres, porque impido a sus hijos agarrar el volante con una tajada o un colocón? ¿La policía, porque evito que se estrellen contra un árbol?
– No, claro. No se me había ocurrido.
– Así les ahorro que los saquen de la cama a las tres de la mañana para ver cómo se extraen cuerpos de entre un montón de chatarra. Créeme, la policía me ayuda de muy buen grado. -Calló y Brunetti oyó el crujido del fósforo con el que Luca encendía un cigarrillo-. ¿Qué quieres que haga? -preguntó después de una profunda calada-. ¿Que lo tape?
– ¿Podrías?
Aunque el gesto de encogerse de hombros no es sonoro, a Brunetti le pareció oírlo por el teléfono. Finalmente, Luca dijo:
– No te contestaré a eso hasta saber si tú lo quieres o no.
– Taparlo en el sentido de borrarlo, no. Pero me gustaría que no llegara a los periódicos, si es posible.
Luca tardó en contestar.
– Gasto mucho dinero en publicidad -dijo al fin.
– ¿Eso significa que sí?
Luca lanzó una carcajada que terminó en tos ronca. Cuando pudo hablar, dijo:
– A ti siempre te ha gustado remachar las cosas, Guido. No sé cómo Paola lo soporta.
– Tener las cosas claras me hace la vida más fácil.
– ¿Como policía?
– Como todo.
– De acuerdo. La respuesta es sí. Puedo evitar que llegue a los periódicos locales, y dudo que los grandes estén interesados.
– Es el vicequestore de Venecia -dijo Brunetti en un acceso de orgullo provinciano.
– Lo siento mucho, pero me parece que a los chicos de Roma eso les deja indiferentes -respondió Luca.
– Puede que tengas razón. -Antes de que Luca insistiera, Brunetti preguntó-: ¿Qué dicen del chico?
– Lo tienen bien agarrado. Sus huellas están en todos los sobres.
– ¿Se han presentado cargos?
– Todavía no. Por lo menos, que yo sepa.
– ¿A qué esperan?
– Quieren que les diga de dónde sacó la mercancía.
– ¿No lo saben?
– Claro que lo saben. Pero una cosa es saber y otra probar, como estoy seguro de que comprenderás perfectamente. -Esto, lo dijo no sin ironía. A veces, Brunetti pensaba que Italia era un país en el que todo el mundo lo sabía todo pero nadie estaba dispuesto a decir nada. En privado, todo el mundo comentaba con fruición y plena certidumbre las actividades secretas de los políticos, los jefes de la mafia y las estrellas de cine. Ahora bien, los ponías en una situación en la que sus observaciones pudieran tener consecuencias legales, e Italia se convertía en el reino de los mudos.
– ¿Tú sabes quién es? -preguntó Brunetti-. ¿Me darías el nombre?
– Mejor no. No serviría de nada. Habrá alguien por encima, y alguien más por encima de ese alguien. -Brunetti le oyó encender otro cigarrillo.
– ¿El chico hablará?
– No, si en algo valora su vida -dijo Luca, pero agregó inmediatamente-: No. Exagero. Si quiere ahorrarse una paliza.
– ¿Incluso en Jesolo? -preguntó Brunetti. Así que el crimen de las grandes ciudades había llegado a la tranquila ciudad adriática.
– Sobre todo, en Jesolo, Guido -dijo Luca, sin más explicaciones.
– Así pues, ¿qué le pasará? -preguntó Brunetti.
– A eso deberías de poder responder tú mejor que yo -dijo Luca-. Si es su primer delito, le echarán un rapapolvo y lo enviarán a su casa.
– Ya está en su casa.
– Lo sé. Hablaba en sentido figurado. Y el que su padre sea policía tampoco perjudica.
– Siempre que no se enteren los periódicos.
– Ya te he dicho que sobre eso puedes estar tranquilo.
– Así lo espero -dijo Brunetti.
Luca no quiso responder a eso y el silencio se prolongó hasta que Brunetti dijo:
– ¿Y tú qué cuentas? ¿Cómo estás, Luca?
Luca carraspeó. Fue un sonido húmedo, ingrato al oído.
– Lo mismo que siempre -dijo al fin, y volvió a toser.
– ¿Y Maria?
– Hecha una vaca -dijo Luca, con encono-. Lo único que le interesa es mi dinero. Tiene suerte de que la deje vivir en mi casa.
– Es la madre de tus hijos, Luca.
Brunetti notó cómo Luca reprimía una respuesta agria a este comentario sobre su vida privada.
– Prefiero no hablar de eso contigo, Guido.
– Está bien, Luca. Ya sabes que si lo he dicho es porque hace mucho tiempo que te conozco. -Y, al cabo de un momento, agregó-: Que os conozco a los dos.
– Ya lo sé, pero las cosas cambian. -Otro silencio, y Luca repitió, ahora en tono distante-: No hablemos de eso, Guido.
– De acuerdo -dijo Brunetti-. Siento haber tardado tanto en llamar.
Con la pronta condescendencia del viejo amigo, Luca dijo:
– Tampoco he llamado yo.
– No importa.
– No, desde luego -rió Luca, recuperando su antigua voz y su antigua tos.
Brunetti se aventuró entonces a pedir:
– Si te enteras de algo más, ¿me lo dirás?
– Descuida.
Antes de que su amigo colgara, Brunetti preguntó:
– ¿Sabes algo de los que se la vendieron y de dónde la sacaron?
Volvía a haber cautela en la voz de Luca:
– ¿A qué te refieres en particular?
– A si… -Brunetti no sabía cómo definir la actividad-. A si operan en Venecia.
– Ah -exclamó Luca-. Que yo sepa, ahí no tienen mucho mercado. La población es vieja, y para los jóvenes es fácil venir a proveerse al continente.
Brunetti comprendió que era puro egoísmo lo que hacía que él se alegrara de oír eso: cualquiera que tuviera dos hijos adolescentes, por seguro que pudiera estar de su carácter e inclinaciones, se sentiría aliviado de saber que no había mucho tráfico de droga en la ciudad en que vivían.
El instinto decía a Brunetti que ya nada más podría sacar a Luca. De todos modos, saber el nombre de los hombres que vendían la droga tampoco le hubiera servido de algo.
– Muchas gracias, Luca. Cuídate.
– Tú también, Guido.
Aquella noche, hablando con Paola después de que los chicos se fueran a la cama, le contó su conversación con Luca y el estallido de furor de su amigo a la mención del nombre de su esposa.
– Tú nunca lo apreciaste tanto como yo -dijo Brunetti, como si eso pudiera explicar o disculpar la actitud de Luca.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Paola, pero sin beligerancia.
Estaban sentados uno a cada extremo del sofá y habían dejado entre los dos sus lecturas respectivas cuando empezaron a hablar. Brunetti meditó un rato antes de responder.
– Supongo que es natural que tú simpatices más con Maria que con él.
– Pues mira, me parece que Luca tiene razón -dijo Paola volviendo hacia él primero la cara y después el cuerpo-. Maria es una vaca.